Tuesday, August 28, 2007

Siguen las tendencias anal-retentivas:
Mis 15 portadas de disco favoritas
Hace un tiempo, hablando en los comments con Oldboy, había mostrado un par de tapas horrendas de Manowar. Impulsado por mis instintos, había decidido hacer una lista de las peores tapas de la historia (lista que confecciono y actualizo casi diariamente por las atrocidades que llego a conocer navegando por la web), pero traicionando a todo ese espíritu thanático que caracteriza mi labor obsesiva, prefiero hacer algo más constructivo y presentarle la lista de mis 15 portadas favoritas de discos.

15-Led Zeppelin-IV
¿Quién es el viejo?¿Por qué está cargando tantas ramas?¿Por qué esa sonrisa enigmáica?¿Cómo se llama el disco?¿Quienes son esos músicos que se escudan tras crípticos símbolos?
Que Led Zeppelin haya olvidado todos los consejos sobre una buen arte de tapa y se haya lanzado a hacer este disco sin título, sin siquiera el nombre de la banda ni de los integrantes, es la razón por la cual entra en mi lista. Posiblemente no deben haber sido los primeros, pero lo que hace esta tapa grande es, justamente, que haya sido por Led Zeppelin, cuando aún las radios no saturaban sus frecuencias con Stairway to heaven y donde los críticos todavía no habían decidido ocultar con culpa las cenizas de las Rolling Stones quemadas en donde se alzaban las diatribas hacia esa banda desprolija y con cantante chillón. Sí, también me podrán decir que el Rubber Soul no tenía el nombre de la banda, pero concordemos que éste era un caso más drástico. Ocupa el puesto 15 por esto mismo, el animarse a hacer un arte de tapa tan distinto a lo que se podía esperar de una banda de esa época, aunque muy probablemente, de ser otra banda, habría sido sólo el trabajo de unos giles que se olvidaron de poner sus nombres.

14-Bruce Springsteen-Born in the USA
Algunos cuantos bloggers se preguntarán por qué divagante resolución se me ocurrió poner esta tapa en la lista de los mejores album covers de la historia (no, no me fascinan las posaderas de Springsteen). Para la mayoría de la gente, especialmente la no angloparlante, Born in the USA es un tema nacionalista yanqui, una canción cuya letra podría estar labrada en la campera de cuero de un sureño amante de las Harley Davison, los Ford Thunderbird y águilas en llamas. Con un par de leídas se puede entender que esa debía ser de las últimas intenciones de Springsteen, ya que, totalmente lo contrario, es una crítica al tratamiento de parte del gobierno de los Estados Unidos hacia los lisiados y veteranos de guerra. Bueno, digamos que no es un caso tan diáfano como “viviendo en Uruguay” de Traidores, pero sí es, en su esencia, una crítica bastante contundente. A donde voy con eso? Qué oculta el culo de Bruce? Qué está haciendo frente a la bandera? ¿Y esa mano, a donde va? Creo que ahora me siguen un poco el razonamiento... El diseñador de tapa de Springsteen creó una portada perfecta, tan ambigua que la mayoría de gente la confundió (o no) con un mensaje pseudo-patriota, cuando en realidad, el protagonista no estaría haciendo otra cosa (o no) que uno de los mayores vilipendios a los emblemas nacionales: mear la bandera de su país. Mención especial a “tapa más ambigua de todas”.

13-Naked City-Naked City
John Zorn es un tipo retorcido, y aún más allá de la naturaleza particularmente violenta de la fotografía (el cadáver de un gangster junto al arma homicida, en 1940) debe ser una de las portadas más light de su hemorrágica autoría (al parecer, el tipo tenía una ligera inclinación al bondage japonés- y sabemos que en lo que a violencia fetichista se refiere, los asiáticos son Schumacher conduciendo el March 5-). No sólo esta fotografía tomada por Weegee me resulta un documento poderoso de uno de los períodos más jodidos de la historia americana, sino que me parece que es un fiel retrato a la música de Zorn, refinada, avant-gard, pero profundamente sádica e inmisericorde (los tipos intercalaban free jazz y country con grindcore y trash metal sin zaguanes entre medio). Ganador de la categoría “tapas dionisíacas”.

12-Sonic Youth-Goo
El dibujo de Raymond Pettibon siempre me cautivó por completo, sobre todo por la iconoclasta capacidad para darle una cara al rock, ese gesto de ensimismamiento desafiante, el rostro de la chica, sus lentes negros, el débil brazo de su novio, el cigarro como un falo levantándose orgulloso y beligerante frente al mundo. La inscripción no hace otra cosa que reforzar ese espíritu parricida del rock, tal como venía haciendo la juventud sónica, rindiendo pleitesía y masacrando a cuanto vestigio de cultura pop quedara por su camino (“I stole my sister's boyfriend. It was all whirlwind, heat, and flash. Within a week we killed my parents and hit the road."). Mucho tiempo después de quedarme horas viendo aquella tapa mientras escuchaba Dirty Boots o Song for Karen, mucho después de mandarme a hacer una camiseta inspirada en la portada, mucho después de que Sonic Youth se convirtiera en la banda sonora de mi existencia, me enteré que el dibujo de Pettibon estaba inspirado en una foto de la joven pareja Maureen Hindley y David Smith, detrás de los cuales hay una historia tan cruenta y apasionante como el pequeño texto de la tapa del album.

11-Frank Zappa-Weasels ripped my flesh
Basada en la tapa de un número de Men’s life, Weasels ripped my flesh no puede sintetizar de mejor manera el delirio estrafalario de una de las etapas, a mi parecer, más zafadas (y estamos hablando de un zafado de aquellos) de Frank Zappa. Esa mezcla entre ironía al producto de consumo de los cincuenta, la discordancia entre el terrible castigo del animalejo y el rostro anfetamínicamente contento del personaje, lo convierten en, una de las tapas más bizarras y a la vez representantes del contenido sonoro que yo recuerde (sólo escuchen el tema en vivo que le da nombre al disco y sabrán de lo que hablo).

10-Los Ex – Cocodrila
Este es posiblemente el único disco en la lista perteneciente a una banda que no me gusta en absoluto. Estuve dando vueltas mucho tiempo en si poner este disco o no, ya que encajar a esta banda chilena pseudo grunge tira un poco abajo esa imagen snob de tipo empapado de cultura que trato dar a diario. Más allá de esto, es una tapa hermosa, con una gran noción de los contrastes y la iluminación, con un aire surrealista perteneciente a esos libros que uno leía de niño, en donde uno se detenía en las imágenes sin recaer en esos “etiquetismos” que tanta tranquilidad nos dan cuando no podemos explicar las cosas a través de nuestras cajas negras. He estado buscando sobre quién realizó esta fotografía, espero que no sea nadie vinculado a la banda, porque de ser así me obligaría a tomarlos un poco más en serio.

09-American Music Club-Love songs for patriots
Un subjetivismo puro. La tapa de este disco tiene varios elementos especialmente personales por el contexto en que fue adquirido por mí. Ernesto, ilustre feriante de Tristán Narvaja, me había mostrado el vinilo que lo tenía sellado en plástico, sin abrir, virgen. Lo vi, lo revisé una y otra vez, me quedé fascinado con el impreciso dibujo de una orquesta sinfónica tocando en el fondo del mar. Sabía que no podía reservarle el disco, salía seiscientos pesos y ni siquiera había oído hablar de Mark Eitzel en mi vida. Me fui a mi casa tratando de mantener aquella imagen en mi memoria, incluso sabiendo que estaba cometiendo un gran error, al doblar por Uruguay con esos pasos encharcados de dudas y reproches. Llegué a mi casa, me lo bajé y me fascinó. Un gran disco, uno de los discos más sutilmente oscuros del nuevo milenio. Al domingo siguiente, más allá de una tortuosa salida de sábado, me levante a las nueve y media para arrebatarle el disco a cualquier persona que osara untar de su suciedad aquella hermosa funda, que debía estar en mi habitación. Por supuesto, no fue mayor sorpresa para mi descubrir que el material había sido arrebatado una hora antes de que yo pasase por allí. Bueno, deberé olvidarme del disco, pensé. Era tal mi obsesión que le iba a pedir a Ernesto el teléfono del amigo al que se lo vendió para hacerle una nueva oferta. Pensé en todo, internet, tarjetas de crédito, venta de órganos, pero no, el disco ya no me pertenecería. Acortando, fue grande mi sorpresa cuando vi, meses después, que Ernesto me habia encargado, exclusivamente para mi, otro vinilo del Love Songs for patriots. Escribo esto, mientras lo miro confidente, como mirándome desde la mesita de luz.

08-Buenos Muchachos- Amanecer búho
Mucho antes de que se convirtiera en una de mis bandas favoritas, antes incluso de que algunos amigos míos me molestaran recitando una y otra vez la introducción de Ooh Uoh, siempre cuando iba a un Cd Warehouse me quedaba mirando largo tiempo aquel dibujo del búho con su saco y su mirada cansada. Podría tomarse como una premonición de todo el fanatismo que suscitó en mí después, pero siempre creí que hubo un correlato perfecto entre la música de aquel disco y aquel personaje tan misterioso y de corbata desalineada, que me observaba del otro lado del plástico. Premio a mejor portada de rock uruguayo.

07-The Doors-Gratest hits
Jim Morrison nunca será aquel gordo barbudo que se murió en circunstancias tan extrañas en 1971. Lo que logró el artista detrás de esta fotografía es conducir al cantante a algo que siempre había querido llegar, sea por su música, las drogas, o la poesía: la eterna juventud. El valor iconoclasta de la imagen creo que sólo puede ser desbancada por la del Che, es tan poderoso que se convirtió en un auténtico arquetipo del rock, una imagen documento, tal como la explosión del hindemburgh, o los yanquis levantando la bandera en Iwo Jima. Con esos brazos abiertos, esa mirada penetrante y a la vez perdida, Jim Morrison, a un clic, a un flash, se convirtió en inmortal

06-Television-Adventure
Lo que me parece grandioso de esta foto es el mismo hecho de que es una anti-foto. Parece haber sido sacada subrepticiamente, justo antes de que se les pidiera a los integrantes de la banda en que planearan una especie de pose o gesto. Los vemos con toda su vulnerabilidad, con una vergüenza de niño pronto a sacarse una foto para anuario escolar, Verlaine rascándose el cuello como un tic de nerviosismo, Lloyd amurallado tras su cerquillo y mirando hacia abajo como dicendo “ok, let’s do it”. Todo es pura realidad sin destilar. Un premio especial para el fotógrafo por haber captado un momento perfecto, que pocas veces no es dejado de lado en un mundo de la música tan desesperado en convertir en santos e íconos a cuanto músico aparezca por la vuelta. Premio a la foto más honesta del rock.

5-Pink Floyd-Dark side of the moon
De alguna forma sé que por mencionar a Pink Floyd tendría que incluir varias portadas de su discografía, a las que siempre los miembros de la banda le dedicaron particular interés (como buenos estudiantes de arquitectura que eran). A mi parecer, los Floyd a veces pecan por excesivo conceptualismo, cosa que no ocurre sólo con la música y las letras de Waters, sino también con el mismo arte de los discos (sólo citemos a la tapa de Wish you where here o A momentary lapse of reason), por lo que yo me quedo con una de la más pictórica de todas, es decir, el Dark side of the moon. Siempre me fascinó la capacidad de los diseñadores de arte para crear dibujos tan sencillos que funcionan como objetos compactos y perfectos, dignos de ser extraídos del CODEX Seraphinianus (obvio, sé que es un dibujo de la trayectoria de los haces de luz a través de un cristal, pero me refiero al dibujo en sí). Por primera vez, a diferencia de todos los fanáticos de Floyd, no voy a hacer ninguna interpretación conceptual del dibujo, no voy a analizar esa última frase- "there is no dark side of the Moon really... matter of fact it's all dark"- tan sólo diré que es un bellísimo dibujo, construido, más que dibujado, con una perfecta y hermosa precisión.

04-Godspeed you! Black Emperor- F#a#(infinity)
Debe haber sido una fotografía sacada en un automóvil en movimiento, una fotografía que pasaría como desapercibida, de esas que uno no pone en los álbumes de los viajes, que las condena a permanecer en una tumba de cables, drypens secos y facturas olvidadas. Sin embargo, concentra todo el dramatismo del disco, es perfecta en su sencillez y crudo sentimiento que genera. Si el sonido de este disco es apocalíptico (un Apocalipsis bello, serenamente violento y lánguido como el fin de los días de la mitología escandinava –no esas chongadas de los cuatro jinetes, fuego y música de Iron Maiden), no creo que se haya encontrado una fotografía que ilustre de mejor manera este fin de los días. La fotografía se convierte en una críptica imagen premonitoria, sólo vemos la oscuridad, una oscuridad pastosa y ese panel (o lo que sea), que se yergue como uno de los últimos restos inútiles de la civilización (como sucede después de desastres naturales, sobreviviendo las cosas más inverosímiles de una ciudad). Si alguien tiene idea de dónde proviene esta foto, por favor, informe.

03-The Clash-London Calling
Posiblemente la mejor tapa de la historia (aunque los beatlemaníacos insistan con el Sargeant Pepper-yo prefiero We’re only in it for the money). EL documento gráfico del punk por excelencia, y muy probablemente de toda una década y una cultura. El desvergonzado afane tipográfico a Elvis, y el hecho de saber que Simonon sin saberlo estaba destruyendo su bajo favorito (algo por lo que al tiempo de darse cuenta lo hizo llorar desconsolado), le da un carácter mítico tan particular como apasionante.

02-Joy Division-Unknown Pleasures
Díganme pirado o no, pero siempre relacioné esta tapa con el carisma y la muerte de Curtis. Aparentemente, es la imagen de un documento astronómico de los cien sucesivos pulsos de una lejana estrella de neutrones, pero siempre me cautivó como algo más, algo que encerraba otro tipo de verdad, la cual no pudo comunicarnos Curtis por su poco tiempo de estadía en la tierra. Otra vez, así como The Dark Side of the Moon, se revela mi particular afición por la confección o rescate arqueológico de pequeños objetos que por separado pueden ser Piedras Rosetas de otras veladas verdades por conocer. De las pocas cosas que me animaría tatuar en mi cuerpo.

01-King Crimson-In the court of the Crimson King
Partiendo de mis incipientes adentramientos en el mundo de las artes plásticas, puedo decir que desde El Grito y el Guernica, no vi tan perfectamente sintetizado el sufrimiento, la desesperación, el aullido de alguien a punto de quebrarse su cabeza en dos. La portada no puede calzar mejor con el nombre del primer tema del disco, 21st Century schizoid man, una epítome del proceso de desintegración del alma. Barry Godberg logró con una sola pintura, su única pintura (el tipo no era pintor y se murió a sus tempranos veinticuatro años por un paro cardíaco), lo que buscó Ginsberg con todos sus poemas de Aullido, lo que intentó llegar a conocer Burroughs en sus viajes por el Tánger, lo que ya habían comenzado a intuir Kafka y Lautremont, en los brotes del siglo más sangriento de la historia.

Tuesday, August 21, 2007

Latitud 63’ (atención, el final de la película Los amantes de círculo polar es vilmente revelado...perdón, DEG)
Está sentado y sabe que cuando termine, ya las rendijas de su persiana se pondrán de color violáceo y escuchará esos pájaros, esos putos pájaros. Es agosto, se trae una mantita, ya no puede ver las películas de calzoncillos. Va a hacer frío en Montevideo. Trata de recordar las sensaciones que tuvo la primera vez que vio “Los amantes del círculo polar”. Hay muchas circunstancias que harían la situación similar, o al menos serían capaces de generar un modesto de javú, que lo tuviera ocupado unos segundos. Sí, la situaciones son parecidas, una madrugada de setiembre igual de fría que la de este súbito agosto, el mismo reproche por la hora, la misma hambre del desvelo. Pero no, y quizás piensa que a lo mejor es la respuesta más obvia: la primera vez siempre es distinta. Pero sabe que no es eso, no puede ser sólo eso. Quizás fue la sorpresa, mirar una película con el único ánimo de dormir, ponerla sólo como un arrullo, cerrar los ojos desde el inicio y escuchar las sonoras voces españolas convertirse lentamente en un murmullo, para sin embargo encontrarse, en cuestión de minutos, completamente preso del film. Pero sabe que no es nada de eso, y realmente le importa muy poco.
Está viendo la película, y realmente no hay mucho más que contar. Está sentado en la cama, mete una pierna dentro de la manta, luego la saca, como si fuera un animal de sangre fría, no logra encontrar el punto de stasis. Cada tanto pestañea muchas veces, se saca los lentes, los limpia con el borde de su remera y se los vuelve a poner. La película empieza como la primera vez que la vio, las voces en susurro, las cortinas agitadas por el viento, los ojos negrísimos y llorosos, el periódico danzando en el aire. El título de la película dice mucho “Los amantes del círculo polar”. Ve la escena, hay un Otto y hay una Ana, son niños, la pelota de Otto cae cerca de Ana, se miran, ella tiene un hermoso gorro de lana, él se va corriendo. No hace falta mucho, son niños, pero ya son “los amantes”. Incluso vio la caja del dvd, sabe que esos niños crecerán y por alguna u otra circunstancia serán amantes (porque es difícil, o al menos temerario convertir a dos niños en amantes). Sabe que habrá una situación que amerite esa fotografía de tapa en la que aparece Najwa Nimri (que suponemos que es Ana) con la cara sobre la espalda de Otto, mirándonos con unos ojos serenamente tristes.
Y efectivamente sucede tal como estaba previsto, tal como lo recordaba. Los respectivos padres de Otto y Ana se enamoran, Ana cree que Otto es la reencarnación de su padre muerto, Otto ama a Ana, sólo que ella todavía no lo sabe. Y los años pasan, Ana crece y Otto también. Sucede aquel beso mientras Ana le habla Otto sobre el círculo polar. Después son las visitas nocturnas, las mañanas en que despierta Otto en la cama de su hermanastra, teniendo que trasladarse sigilosamente a la suya, un amor rojo, rojísimo, como aquel objeto con forma de corazón que Otto le regala en aquella tremenda escena en la joyería. Sí, un amor rojo en aquella luz azulada que siempre la imaginó tan española, vaya uno a saber por qué. Y después, sí, el suicidio de la madre de Otto, el trineo y la súbita desaparición del protagonista, aún siendo un adolescente. Pero uno sabe que no termina ahí, lo sabe y quiere saberlo, sin importar que Ana sea ya una mujer y viva con ese antiguo profesor suyo. Hay un destino prefijado y uno puede estar seguro de que se cumplirá.
Tiene un poco de ganas de ir al baño, pero igual se aguanta. No tiene reloj, pero mira la hora en el contador del dvd y saca sus cuentas. No importa. Ana se manda a mudar al círculo polar, donde espera encontrarse con Otto. Y realmente espera que Otto la encuentre, ya que en estas ocho veces que vio la película supo querer a Ana, que es el vivo retrato de alguna mujer que nunca llego a conocer. Y la mira entrar a aquella cabaña, la mira nadar en ese mar que imagina helado, y comienza a sentirlo, esa humedad, ese frío en el pecho, tal como si estuviera conviviendo con Ana y su soledad, en esa cabaña situada en el fin del mundo. Se le acelera o se le enlentece el pulso, el resultado es igual, el corazón latiendo en la yugular, el estómago blando y pesado en el vientre. Y entonces ve a Otto en su avión y lo sabe, sabe qué lo llevó a sentarse esas casi dos horas y media, sabe a qué se debe esa honda sensación. Otto apretará el famoso eject de su avión, evitando sucumbir al accidente, y Ana lo habrá esperado un día más, viendo el sol ponerse y salir en cuestión de segundos. Ana se levanta y escucha de un terrible accidente en avión no muy lejos de allí. Sospecha lo peor, se sube en el auto y viaja lo más rápido que puede a la ciudad más cercana. Y el paracaídas de Otto se enreda en las ramas del árbol, pero igual está contento, sólo espera a alguien que lo ayude a llegar a la cabaña de Ana. Y todo lo demás va a suceder, Ana leyendo aquel diario en incomprensible finlandés, el ómnibus rojo embistiéndola, la tregua momentánea de un final falso, y finalmente los ojos de Ana, Otto llegando en el preciso momento del choque, el cuerpo y nuca deslizándose por el pavimento y el rostro de él sumergiéndose en la pupila negra y profunda, como zambulléndose en ese mar acuoso donde realmente puedan vivir juntos, en aquel rincón ventoso donde yace el avión partido en dos.
Y es terrible, y en ese momento cree saber por qué. Todavía no sucedió aquella escena final, todavía hay tiempo, sí, quizás esta vez sea, quizás suceda ese primer final de consuelo y no ocurra nada más, solo las letras del cast, una música lenta y hermosa que lo reconforte, que le permita quedarse tranquilo de que Ana finalmente pudo quedarse con Otto, como debía ser, como lo dictaba un azar que más que azar era destino. Piensa que sería realmente hermoso ver a Ana abrazar a Otto, ver una y otra vez aquella escena del encuentro, aquel súbito y callado grito, aquel corto instante en donde el cuerpo de Ana tiembla y casi se parte en dos, de esos momentos hermosos y eternos del cine que podría repetir una y otra vez. Sí, Najwa Nimri tiembla, está al borde del desmayo y uno le cree, en aquel momento más que en ninguno Najwa es Ana, lo es en cada célula de su ser. Pero en el fondo aquella escena pasará y la cámara volverá a los ojos de Otto, y la verdad se precipitará hacia nosotros como aquel enorme autobús rojo. No habrá solipsismo que le salve a uno la noche, no habrá versión a la que aferrarse, sabe que por muy dolorosa que sea, no hay otra verdad que la de los ojos del amante.
Y es la novena vez, y una vez más no pudo evitarlo. Sabe que vendrá esa escena, todo va preparando el escenario para que ocurra. No bastan nueve veces para que Julio Médem cambie de parecer. Como si fuera una verdadera maldición, los nombres lo delatan, el palíndromo se cumple al pie de la letra tal como el apellido del director, de los protagonistas, como matemática cruel y asesina. Y sabe que fue engañado, que se engañó a sí mismo, ya que el final estaba escrito en el principio de la película, el periódico danzando en el aire, el color rojo y los ojos acuosos de Ana. “Muy ingenioso, señor Médem”, piensa él, mirando con resentimiento y desesperación cómo la protagonista viaja en el auto, aquel auto que la conducirá hacia su muerte. Y piensa si realmente era necesario, sacrificar a Ana, la Ana de Otto, su Ana. No se puede creer a sí mismo deseando un happy end hollywoodense, pero en el fondo se pregunta por qué, por qué no hacer frenar al ómnibus como los otros autos a lo largo de la película, por qué no hacer que se quede sin nafta, por qué, por qué, pero no vale de nada.
No lo puede soportar. Apaga el televisor y apoya la frente sobre él. Sus cálculos no dieron un buen resultado y el alba todavía no salió en Montevideo. Lo único que ilumina el cuarto es la luz del cronómetro de su reproductor de dvd. Despega la frente del televisor. Algunos pelos de su cerquillo desvelado se aferran a la estática del aparato, pero terminan por ceder, tal como él lo hace a sus convicciones. Destiende la cama, tira al suelo los almohadones que están dispersos y abre las fundas para ver cuál es la almohada que corresponde a aquellas sábanas celestes. Se saca la camiseta, se queda sentado en calzoncillos al borde de la cama. Lo que era antes una masa negra apenas comienza a recobrar cierta forma. Lo único que se puede ver es el contador del dvd, la película que sigue avanzando más allá de haber apagado el televisor. 02:29:20, 02:29:21, 02:28:22, aquel celeste luminoso que no se atreve a apagarlo, sin estar seguro por qué. Se queda mirando el reproductor, se mira las rodillas y vuelve a mirar. Y sí, en ese preciso momento quizás. Sí, sabe que Ana está muriendo más allá, en la película. Sabe que Otto no llegó lo suficientemente rápido, sabe que por más que haya apagado el televisor, el contador del dvd sigue avanzando, 02:32:34, 02:32:35, 02:32:36. Y se acuesta sabiendo que falló una vez más, que no, no puede rescatarla. Ana muere dentro de aquel aparato, muere a pesar de que el televisor nos haya tendido sus oscuros velos, muere allí en el cuarto o más allá, en la latitud 63’. Y sabe que no importa lo que haga, no importa siquiera el convencer a Médem para que reelabore el film, Ana sólo existe para morir una y otra vez, como el sol rebotando de vuelta y de vuelta en el frío horizonte del círculo polar.

Tuesday, August 14, 2007

Killing a Cheto
Cuando pase por La Cigale va a escuchar el teléfono, ese teléfono que siempre suena como saludándolo o despidiéndolo, quién sabe. El hecho mismo de que suene un teléfono cada vez que uno pasa por allá, puede resultar bastante perturbador, pero a fuerza de costumbre ya ni siquiera gira la cabeza. En todo caso, es una llamada que no podrá atender.
Siempre la gente habla de Pocitos como uno de los barrios más finos de Montevideo, pero siempre se olvidan de que es uno de los que tiene más mierda de perro embadurnando la calle. Piensa esto mientras se saca un enorme pedazo marrón-amarillento, raspando la planta del champión contra el filo del cordón de la vereda. Sí, inevitable, con sueño y a esas horas de la noche, es como andar a ciegas en un terreno minado (“minado de mierda”, se repite). ¿Quién debió ser el responsable?, un pitbull fisiculturista, un rottweiler miliquero, un torpe grandanés. Sí, algunos de esos perros cuyas cagadas le hacen honor a su tamaño. Decide sumergir el pie en un laguito reciente, como modo de cerrar el rústico método higiénico. Le hubiera gustado deshacer a la luna, pero al meter el pie, sólo se refleja el cielo encapotado. Siente el agua fría meterse dentro de su media. Un poco de agua en el pie ya no hace daño, lo agarró la llovizna siete cuadras atrás y a esta altura lo único que queda es dormir o masturbarse. Pero ya pasó la hora de aquellas películas francesas que dan en el I-Sat, y la imaginación falla. Se saca la capucha, ya no importa si se ensopa hasta la médula. Tantea en su campera militar verde, pero no hay cigarros, sólo las llaves y dos moneditas que repiquetean confirmando una vez más que está solo, como el último hombre en el Montevideo post-apocalíptico de una madrugada de sábado lluvioso. Piensa que en ese preciso momento hay gente que está bailando, gente que está cogiendo. En autos empañados, en casas de amigos en común, en el baño de un boliche, en la cama de los padres. Aminora la marcha, piensa demorarse un poco, como apelar la sentencia de su derrota antes de llegar a su casa. Se sienta en el cordón, siente el adoquín mojar sus nalgas y ve un angosto río bañar sus zapatos. Piensa: hace años, en estos ríos había barquitos de papel. Es después de ver apagarse la última luz del edificio que se levanta en frente suyo, que piensa lo mucho que desearía estar hablando lo que resta de la noche con una perfecta desconocida. Hablar con una desconocida, no tiene por qué ser linda, ni tampoco tiene que haber un desenlace sexual. No, ni siquiera lo desea. Sólo eso, estar en algún murito, un banquito de parque, o colgado de una jaula de los monos, con los ojos clavados en el cielo, hablando de cualquier cosa, la noche, el frío, lo que la desconocida quiera. Lo único que importa es que sea una desconocida, y que la conversación suceda bajo un cielo parecido al de esta noche, incluso bajo esta lluvia que lo empapa cada vez más.
Se levanta, se suena los dedos y mete la boca por debajo del cuello del buzo, soplándose el pecho, para darse un poco de calor con su aliento. Le gusta ver el vapor que sale de las ranuras de su campera. Es ahí que de lejos ve las cuatro figuras. Vienen cantando algo. Cuando están más próximos, termina por reconocer una canción de La vela Puerca. Se acerca un poco más. Reconoce el tetra brick en la mano de uno. Reconoce en dos de ellos las camisetas Mormaii y Billabong, debajo de idénticas camisas de jean. Otro de ellos tiene un buzo de casimir azul, saliéndole de su escote en V el pulcro cuello puntiagudo de una camisa celeste. El último, el más rezagado, el más enrojecidamente borracho, viste la flamante Polo rosada como un auténtico estandarte, su espada, una marca de su linaje. Reconoce los indiecitos en estos dos últimos. Indiecitos shit-free, se repite en voz baja. Pendejos borrachos. Se refugia un segundo debajo del techito de una casa. Tendrán alrededor de quince, dieciséis años, no más, los pendejos. Dejaron de cantar ahora, conversan a gritos sobre tetas ilustres de su liceo, mientras uno saca de su bolsillo unos Nevada. Pitan como pendejos, sonríen, hablan y beben como pendejos. Retienen el humo apenas unos segundos, chupan y escupen, como una primeriza actriz hardcore. Mientras los ve fumar piensa que los odia. Los odia como si seguir viviendo dependiera de ese combustible, pero su odio se aleja de esa sensación visceral que suele invadir el cuerpo de manera caprichosa y tenaz. No es odio-infección. El decide odiarlos. Los eligió, son a quienes odia más en este mundo, en ese preciso momento. Se sacude el pelo. Caen gotas pesadas sobre el hombro de su campera militar. Se los queda mirando, pero no se dan cuenta. Se recuestan sobre un Nissan estacionado en frente al Ivy Thomas. Se peinan las chapas. La llovizna terminó. Uno de ellos manda mensajes de texto, la lucecita azul danza tras la muralla de niebla que invadió la calle desde la rambla, en cuestión de pocos minutos. En esos momentos es difícil no pensar en la niebla como un organismo vivo, realmente parecería un pulpo tendiendo sus tentáculos, escupiendo su fría tinta gris, digiriendo empachado cada reflejo, cada halo de luz. Piensa que en cuestión de minutos estará desnudo, con la manta hasta el cuello, cerrando los ojos fuertemente e intentando dormir cucharita con su borrachera, que parece alejársele como una novia displicente. Se incorpora. Decide proseguir camino. Se va acercando a los chetos borrachos. Los ve chicos, no más de dieciséis, se repite, pero él a esa edad era incluso más grande que ellos. La idea del piñazo cae precipitadamente. Piensa cómo se sentiría encajárselo a uno de ellos. Sin pedir permiso, sin medir las consecuencias. Un piñazo en la nuca, o en la nariz, el caballete fragmentándose en pedacitos como vidrio molido, la sangre que al obstruirse la nariz sale por la boca, los ojos del contrincante que se nublan, el plasma que empieza a salir cuando ya se acaba la sangre. ¿Hace cuanto? Cinco, seis años, algo así. La última vez que peleó fue una victoria. (Ahora sí: seis años atrás). Recuerda la estúpida discusión en el partido de basket, la espalda dada al contrincante, la piña panadera en la nuca. Y enseguida su reacción:
-un piñazo en el labio,
-tres en los pómulos,
-uno en la barbilla,
-el último desviado al cuello.
El puto no sangró. Recuerda ese olor tan particular a pasto cortado, sudor y saliva seca. Los amigos del caído intentaron consolarlo, sin saber cómo. Había sido demasiado rápido para sentirlo como una victoria. Piensa en su nombre, no lo recuerda, no merece ser recordado. Se enteró que aquel imbécil murió en un trágico accidente dos años después… no le remordió la conciencia en absoluto. Y mientras se va acercando, piensa que podría… Al menos un manotazo. Muy probablemente todos reaccionarían atacándolo por varios flancos, pero después de todo tienen quince, dieciséis años y no hay mucho que puedan hacer. Un ejercicio de libertad. Los va a golpear porque quiere, los va a golpear porque puede hacerlo. Le vienen más ideas, la muerte de Pushkin, videos irakíes y piñatas de hooligans. Lo peor que puede suceder es que lo caguen a palos, y en todo caso serían cuatro contra uno. Es diferente a que se arrojara a una pelea uno a uno, frente a un solo adolescente de quince. La victoria debería ser callada como un recuerdo penoso, como una atrocidad necesaria de guerra. En cambio cuatro… No llega a ser hazaña, ni heroico sacrificio, pero cuatro es una cifra justa.
A sólo un cuarto de cuadra comienza a elaborar su duelo. No, no los golpeará. Se reprocha por el pensamiento masturbatorio, recuerda que no hay coca ni agua con gas en la heladera. Pero sigue caminando y le empiezan a invadir imágenes, cordones desatados, arrastrándose por suelos mojados de baños públicos, bilis vomitada en volquetas, mandíbulas de pitbull erosionando los dientes, bocas abiertas y rotas, fórceps, músculos con uñas tallando los huesos y minas bailando entre ellas, jeans, cerquillos, botas, meneando y renegando cualquier invitación de danza heterosexual, bailando, flequillo rolinga, bailando. Primero siente el ardor, luego llega el ligero dolor en los nudillos y una calidez blanda envuelve su puño. Uno de los chetos está en el suelo, los otros lo quedan mirando como chanchos impávidos a pasos del matadero. Llega la reacción y el primer piñazo. Le da en el brazo, no duele, sólo lo siente caliente, apenas tibio. El tira un manotazo pero erra al objetivo. Por el otro lado, el chico de pelo laciado y una patada en la costilla. Duele un poco, trata de evitar el golpe, pero llega otra patada en el mismo lugar y un piñazo en la mejilla proveniente del flanco derecho. Recula, logra ponerse de nuevo en guardia, hacer un breve repaso del territorio. El primero sigue en el suelo, los otros dos están con los puños levantados y el borracho de la Polo está con la defensa baja, como un boxeador retirado con demasiada confianza encima. Esta vez vienen de a dos. Lanza unas patadas y se apartan como gacelas asustadas. Viene el puño del borracho, casi no duele, pero le obliga a bajar la guardia y llega un puño invisible en el estómago y un rodillazo en los huevos. Sueña en castraciones y casi arrodillado, se le abalanza el borracho y lo agarra de los hombros y trata de arrastrarlo pero no puede. En el forcejeo siente golpes de todos lados, como si fueran murciélagos atacando en bandada luego de un ruido fuerte en su cueva. No sabe cómo, pero conecta un gancho que da en la boca del borracho. Como arcángeles, llegan puños desde el cielo y cae de rodillas en las baldosas. Son varios nudillos, metacarpios como lanzas tatuándole a presión la nuca y la espalda. Está en el piso. Se protege el rostro con ambos brazos. En un milisegundo reflexiona sobre lo sobredimensionados que están los ruidos en la televisión, sólo escucha sonidos sordos, como costales de arena cayendo desde el cielo en el pavimento. Intenta levantarse, pero las patadas lo obligan a seguir en posición fetal. Por primera vez se da cuenta de la edad que tiene. Pero ya no es un número, es muchísimo más que eso. Sus brazos son más débiles, hay algo que se perdió, como un agujero en el tanque de nafta. Piensa y se repite 28, 28, y ese número es como el “nevermore” del cuervo posando en un busto demasiado lejano como para poder verlo. Veintiocho años… quince, cuatro no era un número justo. Y se nubla todo por un momento, por un instante quiere huir de su propio cuerpo. Y ese sentimiento lo hace sentir poderoso. Algo cambió. Algo se agita alrededor. 28, 28, 28. Entonces agarra una pierna, una pierna sola, como una parte de objeto escindido. La dobla como una rama, cae uno de los pendejos. Larga un molinete de brazos y puños que no parece ser suyo. No puede ver sus brazos, sólo los resultados de su violencia maquillando furiosamente el rostro de los demás adolescentes. Una pierna se hunde en el vientre del chico de pelo lacio. Tres nudillos impactan en una boca, blando, como despellejar una morcilla. Otro golpe, y un dedo de su mano se quiebra al impactar con la nariz del borracho belicoso. Sangre, sangre en cantidades de gore coreano. Llega a divisar la pequeña insignia en la camisa rosada, logra ver al pequeño jockey cabalgando en una tormenta de sangre. Escupe una flema carmesí. Ahora, silencio. Mira a su alrededor, cuatro, los cuatro en el suelo.
Camina sin mirar hacia atrás. Ni siquiera va apurado. Llega al fin de la cuadra y dobla a la derecha. Por primera vez comienza a bautizar a sus moretones. El indice roto e hinchado, el derrame violáceo en las costillas, la hichazón en su labio que se siente como lamer un sacapuntas. Hay bastante sangre en su campera, pero le contenta saber que la mayoría no es suya. Todas estas pequeñas victorias, piensa para sí mismo, pero sabe que mañana esos moretones serán una caída por la escalera, un choque de auto, un accidente estúpido. Pero entonces siente sus pasos goteando en la calle, mira para adelante y para atrás. Camina por el medio de la calle, el olor húmedo del pavimento le barre aquel olor a saliva, sangre seca y agua jane que siente desde el labio hasta la nariz. No hay sonidos de sirenas, ni siquiera gritos a la lejanía. Son las cinco, y Montevideo sigue dormido. Me acostaré sin bañarme, y con esa misma campera mancharé el sillón. Y recuerda que no hay coca ni agua. Intenta mantener la pequeña victoria en su pensamiento, pero sus pensamientos se desvían a la llovizna, heladera vacía, los malos programas que hay a esa hora de la madrugada. Siente algo en la boca y lo escupe. En el pavimento mojado un pedacito de diente. Segundos antes de proseguir, se queda en el medio de la calle, buscando a la luna y deseando encontrarse alguna noche parecida a esa, hablando con una desconocida, en alguna placita olvidada.

Tuesday, August 07, 2007

La vereda de enfrente
Iba caminando por 18 en este sádico, tan sádico invierno. Mi cara se contraía y el estómago y la garganta pedían grappamiel, un poco más de grappamiel para soportar este martirio. Y la gente esperaba en los semáforos, fruncidos, encerrados sobre sí mismos, como si fueran un Ouroboros apunto de engullir su cola y cuerpo por completo. Y entonces el RANDOM, y en desde el IPod aparece la guitarra de Mascis, esa hermosa intro de “This is all I came to do”, la mejor canción del último disco de Dinosaur jr (reunidos al fin). Y la guitarra se sentía como la cara de una madre arropándome en un cuarto helado, y por un momento mi cuerpo se olvidó de técnicas proyectivas, marquesinas goteantes, falta de bufandas y equinoccios cada vez más lejanos. Pensé que si había una canción que se equiparara al sentimiento de felicidad en el mundo, era precisamente esa, y pensé que de haber escuchado a Dinosaur jr en mi adolescencia, muy probablemente no sería el amargado que soy hoy en día. Y entonces vi al resto de la gente esperando en la parada, vi aquellos rostros de ano retentivo y pensé en cómo debería ser la vida de todos ellos, cuántos realmente habrían escuchado ese tema y cuántos otros que habiendo tenido la oportunidad, no les gustó. Y pienso en Pez Rabioso y su crítica sobre el indy, sobre cualquier cosa que no tenga una raíz fuertemente bluesera y electrificada como Zeppelin o Sabbath, y entonces me ato los cordones y pienso que yo también supe ser intolerante, yo también supe pensar que no había nada más en el mundo, cuando había continentes y civilizaciones de letras, acordes y ruidos blancos por descubrir. Y entonces doblo por Tacuarembó y pienso en lo cerrado del mundo de tan diferentes personas: fanáticos del canto popular que creen que el rock es otro de los maquiavélicos planes del imperialismo cultural yanqui, fanáticos de Pappo que consideran que la música se extinguió después de los 70', personas que esgrimen juicio sobre el tema del under o no under con rigurosidad epistemológica, ramoneros que escucharán “Rock and roll highschool” hasta que se le apolillen sus camperas de cuero, metaleros con aquella fálica fijación hacia los solos de guitarra, personas que escuchan lo que les recomienda Noelia Campo, fanáticos del hardcore que no pueden aguantar una canción de más de tres minutos, electrónicos de peluquerías, melómanos que se creen alquimistas intentando encontrar el eslabón perdido del rock and roll en una banda de noise sinfónico industrial rumano (y esperando recibir reconocimiento y respeto a cambio), fanáticos de Iron Maiden que desconfían de cualquier disco que no tenga calaveras en la tapa, personas que de no haber bases históricas que prueben lo contrario dirían que los Beatles también inventaron la rueda y la agricultura, yuppies que sólo gustan de escuchar oldies y bossa and stones, proto rastas que recurren al reggae exclusivamente como excusa mística para el consumo del porro, adolescentes que el 24 de agosto se agitan y estallan con una ajena nostalgia comprada a los Rupenián, fanáticos de Nirvana que realmente creen vivir en Seattle (Campodónico, dixit), conductores de radio que realmente creen que Chris Martin es un genio de la música contemporánea, gente que aún hoy en día sigue teniendo colgados en su cuarto posters de los Guns and Roses, madres fanáticas de la psicología guestaltica y la new age, fanáticos del rock gótico industrial que nunca llegarán a matarse, ex cumbieros que colgaron sus alphas para embanderarse en el nuevo fenómeno del rock nacional, personas que creen que los sintetizadores se inventaron en los 80’, pibes que creen que el Antichrist Superstar es más oscuro que el primer disco de Suicide, personas a las que le sangran los oídos al escuchar música a mayores decibeles que un disco de James Taylor, fanáticos del power metal sinfónico que creen que en los museos de historia natural se exhiben verdaderos fósiles de orcos, straights veganos que se bancan estoica y silenciosamente la activación de sus glándulas salivales al oler una parrilla vecina, jazzeros que consideran a los adeptos al rock como simpáticos salvajes, personas que prefieren Paulinho Moska a Caetano Veloso, chicas que supieron ser rolingas antes de escuchar a los Rolling Stones, viejas que se siguen babeando con Joan Manoel Serrat, personas que por escuchar La Trampa creen que están cualitativamente por encima de cualquier banda perteneciente al rock nacional, ricoteros que descifran cualquier letra del Indio Solari llenando con “droga” los espacios en blanco,
y minas, muchas minas y tipos que “escuchan de todo”…
Y mientras termina This is all I came to do, sintiendo cómo vuelve el frío, pienso que a mí me gusta verme más cerca de unos, más lejos de otros, pero en la vereda de enfrente, silbando bajito.