Monday, November 26, 2007

Escopofilia II : vhs, dvd, cable, e-mule
Hace unos días estuve por comprarme vía Amazon un libro de Thurston Moore que trataba sobre la generación casete, ese objeto que hoy en día es prácticamente un último vestigio de una civilización perdida. En realidad nunca le tuve particular aprecio a los casetes, siempre supe que en algún momento iban a ser ampliamente superados por otra cosa. Más allá de eso, tuvieron su impronta en mi pasado, cuando me armaba diferentes compilados que conservo aún en día, o como cuando grababa con técnicas de espionaje dignas de la KGB algunos toques y conciertos a los que asistía (sólo después de un tiempo me di cuenta que eso de ir al baño del bar y colocarse un microscópico micrófono por debajo de la ropa era un esfuerzo más bien innecesario). A mi quince años, sólo eran unos pocos los que tenían una grabadora de cd’s, artefacto que era ansiado y venerado por nosotros, púberes, como si fuera la piedra filosofal de Flamel. Incluso, eran pocos los lugares en donde se podían conseguir juegos de computadora truchos, siendo Low Cost (av. Brasil y no me acuerdo qué otra calle), la versión en local de Ciudad del Este. Entonces, sí, no había otra, a los casetes entonces. Aún así, gran parte de nosotros sabíamos que aquel artefacto le quedaba poquísimo tiempo de vida, ante toda la magia del cdr y el dvd que se empezaba a hacer ecos desde la cueva tecnológica que se encontraba todo Uruguay.
Cuando hablo de casetes, también me refiero a los videocasetes, artefacto que está sucumbiendo al mismo destino que su versión de audio. Incluso, hace unos meses se me rompió mi videocasetera y anduve buscando un lugar donde comprarme una nueva, y me percaté de que no sólo en general no se hacen más, sino que también salen bastante más caras que los reproductores de dvd. Aún así, con las videocaseteras tengo otro tipo de aprecio, principalmente porque todavía en estos años hay algun material que se puede conseguir exclusivamente en este formato, sobre todo si hablamos de cinemateca, cuyo recambio generacional ha sido un poco más lento que el de otros videoclubes. Los videos de cinemateca, esa es otra cosa. Si bien ya desde la primera vez que vi Stalker me fascinó, no fue hasta después de haberme comprado el dvd, que logré apreciar lo grandioso que era el film en cuanto a su fotografía. Sin dudas, hay algunas películas que ha sido pergeñadas para ser vistas en cine y cualquier adaptación, por más salomónica que sea la decisión, es un auténtico asesinato. De cinemateca recuerdo también intentar ver “Detrás de un vidrio oscuro”, con las subtítulos blancos camaleónicamente emplazados justo sobre el suelo de la isla en que vivía y filmaba la mayoría de sus films Ingmar Bergman, un suelo y un cielo más blanco aún que el de las letritas (y digamos que no manejo el sueco muy bien). También recuerdo ver “La batalla de Argel” sin ningún problema, hasta que en los tres minutos finales el tracking me tendió su más traicionera emboscada, teniendo que poner pausa en cada parlamento para poder leer entre la estática los subtítulos, como si fuera Jean-François Champollion intentando descifrar qué fue lo último que se dijo. Y después está la peor de todas, mi inocente involucración en el asesinato de los siete samurais: sí, a todos los socios de cinemateca que se frustran al recibir la noticia de que ya no hay copia en vhs, fue mi videocasetera la que mató a los siete samurais, como las manos de Átropos cortando la cinta de su vida.
Aún así, ya el síndrome de los ocho años se empieza a percibir, y los casetes se están convirtiendo (como en el caso del Zárston) en un auténtico objeto de fetiche (el otro día estuve a punto de comprarme en el centro una versión del Goo en casete, así que uno nunca sabe). Hoy en día, sin embargo lo que manda es el e-mule, aspecto de la internet que junto con el YouTube está tirando abajo toda aquella concepción de la caja boba y los televidentes como meros receptáculos pasivos del material audiovisual, ya que por fin, uno puede elegir qué ver (o al menos yo). Todo esto es una pequeña y colgada acotación a las críticas a cuatro películas que vi en cuatro formatos distintos: The Aristocrats (cable), Punk:Attitude (dvd), Orfeo Negro (vhs) y Speaking for trees de Cat Power (e-mule –ya sé, eso no es un formato)

CABLE: The Aristocrats (Paul Provenza)
La idea es sencilla, quizás demasiado sencilla:
Decenas de comediantes hacen su propia versión sobre un mismo chiste.
A casi nadie le parecería material para hacer un documental de alrededor de noventa minutos, sobre todo porque existiría la idea de que a la décima vez de oír el mismo chiste, la cosa dejaría de ser graciosa (y es algo que ni siquiera una trouppe de comediantes como George Carlin ni Jason Alexander -para la muchachada: George Constanza- podría remontar). Sin embargo, es un chiste con una base bastante definida, sobre la cual cada uno puede improvisar, como una dimensión del chiste en su forma más jazzística. Incluso, uno se da cuenta de que el chiste no tiene la construcción típicamente orgásmica del humor: una narración que va in crescendo hasta el climax en donde se juegan los boletos de hacernos cagar de la risa o dejarnos completamente inertes. No, para cuando llega el final (que sí es importante, pero que no tiene muchas variantes) uno ya ni siquiera le importa, el desarrollo es tan intenso que poco importa cómo termine.
Ahora bien, el chiste no sólo no es normal en su estructura, sino en su temática. La cosa es más o menos así:
Un tipo entra a la oficina de un buscador de talentos y dice: “tengo un gran número que les va a encantar”, el buscador de talentos, medio displicente le dice “¿What you got?” Y entonces el tipo le dice que es un “family act”. El ejecutivo le pide que prosiga y ahí el tipo empieza a relatar un espectáculo en el que “Saló o los 120 días de Sodoma” parece una película de Julia Roberts. Y cuando digo que el acto es jodido, me estoy refiriendo a algo realmente jodido: sodomía, cropofagia, incesto, fistfucking, lluvias doradas, mutilaciones, pedo-necro-zoo-geronto (filia), la que usted le guste, y así, ad nauseaum hasta donde al comediante se sienta satisfecho. Luego de explicar con total naturalidad toda esa atrocity exhibition, el busca talentos, horrorizado le pregunta (solo por llenar el aire viciado de perversión) ¿y cómo llamas al acto?, y el tipo responde “The aristocrats”.
Sí, lo sé, nunca fui un gran contador de chistes, puedo sacarle risas a la gente, pero con la estructura del chiste tengo menos swing que bailando salsa. La idea es esa, un acto terrible impactando, colisionando con el título tan irreverentemente inocuo del acto. Pero sin lugar a dudas lo que hace al chiste es quiénes lo cuentan. En cierto modo me recuerda algo de lo que venía hablando con pez rabioso hace unos días, terminando por decirme algo como “vos tenés a Bob Dylan tirando veinte mil palabras por verso en Subterranean Homesick Blues, pero si agarrás a una persona cualquiera, lo más probable es que haciéndolo se parezca a un retrasado mental”. Precisamente, podría hacer resucitar a Sade y a Leopold von Sacher-Masoch (en serio) y hacerlos trabajar juntos para escribir el cuento más inmoral, asqueroso y violentamente perverso de la historia, y posiblemente no nos harían reír de la manera que lo logra George Carlin o Sarah Silverman. Sí, en la risa que nos genera hay mucho del placer de no tener en el mero oír que cargar con el bagaje culpógeno de la descarnada dimensión del acto (después de todo, es sólo un chiste), de poder ser el personaje más sádico del mundo por unos minutos, pero hay algo en la ejecución que es una rúbrica personal inimitable y en la cual se encuentra toda la esencia del chiste.
El chiste puede demorar lo que uno quiera, desde minutos a una hora. Sólo hay que acordarse de dos palabras: The aristocrats. Son esas dos palabras, el resto (una de las pocas veces que no siento ataduras al decirlo) es completamente libre. Es interesante ver la escalada de obscenidades hasta imposibles: ¿cómo pueden darle a una madre el hijo, el abuelo, el padre y el perro al mismo tiempo? ¡Es ergonométricamente imposible!. En el documental hay largas disertaciones sobre si es mejor comenzar o terminar con las heces, hay incluso toda una colección de neologismos que podrían competir con la glosolalia de Tolkien. Incluso luego del film se me ocurrió escribir mi propia versión del chiste, de la manera más purpúrea y escatológicamente violenta que mi mente fuera capaz de producir, y extrañamente me sorprendí a mí mismo de lo que uno puede pensar si se lo propone. Acá es donde pondría originalmente mi versión del chiste, pero pensándolo bien, por el momento me abstengo y sigo haciéndoles creer que soy una persona decente. Resumiendo todo esto, el documental nos tira al verdadero y encantador espanto del verbo en toda su supurante carnalidad imaginada y temida.
El film nos deja en un dilema casi moral, y hasta semiológico se podría decir. Desde términos lacanianos, siendo la realidad (no lo Real) algo construido por las ficciones de lo simbólico (y siendo imposible la idea de la realidad como tal sin esas ficciones simbólicas que la construyen), ¿cuál es el límite para decir que podemos decir todo esto lavándonos las manos del asunto? ¿Hasta qué punto no somos sodomitas o asesinos desde la enunciación misma de estas mismas violaciones que tanto nos divierten? Siendo todo acercamiento a lo Real un movimiento asintótico, ¿por qué es menos real decir, o siquiera imaginar esto, quedándonos tranquilos de que no somos realmente violadores? ¿Hay realmente un límite entre la enunciación y el acto? ¿Hay un acto de por sí?
En fin, son un conjunto de preguntas que me hago cuando veo este film, pero ahora voy al youtube y miro esta versión de Gilbert Gofftried, y Lacan, Zizek, Saussure, Bataille y Derrida se van por el water. Sí, una vez más, me cago (simbólicamente) de la risa.



DVS: Punk:Attitude (Don Letts)
Con tiempo y persistencia terminé por consagrarme como el tipo más complicado de hacerle regalos en mi familia y grupos de amigos. No es que me vayas a regalar algo y te lo tire por la cabeza, o que ponga cara de asquito y te diga que lo importante es la intención. Ni siquiera es que realmente me disguste el regalo (es difícil disgustarse con algo que, en el peor de los casos, se puede prescindir o deshechar). En realidad soy bastante bueno en eso de la empatía y los usos sociales. Aprecio los gestos de todo tipo, aún así me regales “El manual del guerrero de la luz” de Paulo Coehlo, como medio de encontrar un nuevo camino en mi vida. Pero ahora sí, si realmente te importa que me guste el regalo, ahí sí que la tenés complicada. Todo en lo que gasto ha sido prácticamente lo mismo desde mis quince años: compact discs, libros, vinilos, discos compactos y cd’s. Cada tanto me pego una visita a Buenos Aires y me desvalijo la Bond Street, pero de ropa, prácticamente lo único que gasto es en camisetas Hering para estampar otros dibujos sobre ellas. El problema es que no soy fácilmente encasillable en prácticamente ningún género: me gusta el jazz, pero no cualquier jazz (eso sí, jazz rock no), me gusta New Order, pero por ahí me salís con un disco de Erasure y lo más probable es que lo use más como cuchillo de untar que como disco compacto. Mi madre ya se dio por vencida y cuando se va a Mexico directamente me pide una lista de las cosas que me podrían interesar que me trajeran de ahí (en lo que se refiere a material musical realmente no se pueden negar las ventajas de ser un país vecino de Estados Unidos).
En fin, mi novia estaba en una situación bastante complicada cuando cumplimos tres años. Yo ya le había regalado un baulcito, de esos bastante rústicos y de madera oscura, el cual en el mismo momento de “abonarlo” tenía la certeza de que le iba a gustar. Según me contó unos días después de la fecha, el día anterior a la misma anduvo a la deriva por 18 de julio, sembrando el terror cual vikingo en varios locales de música, probando decenas de discos en estaciones de prueba, preguntando y solicitando asistencia, quitando y mezclando los discos de lugar. Incluso llegó a la tienda Rarities (una tienda en la que todo uruguayo melómano reconocerá por los delirios persecutorios de su dueño), dando vuelta casi literalmente el lugar, y casi comprando un disco de Lou Reed que, cuando le estaban haciendo la boleta, se dio cuenta de que salía mil pesos. Ya desesperanzada, la gesta cuenta que mi novia llegó a CD Warehouse del Gaucho, donde terminó optando por un DVD del cual tenía serias dudas sobre si me iba a gustar o no. Todo esta epopeya terminó por confirmar la regla de que María es la persona que más me conoce en el mundo. Dudando, dudando muchísimo me entregó el regalo envuelto en un sobre que no tardé en romper (sí, soy de los que rompen los sobres), y ahí me encontré con Punk:Attitude, un documental que había visto apenas un poco en MTV y que estaba a punto de bajármelo por el e-mule. Acá meto un copy paste de un comentario mío en dragonlieder: “Hace un año recibí una buena sorpresa de un medio del que ya hacía mucho tiempo que había dejado de esperar algo: estaba viendo MTV y de repente aparece un documental llamado "Punk:Attitude". Lo primero que pensé era que todo iba a ser un pequeño racconto de bandas obvias con la excusa de mostrarte el último tema de Avril Lavigne, o (algo un poco menos decadente) una historia en la que todos eran hippies hasta que apareció Johnny Rotten y se pudrió todo, similar a lo que se suele pensar de Nirvana, como algo creado por generación espontánea. Muy diferente a lo que pensaba, fue un documental con interesantes invitados y con la mención de bandas que casi nunca habían sido siquiera pronunciadas en aquel canal: material audiovisual de concierto con Alan Vega dándose en la cara con un micrófono, los Screamers, DNA, Theoretical Girls y ese gran entrevistado que suele ser Glenn Branca(…)”. A cada rato uno piensa que se van a olvidar de alguien, y entonces aparece, quizás cayendo en un efímero namedropping, pero mencionado al fin. El documental tiene tremendo ritmo y prácticamente no te hace llevar ningún disgusto. Igual queda claro que es un documental semi introductorio, a muchas bandas se le dedica cierto tiempo y luego prosiguen con otras. Por ahí, la única cosa objetable que se me ocurre es que es un documental mucho más estadounidense que europeo, en el que parecen estar cumpliendo cierta deuda con el Reino Unido, vía Sex Pistols, y que luego mencionan muchísimo menos en comparación a Nueva York o Los Angeles mismo. Esto se ve en el hecho de que el post punk es prácticamente pasado por alto (de Joy Division tenemos apenas una mención, y PIL no recuerdo siquiera que hayan sido comentados). Por supuesto, en toda construcción siempre hay un juego de invisibilidades que permite salir a la imagen del fondo (pah, me parezco a un psicólogo social), siendo bastante justificable el asunto. Creo que la banda ninguneada en el documental es Pere Ubu, banda inclasificable por no ser punk propiamente dicha, y en todo caso ser postpunk habiendo sido pergeñada antes de que el movimiento en Nueva York tuviera verdadero nombre. Es decir, es una banda postpunk antes del punk, algo que en el fondo no es más que onanismo terminológico, pero que intenta de explicar lo innovadora y poco encasillable que es la banda de David Thomas. En una entrevista que leí hace un tiempo se le pregunta:
“-Do you see the punk movement as positive, apart from the unfortunate racist minority?

-No the punk movement was a conservative and corporate-oriented affair whose sole object was to divert rock music from the serious goals of what was called the new wave in 1973. That term was later co-opted to mean the same as punk. Punk had at its root the notion that rock music should only serve to sell blue jeans and promote simplistic (commercial) solutions”-. Pucha, eso también habría estado bueno de incluir en el documental.
Lo genial de Punk:Attitude fue que creó una diáspora de otras cosas que me terminé bajando o escuchando, como el libro “Please kill me” y algunos varios documentales como “American Hardcore” y “The decline of western civilization” (que junto a “Urgh!” y “Another state of mind” debería dedicarles un post completo).
El momento que más me impactó, sin lugar a dudas fue una presentación de Patti Smith cantando “Land”, sobre todo en la parte que canta “when suddenly he gets the feeling he’s been surrounded by horses, horsem horses”. Una pequeña confesión: nunca había escuchado seriamente a Patti Smith. Son increíbles aquellos momentos en donde uno viendo algo apenas unos segundos, se da cuenta de que ese “algo” será una parte muy importante de su vida. En efecto, desde el mismo momento en que esuché ese tema de la señora Smith, supe que sería una de mis cantantes femeninas favoritas. Es en esos momentos en que uno se pregunta qué estuvo haciendo todo este tiempo.


VHS: Orfeo Negro (Marcel Camus)
Más allá de que siempre hubo algo que mi impidió encastrar bien con la cultura brasileña, como si fuera una ficha de otro puzzle tratando de entrar a la fuerza en una fotografía del cerro de Corcovado, siempre me interesó ver esta película. Hubo varios malentendidos entre medio, pensando en principio que se trataba de un documental de las tradiciones afrobrasileras y alquilando por equivocación Orpheé de Cocteau (una hermosa equivocación, he de decir). Después, unos meses atrás había efectivamente alquilado la película, pero por un problema que involucraba a los cabezales de la videocasetera (el eterno karma de cinemateca, com venía diciendo arriba) tuve que devolver la película sin haberla visto. Fue así que tras muchas tentativas finalmente vi Orfeo Negro.
El film fue dirigido por Marcel Camus (otro de los errores: al principio me habían dicho que la película había sido dirigida por el padre literario de Meursault), pero con bastante guita y equipamiento puesto por Francia y Alemania, tanto que en el Oscar ganado como Mejor Película Extranjera, la película fue catalogada como película francesa (algo que me parece más bien ridículo). A su vez, la película era originalmente una obra dramática compuesta por Vinicius de Moraes, llamada “Orfeu do Carnaval”.
La película es una versión del mito de Orfeo (dios griego de la música), que con su lira encanta a todas las mujeres, pero que se enamora perdidamente de Eurídice, la cual es buscada por Hades para traerla de nuevo a su reino. Estoy en la disyuntiva de contarles cómo sigue el mito, porque efectivamente es lo que sucede en el film… pero bueno, la historia cuenta que el dios de la muerte logra secuestrar a Eurídice. Orfeo, lira bajo el brazo, desciende a los oscuros terrenos para volver a su amada a la vida. El final de la gesta, según lo cuentan los griegos, es más bien trágico, teniendo dos versiones igualmente jodidas para el pobre Orfeo (uno en que es despedazado por las ménades, otro que es despedazado por el pueblo: usted elija).
Siempre me sentí atraído hacia las adaptaciones libres, incluso los sencillos guiños a otras producciones que pueden aparecer en desde Seinfeld hasta alguna película de Brian de Palma. La adaptación del mito de Orfeo tiene grandes momentos (advierto, acá se abre el momento en donde comento sobre algo de lo que prácticamente no tengo puta idea: el Carnaval de Brasil), primero por el hecho de tratar a Orfeo como el cantante principal de una scola, venerado por todo el pueblo, fetiche de todas las mujeres, después pasando por Hades vestido con un disfraz de calavera, como un glóbulo negro navegando confundiéndose en el desquiciado torrente de las vedettes y los carros. Creo que en lo que le emboca de Moraes y Camus es en el hecho de lograr mantener el aire mítico en la película, sin terminar dejando a los actores como meros portavoces del “texto” griego. Posiblemente, este éxito está bastante sostenido en el hecho de haber recurrido de una manera bastante neorrealista a actores poco experientes, gente perteneciente al mismo ambiente que se intenta recrear, y que logran dotar al film de una naturalidad completamente lograda. Especialmente, los dos niños que le roban la guitarra a Orfeo para hacer levantar al sol (Apolo), junto a la niña que baila en la escena final de la película, están absolutamente geniales. El mejor momento de la película es, sin lugar a dudas, cuando se hace el paralelismo de Caronte, barquero de la laguna de Estigia (la laguna que conduce al reino de los muertos), con un sereno de un menoscabado edificio de gobierno. Orfeo busca la manera de volver a la vida a Eurídice, y se encuentra en este edificio lleno de papeles. En bodegas, en cuartos, en oficinas, en el suelo: papeles. El sereno intercede y le dice que aquel edificio está repleto de archivos y que siguen llegando más, como señalando el absurdo de un depósito babilónico de textos y más textos. Es ahí que Orfeo le cuenta su suerte, y “Caronte” le responde que no puede buscar a las personas en los papeles, que ahí es precisamente donde todos se pierden. La escena, más allá del excelentemente logrado guiño al mito, tiene un contenido político indudable. En efecto, la escena me hizo recordar a la similar escena de Sur (la película argentina de Solanas), en donde muestran un edificio de gobierno cuyos funcionarios trabajan, mueven y depositan los papeles como si fueran palas mecánicas trayendo y sacando tierra en una construcción. Obviamente, en el film argentino hay una alusión sin velos a la terrorífica burocratización en la dictadura, pero en el film brasileño hay una sutileza, un mensaje que precisamente tiene el carácter de aforismo, que eleva la frase dicha por “Caronte” a una dimensión atemporal, y que es una llamativa premonición de lo que ocurriría con toda Latinoamérica a finales de los sesenta.

E-MULE: Cat Power: Speaking for trees (Mark Borthwick)
Cómo quiero a Chan Marshall. Es un sentimiento sincero, realmente quiero a la mina. El otro día mi novia andaba cortándole el pelo a el fino, y mientras hablábamos de los nuevos rumbos de la política económica de la Unión Europea (mentira), en el I-Sat (canal que pasó de ser sede de los más berretas films eróticos franceses a la mejor opción en lo que se refiere a películas de cable) apareció un video de la señorita Cat Power. En ese momento estaba dando el visto bueno sobre el largo del pelo en la nuca de el fino, cuando escucho aquella voz, y me doy vuelta súbitamente hacia el televisor, confirmando que es un videoclip de su nuevo disco “The Greatest”, un disco demasiado alegre para tratarse de Chan, pero aún así con entrañables momentos. Extraña e inesperablemente contento, me acerqué al televisor, instándole a todos para que vieran a Chan, insistiendo en lo bien que le queda ese espeso cerquillo. Obviamente, todos pasaron el tema por alto sin mayor exaltación, pero el hecho de ver a aquella cantante en el cable -algo que me tiene muy poco acostumbrado por la pauperización de MTV, ese canal que nos solía dar música mala, pero al menos música y no programas como Pimp my ride- realmente me alegró la noche. Comentándole aquello a brunomilan, me parece que es algo medio exagerado en tiempos de YouTube, en donde uno puede conseguir prácticamente lo que sea en cuestión de segundos, sin tener que esperar horas frente al televisor para conseguir algo bueno . Sin embargo, ver a Cat Power en la televisión, aún cuando uno la podría estar viendo perfectamente en la computadora, genera un efecto extraño, es algo cualitativamente diferente, quizás porque uno sabe que está ante una excepcionalidad del sistema (frecuentemente orientado hacia productos lobotomizados), un extraño alineamiento de los planetas, un milagro silencioso encerrado en una pecera de plástico.
Esta experiencia epifánica me impulsó a bajarme el video Speaking for trees, un… ¿documental? ¿concierto?, dirigido por Mark Borthwick, en el que Cat Power toca varios temas y unos cuantos covers. No estaríamos frente a ninguna novedad si no fuera por el hecho de que la única intérprete del video es Chan Marshall y todo el video se resume a una misma toma de ella tocando en el claro de un bosque, sin zooms, sin luces, con el sonido de los grillos de fondo. No hay preguntas, no hay acotación alguna de Chan, no hay prácticamente cortes entre las canciones, sólo se encuentra el Poder Felino empuñando su guitarra eléctrica, con un cable prácticamente incorpóreo que se conecta con un parlante fuera de cuadro, con un micrófono que hasta ahora he intentado encontrar infructuosamente en su cabello, en su camiseta remangada hasta los hombros, o perdido entre la cantante y la penumbra (jugando un poco con el título de esa hermosa canción del Darno). Lo que, en sus premisas parece ser un bodrio garantizado (es decir, ¿quién puede aguantar ver a alguien una hora y cuarenta minutos seguidos, en una toma fija y sin ninguna alteración más allá de la luz del día?), termina siendo una experiencia no intensa, pero extrañamente envolvente. Así como es poco probable que alguien se quede viendo Empire los 485 minutos que dura, siendo este un caso mucho más potable, aún así es difícil imaginar que alguien va a ver esta presentación íntegramente. Creo que esa tampoco es la idea. La primera vez, vi aporximadamente una hora, una hora de Chan tocando la guitarra, una Chan que por momentos la pifia, y que incluso llega a cortar un tema y retomarlo a los segundos para rascarse una picadura de mosquito reciente. Como lo había dicho en un anterior post, Cat Power es la honda búsqueda de lo eterno en el minimalismo, o más precisamente lo austero, una austeridad que tiene que ver con todo menos tosquedad o cualquier cosa que se asemeje a poca delicadeza. Hay una canción en particular en que Chan viene desde el interior del bosque hacia la cámara, entonando entonándola a capella, como quien canta caminando y taconeando en la calle, sin esperar que nadie lo escuche. Cuando va a pasar por encima de una rama corta momentáneamente el canto, y luego prosigue. La forma en que canta el tema, sin intentar lucirse, sin intentar demostrar nada, es de las cosas más reales, menos impostadas que he oído o visto en mi vida. Precisamente, si hay algo en lo que triunfa Mark Borthwick, es en hacernos creer que estamos por fuera de la conciencia de Cat Power, como si fuésemos un voyeur, un pequeño animalito del bosque observando a aquella mujer desde una distancia prudencial. Creo que es algo que precisamente intentó (no tan exitosamente) hacer Gus Van Zandt en esa película tan injustamente odiada que es The last days. Precisamente, en el film de este director se intentaba llegar a excarvar en la intimidad de uno de los personajes más vapuleados por su dimensión épica en la historia del rock. Si bien la película del estadounidense llega a grandes momentos, como bien deg señala en la escena del tema Death to birth y la escena en que el Karco se pasea por esos hermosos bosques de Seattle (¿un guiño a una vuelta al primitivismo?), no logra llegar al nivel de intimidad que sí extrañamente logra este video de Cat Power.
Inevitablemente terminamos desviando nuestra atención hacia otro lado, pero precisamente en ello se encuentra una de las claves del asunto. Puse el video en la computadora mientras estudiaba para un examen, y cada tanto daba vuelta en la silla giratoria, y ahí estaba Chan, tocando su guitarra, sin darse cuenta de que la estaba observando. Pasaban los minutos y me daba vuelta otra vez, esperándola agarrarla desprevenida, pero aún seguía en escena, esta vez tocando por segunda vez una hermosa versión de Rebel Rebel, viendo cómo lo único que cambiaba de posición eran las nubes y la luz del día, aproximándose eventualmente todo hacia la noche, en donde el sonido de los grillos llega a desafiar la audibilidad de la guitarra. Cuando llega la noche no hay luces, ni un efecto de cámara NighVision, prácticamente es imposible a Chan, pero ella prosigue tocando sus temas como un espíritu del bosque. La abstinencia del director a participar de la película logra que lleguemos a un contacto de uno a uno con Cat Power, y hay un doble movimiento extraño: por un lado, la vuelven en lo único del film, no podemos desconcentrarnos con nada, pero por otro, las tomas de Chan se ven ligeramente lejanas, su rostro no se ve algo difuminado, sus ojos están acortinados tras el legendario cerquillo. Es como si en esa soledad Chan perdiera su individualidad y se fundiera en el entorno.
Y uno sigue con sus cosas, pero si vuelve la vista a la computadora, Chan Marshall sigue ahí, y esa constante e imperturbable presencia genera una extraña sensación de estar adentro del film, de no poder salir de la película, una sensación extraña que se potencia si uno se acusta a dormir con el film corriendo, sintiendo como si se hubiera ido de campamento con Chan. y ella saliera de la carpa en el medio de la noche, poniéndose a tocar la guitarra en el fogón, mientras uno tiene demasiado frío para salir del sobre de dormir

Sunday, November 18, 2007

Simetrías
En esos momentos, uno sólo puede resignarse a contemplar el 6, con la caligrafía anónima de un profesor que lo escribió con el automatismo e indiferencia de una lista de supermercado o como quien anota un número telefónico por puro compromiso. A uno sólo le queda observar la tinta negra, aquellos bordes nada sinuosos, imaginar el pulso del profesor que no se exalta por la completa injusticia consumada, como si se gestara a sí misma, la tinta negra callada, muda, displicente, y el 6 que abre y cierra su círculo, su panza hinchada y satisfecha después de tantas esperanzas devoradas. Finalmente a uno le queda como último recurso, como un salvavidas negro en la inmensidad del mar, tomar aquel 6 como un acertijo, un nuevo enigma de la esfinge, o una llave del mandala que pudiera quebrar las cerraduras de todas aquellas interrogantes, los cómo pero sobre todo los porqué. Sí, ahora mejor aferrarse a eso, el 6 no está ahí porque sí, y a lo mejor todo fue tan sólo un malentendido, aquellos accidentes ocasionales que por acá son todo excepto ocasionales. Y sólo basta adentrarse en este pasillo para comprender que uno está en lo cierto. Si me pongo a contar seguro que me olvidaría de alguno o contaría a algún desconocido dos veces, así que mejor pongamos que hay como unos treinta y pico. A pesar de ser julio, el aire se arrastra tibiamente por el pasillo, pero ninguno de los que están parece molestarse por ello. Aunque todos estamos acá por la misma razón nadie parece demasiado fastidiado, es más, parecería que disfrutaran de esta espera a la que nos ha llevado este malentendido (aún me aferro al mismo tornillo ardiente, todo esto no puede ser más que un error). Si bien está prohibido, algunos fuman a todo pulmón, mientras que otros se quejan en silencio. Por momentos es al menos entretenido quedarse en un standby y apreciar el humo que danza entre todos nosotros, como este aire pesado y el desconcierto que nos ha dejado acá. Por allá, a unos cuantos metros Manuel emerge entre los cuerpos, pero todavía no logra verme. Ya no me queda otra que devolverle el saludo, saludarlo y ver cómo se hace paso entre todos, darle la mano y devolverle el uso social de la charla, sólo para escuchar una vez más los cuentos del gremio, alguna nueva marcha, y la inevitable mención del parcial que, después de todo, es la razón por la que estamos acá. Manuel cae sobre aquel insoslayable destino y cumpliendo los augurios me habla de la asamblea de la semana que viene, algo sobre los cupos de un viaje que nunca voy a hacer y la reformulación de formato de un examen que ya rendí algunos meses atrás. Uno ha desarrollado la habilidad de fingir interés durante cierto lapso de tiempo, pero en cuestión de minutos los Mira vó, los salado, los pah, y todo el repertorio de frases monosilábicas comienzan como a oxidarse, por lo que una huida triunfal se vuelve cada vez más vital. Y como caída del cielo aparece Carla, y no se puede tomarla como otra cosa que una epifanía, porque aquel cuerpo diminuto y pecoso entre todas las cuadernolas, mochilas y materas se acerca y te saluda y sin que ni siquiera vos te des cuenta ya te ha rescatado de la otra corrosiva conversación, ya que Manuel se adentró en el infranqueable círculo de una ronda de mate. Como un acuerdo que nos pusimos nosotros dos sin haberlo formulado, no mencionamos en absoluto el parcial, pasamos sin transición ni puertas cancel al sueño reciente de Carla, un perro que la perseguía a ella y un amigo de Florida, y una medianera que trepa pero que una vez arriba decide bajarse para enfrentar a la bestia. Mientras prosigue el relato, detrás mío Rocío irrumpe fastidiada, “Yo no puedo entender de donde salió este cuatro, porque escribí casi lo mismo que Nicole y le encajaron un ocho”. Uno podría dejarla seguir hablando, y de cierta manera podría encontrar cierta autoindulgencia en la desgracia compartida, pero entonces se escucha el pestillo de la puerta de vidrio esmerilado y no tiene otra opción que emular al resto, ser un copo de nieve más en la avalancha que se precipita sobre Enrico. “Estamos buscando sus parciales del archivo, vamos a ver si se pueden correr un poquito que ya los revisamos con ustedes”. Carla intenta retomar el relato pero Rocío sigue enjuagándonos con su desdicha, el cuatro que si bien le permite aprobar el curso le borra toda esperanza de exoneración, el cuatro injusto, el cuatro inexplicable, cuatro malo, malo, muy malo. Pero no basta más que pensarlo un poco para caer en la cuenta de que por más idiota y neurasténica que parezca Rocío, yo estoy acá por la misma y obsesiva razón, porque siento el 6 como una picadura en la nuca, como un molesto grano en el culo (si, imposible escapar a tal simbiosis, ahora que a Rocío se le cayó la lapicera y se agacha a buscarla). El 6 es igual o más traicionero que el 4, yo sé que es injusto pero el pudor se me trepa por la espalda una vez que veo tantos unos y dos, tanta gente a punto de recursar, tantos buscando una explicación o al menos un placebo para calmar tal lancinante frustración. El 6 es tan traicionero que parece robarte el derecho de protestar por él.
Ya han pasado como diez minutos, la puerta sigue igual de cerrada, trató de bancármela como el resto pero parece que se riera de mi, devolviéndome un reflejo opaco, con un pestillo tan tieso como una risa atragantada. Y abro la puerta, trato de mirar para dentro pero se interponen la barba candado de Enrico, y el esperen un poco que lo revisamos con ustedes.
Tengo que alejarme de esta masa sudorosa. En el acta sigue allí, el 6 inmaculadamente sombrío en la inmensidad blanca de la hoja. A unos cuantos nombres de mi una tal Leticia Barranchera se enojaría por encontrar su nota imposible de leerse por una mancha de algo que quiero creer que es ketchup. Seguro que ella está entre todos nosotros. Este tumulto en que vuelvo a encontrarme no parece ni molesto, simplemente esperan o pasan en el tiempo, como aquella actividad de la gente del interior que me resulta inconcebible, aquel sentarse en los puentes con sillas de playa para ver los autos pasar. La puerta sigue igual de cerrada, y entre toda la gente aparece Manuel, me golpea el hombro y “Che, estamos por arreglar con el gremio aquella asamblea del viaje a Buenos Aires, yo te digo que vayas, yo ya fui dos veces y está buenísmo”. Homologarlo con una promotora de viajes tiempo compartido no sería una labor de una abstracción extraordinaria. Me ofrece mate, pero aquel musgo que crece entre sus dientes no es un buen antecedente, de una vez por todas aceptémoslo, quizás no soy exactamente un estudiante del MODELO LATINOAMERICANO DE UNIVERSIDAD. “Además no va a ser todo congresos, también vamos a salir de noche, no sabés, terrible desbunde”. Y entre todas las personas encuentro la espalda de Carla y no necesito más que unos golpecitos en su espalda para refugiarme una vez más en su sueño, el perro, la medianera enteramente construida de ladrillos, su amigo protagonista que hace como unas tres semanas que no lo ve (y bueno... las distancias, viteh). Parece que se va a abrir la puerta, apurándome llego a alcanzar el pestillo, pero tan sólo sale una morocha de cabello muy ruloso, apurada con varias carpetas contra el pecho. Como era de esperarse, aparece Enrico diciéndonos que esperemos un poquito, que en poco tiempo nos consiguen los parciales y los revisan con nosotros. Será por el carisma de Enrico, pero nadie se hace demasiada mala sangre, bueno, nadie a no ser por Rocío, que me habla de lo injusto que son las notas en la facultad, la irresponsabilidad de los profesores al corregir y la cagada que va a ser su verano si tiene que dar la materia en febrero. Mi gesto linda entre la afirmación, la duda y el bostezo, pero ella lo descifra a su misteriosa manera permitiéndose hablar durante unos minutos más. Me voy a revisar otros nombres en el acta, a lo mejor la macheteada fue para todos por igual -cosa que no cree Rocío, con su grito aguerrido contra la parcialidad de los parciales (interesante juego de palabras)- Pero no se puede negar, una vez frente a la hoja se puede comprender su enojo: disgregados casi eleáticamente ochos, dieces, onces, no me quiero rebajar al nivel de Rocío, pero entre sus histéricos monólogos parece haber algo de razón, sino cómo se podrían explicar el 9 de Leandro, el 11 de Victoria, el y parece que se abre la puerta, me dirijo, pero sólo una falsa alarma, siento en el hombro unos dedos gruesos y el aliento a mate introduce a Manuel, “En setiembre vamos a hacer un viaje a Buenos Aires, obvio, ya te lo contaron, pero este lunes hay una asamblea en que vamos a arreglar lo de las rifas, si llegás a venderlas todas tenés que garpar re poco, así que yo que vos...”. Por primera vez en mi estancia en este pasillo, comienzo a darme cuenta, comienzo a distinguirlo como el olor de un animal muerto en un rincón perdido de una casa. Y el olor toma cuerpo, se convierte en el cadáver, se presenta ante mi con todo su hedor tibio y larvario cuando aparece Carla y me relata la escena, “ayer tuve un sueño muy intenso, estábamos Esteban y yo en un jardín que íbamos cuando éramos más chicos, era como de noche, hasta ahí todo bien, pero...”. Y es como si aquel perro fuera a mí quien hincara los dientes en el cuello. Pronto la puerta, la gente que me arrastra y me agolpa frente a ella, la mujer morocha sale de la sala, falsa alarma. Rocío comienza a hablar, “Yo no puedo entender de donde salió este cuatro, porque en mi parcial está casi toda la misma información que en el de Nicole y le encajaron un ocho”. No se asusta con mi rostro. Quizás porque se siente demasiado meada por su cuatro, quizás por toda la merza de acá, quizás porque ya se le cayó la lapicera, quizás porque se abre la puerta, aparece Enrico, todos se ponen en silencio, como esperando que diga por fin: entren, pasen, lo que sea, pero ya todo está escrito, estamos revisando el archivo, esperen un momentito que ya les traemos los escritos. Se cierra la puerta. Nadie dice nada, todos continúan la charla, Manuel ceba el mate, creo que me ha echado un ojo. Suelta la bombilla. Se acerca. Por favor, no, por favor. Che, vamos a hacer un viaje a Buenos Aires, no sé si te querés prender, mirá, vamos a tener una reunión este lunes para ver lo de las rifas, no se si te pinta. Me doy vuelta, me encuentro con Carla. “Sabés que el otro día tuve un sueño que me hizo acordar a un cuento tuyo, estábamos Esteban y yo, no sé si sabés quien es Estéban, pero...”. Me tengo que ir, tengo que alcanzar la puerta. Gambeteo uno, dos tres personas, pero pronto el pestillo se mueve y todo se precipita contra la puerta, mi aliento empaña el vidrio, la puerta apenas se abre. Se va corriendo la mujer morocha. El perfume Muá introduce a Rocío y ya no son necesarias las palabras, son sus labios pronunciando aquello que ya se, pómulos afilados y la lapicera que se vuelve a caer, y finalmente Enrico que aparece en escena, chicos, esperen un cacho que ya aparecemos con los parciales y los revisamos con ustedes.
Hay que hacer algo, no importa cómo pero hay que hacer algo. En algún lugar de esta pista se rayó el disco, solución: romper el disco, quebrarlo, hacerlo añicos, metérselo por el culo a Enrico, destruir la simetría, sí, es eso, destruirla de cualquier manera. Y Manuel se acerca, me toma del brazo, hay que hacer algo, por favor, que no empiece, no, a acabar esta mierda de una vez por todas, vó, sabés que me chupa un huevo el puto viaje a Buenos Aires. Y el flaco se queda mirando, lo peor es que sólo se queda mirando y sorba un poco de mate. Acabar con todo, destruir el disco, destruir incluso a Carla a pesar de lo buena que es, limar los barrotes de esta celda y así liberarla a ella también. Sí, no contestarle nada, dejarla con su sueño, acabar con la simetría y así escaparnos de esta matrioshka, irme cuando me dice sabés que el otro día y quedarme como una roca, aguantar el alud, no comerme el amague, sí, todos agolpados contra la ventana como un axolotl al vidrio de una pecera, el pestillo que se mueve, la morocha con las carpetas. Ahora quizás sí, aparecerá Enrico y con la simetría ya destruida nos invitará a pasar, se abrirá la puerta de vidrio, quebraremos el sortilegio, por fin podremos a ver si se hacen a un lado, que estamos revisando el archivo y ya corregimos los parciales con ustedes.
Gritar. Gritar, por lo menos destruir a patadas las ventanas, la puerta, tomar los trozos rotos y cortarle el cuello a Manuel, hundir el Buquebús a Buenos Aires, enterrarle la lapicera en la garganta de Rocío, poder escapar, o sino entrar, sí, mejor sólo entrar a la sala, derribar la puerta, no destruir el disco, sólo cambiar de pista. Sí, esa es la solución, entrar en la sala vedada, entrar a patadas, hacerle un hoyo a este limbo y arrastrarme hacia el cielo o el infierno, cualquiera viene bien en vez de esta sala de espejos, esta inmunda cárcel. Ahora que se pone a hablarme Manuel pienso cuanto tiempo han estado corriendo en la misma rueda de hamster, cuanto tiempo y cuántas veces más se repetirá el sueño de Carla, que ahora me sigue contando con lujo de detalles la noche, el perro y Esteban, cuántas veces todos estos han oído las disculpas de Enrico y asentido, como si fuera la primera vez y como si ameritara su paciencia. Me voy arrimando a la puerta, pasará el primer atisbo a abrirse, el primer movimiento del pestillo, mientras que Rocío, su desdicha y la lapicera... Pero todos se agolpan, levantan el murmullo y sólo alcanzo a ver una cabellera negra que sale apurada de la sala entre todas las cabezas del pasillo. Sé que falta poco para que aparezca Enrico, si no me acerco tendré que aguantarlo, soportar una vuelta más del péndulo. Es como si todo pasara en cámara lenta, el pestillo apenas se mueve, se escucha el leve rechinar entre todo el barullo, logro ver mi reflejo convexo en él, lo tomo, lo siento metálicamente frío, lo muevo. Enrico aparece, no me cuesta mucho derribarlo, detrás mío toda la gente me mira extrañada, algunos incluso horrorizados. Enrico desde el piso me toma del pie, le devuelvo una patada en la cara, suéltenme de una vez, todos, no se dan cuenta?. Cierro la puerta. Me enceguece el interior, una mezcla de olor a pucho y polvo me entra a los pulmones. Las pupilas se van acostumbrando, los pulmones también. Logro ver, pero no hay Enrico, no hay profesores, no hay archivos, no hay escritorio, sólo a lo lejos se ve un gran tumulto de gente. Me acerco, quizás allí están los parciales. Camino, entre toda la confusión no logro encontrar los papeles, sólo hay un acta pegada contra los vidrios esmerilados. La quedo leyendo y escucho mi nombre desde el otro lado. Y ahora todo se desmorona, ya aceptémoslo, acostumbrémonos a esta jaula, a esta pecera de vidrios esmerilados, porque entre todos los cuerpos se asoma la mano de Manuel, Manuel que se acerca y me ofrece un mate. Ahora ya es inútil pensar por qué y mucho más desde cuándo. Sí, mejor así, estar tranquilo en la espera como todos, oír los pormenores del viaje a Buenos Aires y aceptar el matecito que me ofrece Manuel. Sí, no queda más que tomar el mate, seguir la ronda, esperar y echarle una ojeada al acta, donde aparece mi nombre con su respectiva nota, porque en esos momentos, uno sólo puede resignarse a contemplar el 6, con la caligrafía anónima de un profesor que lo escribió con el automatismo e indiferencia de una lista de supermercado o como quien anota un número telefónico por puro compromiso.

Sunday, November 11, 2007

Only silly hats allowed
Tenés a un personaje. Está solo, perdido en la inmensidad blanca del papiro. Luego le dibujás un plato de comida en el suelo y el personaje se alegrará de poder comer un poco de ese alimento blancuzco y granuloso que queda en la vasija. Pero vos estás creando la historia y no se la vas a hacer tan fácil: le das una cuchara gigante, más grande que él. El personaje extrañado toma la cuchara como si fuera un gigantesco estandarte y dice “mi cuchara es demasiado grande… mi cuchara es demasiado grande”, esperando que algo ocurra, cuatro, cinco veces. Y vos vas a sonreír sin achicársela, mirándolo como una diminuta rata desesperándose en un pequeño módulo de Skinner. Y entonces, como un Dios con una lesión en el área de Wernicke cedés a sus pedidos, y le dibujás un compañero. Aparece una banana gigante con piernas y brazos y dice “¡I am a banana!”
Tenés un hermoso paisaje, de esos que ves colgados en salones de liceos con frases sobre la amistad, la perseverancia o mentiras de ese estilo. Entonces agarrás la lapicera y en vez de citar un poema de Paulo Coehlo, escribís “Anal sex”.
Tenés una foto de Simone de Beauvoir, recortás una de Petinatti y con globos de conversación, hacés que la francesa le pregunte al pelado “¿te gustan los panchos?”, y este otro responde “siempre con condón”. A la misma foto le podés agregar un niño del Teletón, el bávaro pibe de La Pasiva devorándose la gigantesca masculinidad de un moreno, un bidet, Ronaldinho con un enema, y así sucesivamente, ad lib.
En el absurdo el cielo es el límite, uno revisa en el enorme baúl y se da cuenta de que no tiene fondo.
Es difícil rastrear en mí los comienzos de aquel humor tan particular, sobre todo porque para tenerlo es necesario que se desarrolle el sentido común. Uno tiene que tener ciertas ideas a priori para ver como se destruyen, y tiempo acostumbrado de exposición para que la sensación pase de ser de horror a desconcierto, de desconcierto a sonrisa, de sonrisa a carcajada, y de niño no hay suficientes evidencias, todo está permitido. El absurdo es un club secreto, un saludo decodificado por el cual se abre una secta con sus ritos de iniciación, sacrificios de vírgenes y comuniones varias. Aceptar el absurdo, a diferencia de la ironía, exige un espíritu sin mangas, menos dispuesto a encontrar respuestas, más permeable a un mundo arborescente de preguntas y sinsentidos.
El absurdo hace una separación tajante entre los que lo tienen o no lo tienen. Su falta ha hecho que mujeres pierdan súbitamente gran parte de su atractivo y que nos amiguemos con personas que nunca creímos entablar conversaciones.
Todo esto conduce a una premisa que parece paradójica pero en realidad no es:
“El absurdo es cosa seria”.
Alfred Jarry, Ionesco, Max Ernst, Picabia eran tipos que de haber tenido la logística, habrían emprendido una sangrienta guerra santa contra el sentido, que se cagaban a pedradas con otros artistas a la salida de los teatros, que podían tirar una cubeta de sangre a un político como performance, que estaban dispuestos a luchar por ese fin hasta las últimas consecuencias (y si no, repasen la vida de Artaud que es un manifiesto hecho carne). La exposiciones dadaístas eran todo excepto cómodamente entretenidas, simplemente graciosas, o sencillamente interesantes. Era un No!, gritado hasta romper la garganta. Como dice De Micheli, "Dadá era una especie de acrobacia volante sin red, era un mode de sentirse vivos en un continuo riesgo intelectual". Ibas a una presentación y te encontrabas con una muchacha vestida de primera comunión relatando versos obscenos, un hacha con la cual se le ofrecía a la gente destruir una escultura de Ernst, o Arthur Cravan borracho, arrojando ropa interior sucia al público mientras que se desnudaba. Esto es lo que me molesta viendo a los últimos avisos que empezaron a inundar la televisión uruguaya y argentina. Lo que antes era un simpático guiño absurdo, una cercana y riesgosa exposición al sinsentido (algo que parecía impensable hace no muchos años), hoy se convirtió en un adherezo, terminando con el aviso uruguayo de los treinta y tres impuntuales. Es decir, el absurdo sufrió su eterno karma, su palabra fue diseminándose hasta dejar de ser un dialecto oculto y chocante, hasta ser un slang aceptado por nuestros compañeros de trabajo, nuestros jefes y nuestras viejas. En el momento en que el absurdo se convierte en un recurso, todo está perdido. Fue algo que sucedió con los mismos parroquianos del Cabaret Voltaire, hubo un momento en el cual la gente ante la súbita irrupción de un tipo armado en una exposición dejó de irse corriendo despavorida y empezó a reírse frente al caño oscuro. Ese fue el fin de Dadá. Efectivamente, como son las condiciones de producción del dadaísmo, Dadá es un tipo muy peligroso para sí mismo. Y esto es precisamente lo que está ocurriendo hoy en día con el absurdo, el absurdo ornamento, ese absurdo que nunca llega a ser violento, el absurdo diet, sugar free, descafeinado. Los primeros comerciales ligeramente absurdos tenían el mérito de agarrar desprevenido al espectador, era un vórtice que acababa con el apriorismo de lo que puede ser un aviso de una bebida o empresa de telefonía celular. Centrándonos en el Río de la Plata, si bien no puede llamársele planamente absurdos, los avisos de La llama que llama, o ciertas propagandas de Quilmes dejaban a la gente sorprendida, rompiéndose todo aquello que exigía una estética y una puesta en escena comercial. Incluso, los primeros avisos de Sprite bajo el lema “La imagen no es nada, la sed es todo”, no tienen mucho que ver con el absurdo, pero de todas formas eran una especie de anti-aviso (aún partiendo de la lógica obvia de que todo aviso tiene el horizonte común de la venta), tirando abajo gran parte de la imaginería de lo que se suponía falicizante, o simplemente deseable. Pero efectivamente, hubo un punto clave en el cual todas las propagandas comenzaron a tener estos elementos, hasta el punto cúlmine de ese pésimo aviso de los extraterrestres que pasan ahora en el canal 12.
Incluso en el mismo ámbito de la programación televisiva hay un elemento que muestra la aparente victoria autocondenatoria del absurdo: Los simpsons fueron suplantando su humor principalmente irónico a cambio de un sinsentido cada vez más incipiente (en este punto se podría decir algo que para muchos es tabú: Los Simpsons fueron adoptando, copiando y reproduciendo el estilo de Padre de Familia, el padre imita al hijo, como una veterana divorciada que se pone la misma mini de su hija)

Todo esta introducción más bien enmarañada conduce a un video que vi recientemente, que me devolvió esperanzas sobre este humor tan vilipendiado.
Revisando blogs, llegué a este post sobre Don Hertzfeldt, un tipo más bien desconocido por estos lares. Antes que nada, dejo el video a su disposición, dando por sentado de que verán el mismo antes de todo lo que venga a decir después.


Rejected es pequeño corto trata sobre una serie de creaciones del director que estaban dedicadas a ser vendidas a ciertas compañías, pero las cuales todas fueron eventualmente rechazadas. Obviamente, de haber sido aceptadas, posiblemente hubieran generado un revuelo similar al de aquellos tétricos avisos de United Colours of Benetton. Hasta los tres minutos finales de por sí, las escenas no tienen desperdicio, generando en mí una risa macabra que hace mucho no sentía. Está la escena de “Only silly hats allowed”, en que aparece un tipo con un sombrero aparentemente normal que luego es masacrado por los otros de una forma más o menos mecánica (esta idea se potencia por el hecho de que el sonido de los golpes es más parecido al de una construcción, quitándole gran parte de su dramatismo), están las geniales y absurdamente sangrientas conversaciones entre dos hombres y el morbo y absurdo llega a su pináculo en el momento de el hombrecito nube que invita a todos a bailar, en una especie de felicidad incorrupta que súbitamente es invadida por un chorro de sangre que sale de su ano. Al comienzo, llega una ligera apreciación con tono de videocasete de libro de Ingles: “My anus is bleeding”. Pero todo el resto de los hombrecitos están entregados a la música, felices, embarcados en velocidad crucero en esa caja de felicidad que abrió el que ahora sufre. Pronto sus apreciaciones más bien inocuas se empiezan a llenar de un dramatismo directamente proporcional al rojo que inunda al cuadro, “¡For the love of god, my anus is bleeding!”, pero los otros están demasiado ocupados en disfrutar, bailando, con una felicidad imperturbable, mientras que el otro se ahoga en su propia sangre. El tema de la incomunicación es bastante recurrente en la filmografía de Hertzfeldt. En su primer film, “Ah, l’amour”, narra las violentas desventuras de un tipo que es prácticamente desmembrado ante cada intento de establecer contacto con una chica. En un principio las monstruosas negativas llegan ante invitaciones a salir, pero pronto las reacciones siguen siendo indistintamente violentas a cualquier tipo de acotación (al punto de pedirle la hora a una de ellas y ser aniquilado al instante). Pero sin lugar a dudas, el video más logrado en torno a este problema de comunicación es Lily and Jim, un video un tanto arquetípico en todo eso de las neurosis de las citas (algo de lo que nos terminaron hastiando series como Sex and the city y Ally McBeal), pero que sale a flote por la increíble capacidad de Hertzfeldt de resumir todo un cúmulo supurante de sensaciones en un par de líneas de expresión (algo en lo que el creador de Perry Bible Fellowship es un verdadero sensei de las montañas), y por la muy buena labor de las voces (interesting Fact: todos los monólogos y diálogos fueron improvisados por unos amigos no actores del creador, sobre los que se hizo el film). Igual, en estos primeros trabajos el tema de la incomunicación se percibe como algo más neurótico, algo de una persona inscripta en cierto circuito simbólico pero de los que no hay coincidencia entre las identificaciones y deseos de las dos personas. Ya en films como Rejected, la cosa es más seria y la comunicación ya no es con el otro en tanto objeto del deseo, sino al Otro referido al mundo simbólico, un problema de comunicación primigenio.
Pero entonces llegan los tres minutos finales de Rejected y todo cambia. Lo que en apariencia parecía una simpática galería de humor absurdo, naïve dentro de su extrema violencia, pega un giro radical, informándonos que con todas las negativas a su trabajo, los dibujos de Hertzfelt comenzaron a destruirse en mil pedazos. En un Apocalipsis de papel arrugado, todo empieza a desmoronarse, el cielo se cae y las mismas hojas, es decir, el marco vital donde están inscriptos los personajes se comienza a desintegrar. En la misma hoja aparece un agujero que va devorando a todos los personajes, los títulos se derrumban como gigantescos edificios y el papel comienza a arrugarse, a devorarse a sí mismo, quedando todo reducido en un último momento, el horror esculpido en el rostro de uno de los personajes, un registro de la dimensión del terror pocas veces visto en un dibujo animado, un grito mudo tan potente como el de la mujer del Acorazado Potemkin, de esos que los sentimos hacer vibrar las ventanas de nuestro cuarto sin necesariamente escucharlos.
Efectivamente, más allá de ser principalmente graciosos, en los films del estadounidense hay un latente sentimiento de amenaza, como algo que espera entre baldosas sueltas el momento justo para atacarnos por la retaguardia. En Billy’s Balloon, similar al film “Los pájaros” de Hitchcock, los globos, ese objeto que siempre simbolizó la esperanza, la impoluta infancia o la libertad (algunos términos de los cuales efectivamente también las aves se apropian), comienzan a atacar a los niños por ninguna razón aparente. En el demencial Animation Show, cualquier intento de hacer una disertación más o menos seria sobre lo que es la animación es invadido por un universo bizarro que, como queriendo amotinar la escena para mostrarse en todo su esplendor, penetra en el mundo, dislocándolo, haciendo hacer cualquier cosa a los personajes. Y entonces comprendemos que ese absurdo no es más que la mano de Hertzfeldt, un Dios inepto que no tiene puta idea de lo que está haciendo, o que es tan absurdamente violento como quién recibió el primer y fundante “No!” de Job (en el fondo, el dadaísmo no es otra cosa que nuevas formas de volver a repetir y gritar ese No! originario). La postura misma del dibujante como Dios se muestra en la menos brillante pero superiormente técnica “Genre”, en donde hay una interacción directa entre la mano del dibujante y un pobre conejo que sufre todos los experimentos de la creación.
Efectivamente, lo que sacude el mundo fraccionado, quebradizo de Rejected no es la sinergia cada vez más incontrolable de sucesos absurdos, como nos trata de hacer creer el director, sino precisamente lo contrario. Es cuando penetra el sentido que todo se comienza a desmoronar, todo ese mundo de objetos y escenas parciales sucumbe ante el vórtice del sentido, como si fuera una fuerza centrípeta que amalgama todo lo aparentemente absurdo de antes (como sucede con las hojas, que comienzan a contraerse, arrugarse, juntando todos los personajes que en un principio actuaban en escenas diseminadas sin ninguna coherencia lógica). Precisamente, al establecer este final Herzfeldt no hace otra cosa que matar al absurdo, dotándole de una función teleológica que no tenía antes. Comprendemos por fin que todo lo divagante, todo aquello que no tenía que ver entre sí, eventualmente estaba al servicio de un destino, ese final tan impactante y hermoso, pero tan cargado de sentido, ese final que acaba con todos esos otros simpáticos personajes que vivían inocente mundo apartado de cualquier coagulante simbólico.
De cierto modo se establece un continuum en lo que se refiere al dadaísmo, algo que creo que Tzara sintetizó en Dada+Dada=No Dada, o conjunto vacío. Efectivamente, viendo este asombroso final, vemos que Dada no puede aceptar ninguna esclavitud, ni siquiera la esclavitud de Dada sobre Dada. En cada momento, para vivir, Dada debe destruir a Dada
“(...) Dadá es el camaleón del cambio rápido e interesado. Dadá está contra el futuro. Dadá está muerto. Dadá es idiota. Viva Dadá. Dadá no es una escuela literaria, aúlla”
Tristan Tzara

Friday, November 02, 2007

We’re all Frankies
En lo que llevo escribiendo, hay un elemento que me ha parecido omnipresente en la mayoría de mis cuentos: los corredores. Por alguna razón, siempre que estoy hablando de una casa, todas terminan por tener la misma fisonomía: el cuarto o el living donde el personaje se debate, y el corredor, oscuro punto de fuga hacia lo incierto. Sería fácil explicar esto por el mero hecho de que en cierto modo, en todos mis cuentos reproduzco la disposición del apartamento donde he vivido desde que tengo cinco años. Sin embargo, creo que la cosa es más compleja aún, ya que los mismos corredores no tienen la mera función de ser escenario de la historia, sino que se vuelven integrantes mismos de la trama, los personajes los transitan y durante sus caminatas elaboran conjeturas, se van dando cuenta de algo, o (y este so ve en la mayoría de los casos) se enfrentan a una dimensión que se les escapa, tan extraña y huidiza que puede resultar terrorífica. Haciendo repaso de esto, me doy cuenta de que todo estos detalles que han quedado marcados a fuego en mi escritura se remontan a mi niñez, en donde un largo corredor (el mismo de ahora, sólo que amplificado por el solipsismo de un niño de cinco años) oficiaba de nexo y separación entre mi cuarto y el de mis padres. Como sucedía gran cantidad de veces, yo me quedaba viendo con ellos la televisión en el living, y eventualmente me dormía, siendo transportado por mi padre a mi respectiva cama, donde la única luz provenía de constelaciones fluorescentes estampadas en el techo del cuarto. La mayoría de mis despertares se llevaban a cabo bajo la luz amiga, el día que entraba por la ventana o (mejor aún), la llamada de mi madre para desayunar (un hábito que he perdido completamente por estos días). Sin embargo, en algunas ocasiones esto no sucedía, despertándome en la profunda noche, con mis ojos clavados sobre unos astros que poco servían de consuelo. Las pupilas demoraban en dilatarse y era mucho después que juntaba el valor para levantarme. El miedo era intenso, y la única manera de superarlo era hacerme un lugar en la cama de mis padres, en donde toda amenaza parecía mucho más difusa. Sin embargo, para llegar a la misma, debía cruzar el corredor, última senda en que todo quedaba sumido a un negro bastante uniforme. La sensación al transitarlo era sólo comparable a algo que me sucedió mucho tiempo después en los pozos azules, en donde fui nadando hasta el fondo de este lago, esperando llegar a tocarlo con los pies, para darme cuenta de que dicho fondo no existía, o al menos se encontraba a distancias inasibles. La sensación de encontrarme de repente, flotando en una masa fría e indiferenciada de oscuridad (el reflejo del sol había desaparecido) era exactamente a ese abrirse paso por el corredor, a tientas, acariciando las paredes como un ciego sin bastón. Citando a un dibujito que me gustaba mucho en aquella época, el corredor era como el puente de Sleepy Hollow, el cual, al cruzarlo uno se salvaba de la persecución insomne del jinete sin cabeza. Lo dimensión del horror en el corredor es algo que ha permanecido tapizando sus paredes. Cuando uno camina en la oscuridad puede sentir el filo del cuchillo a la altura de la espalda, el silencio y la oscuridad dejan lugar a lo indecible esperándonos en los más impensables recovecos. Uno piensa que hay una probablilidad de uno en un millón a que efectivamente, en un rincón sumido en las sombras, nos esté esperando nuestro asesino, pero en la oscuridad ese 1 se agiganta, y el mero juego de las probabilidades se convierte en un tramposo consuelo, porque ese 1, de concretarse, significaría el corazón escapando de nuestra garganta, el terror corporizándose por primera vez en alguien esperándonos en el silencio de nuestros pasos (el mismo miedo que sucede frente a lo que puede yacer debajo de nuestras camas).
Hay una razón específica por la fascinación por las películas de terror en nuestra niñez. Siempre me pareció que el hecho de recurrir a ese masoquista recurso de liberar cortisol hasta los poros, viendo esas escenas que se nos quedan dentro de nosotros como un enjaulado perro infectado de rabia, no es por simple masoquismo, sino como una forma de poner al terror a jugar en nuestra cancha, algo más profundo aún que la simple autoexposición a la fuente del miedo para irnos acostumbrando a él (en realidad acabo de dar una definición de masoquismo con otras palabras diferentes a identificación con el agresor).
Mi padre siempre fue un adelantado a su época, una especie de Marco Polo en lo que se refiere a tecnología. Gracias a sus viajes por Europa y Japón fui posiblemente uno de los primeros niños orientales (uruguayos) en tener Nintendo y Gameboy, y ni vale la pena contar esa absurda pasión suya que tiene hoy en día por celulares que tienen hasta baño incluido. Pero la cosa es que si bien el vhs estaba por demás difundido desde décadas atrás, por fines de los ochenta-principio de los noventa se enmarca la golden age de los videoclubs (un poco después de la fiebre del paddle, bastante antes de la gangrena cyberística), y mi padre era un tipo de contactos, y éramos socios simultáneos de aproximadamente quince de estos establecimientos, siempre teniendo la última palabra en cuanto a un estreno huidizo al que la mayoría de los mortales le resultaba imposible alquilar (si no era en Videoclub Brasil, era en Inti video, si no era en Videoclub Arturo, era en La Botica). Siempre que iba a uno de estos comercios, me dirigía directamente a la sección de “terror”, no sin cierto proceder escurridizo similar al del púber de pelos en las manos que se dirige a la sección de películas condicionadas. Ahí me podía quedar horas, leyendo las contratapas y deteniéndome varios minutos en los rostros de los Critters, los Gullies, Chucky, o aquellos extraños seres llamados los Tremors. De todas maneras, siempre fui un niño más bien emancipado y sabía que todo se quedaba ahí, en la lectura de aquellas contratapas, y recién cuando mi padre me apuraba, esperando en el mostrador con su película bajo el brazo, me dirigía a la sección de dibujitos y hacía un escapista tateti que me terminaba simplificando las cosas.
Haciendo una genealogía de mi exposición al terror hay dos momentos fundacionales:
1)El descubrimiento de aquel espacio televisivo del canal 4 llamado Viernes 13
2) mi amistad con Ignacio Jacobo.
La primera película que vi en Viernes 13 fue “Los cazamonstruos” , película de la que curiosamente sigo guardando la copia, pudiendo ver como joyita tandas publicitarias con alto contenido nostálgico como esa de Jardín las palmas y Grande Pa. Como un primer acercamiento fue adecuado: una película no muy perturbadora, que se enmarcaba más en el género “aventura” que del terror per sé. Sin embargo, no sé si los del canal 4 se fueron zarpando o qué, pero las películas se fueron haciendo cada vez más perversas y (y esto era una novedad) subidas de tono. Es más, la primera vez que vi una teta en la tele (no la primera película “caliente”, que en esa categoría entra incuestionablemente Sliver), fue en una película de viernes 13, que era como una imitación de Carrie pero con muchas escenas de inexplicable lesbianismo. Pero sin lugar a dudas, Viernes 13 se estampó en el inconsciente colectivo de toda una generación de pibes que se sentían mayores por una hora y media, pibes como yo que a esa temprana edad empezaron a probar de la peligrosa droga del desvelo, pibes que comenzaban a darse cuenta de que con ir a la cama de sus progenitores, el miedo no se extinguía, comenzándonos a dar cuenta que no había padre que pudiera vencer a Jason o Freddy Kruger.
El segundo momento se localiza un poco más adelante, y corresponde al año 1995, año en que conocí a Jacobo, un niño nuevo, en apariencia retraído, que de a poco fue soltando historias de terror que le daban una vuelta copernicana al asunto: eran historias que le habían sucedido a él. Mientras todos hablábamos de cosas terroríficas como un teólogo que habla sobre el infierno, Jacobo ya había entrado y salido de él para comentarnos como era. Más allá de que no éramos tan ilusos para creer en todas las historias de Jacobo (en mi liceo había una extraña tendencia de llamar a los compañeros por sus apellidos), decidíamos tácitamente que importaba poco el hecho de que aquellos relatos le hubieran ocurrido verdaderamente o no, ya que cuestionarlo introducía la posibilidad de que se ofendiera y que no nos contara aquellas bizarras historias de vecinos con muñones colgantes en la Floresta, o de sus largas estadías a solas en su infernal casa de Florida. La preocupación de mis padres fue creciendo de forma directamente proporcional a las fotos de tipos como Garavito, Onoprienko, Bundy, El petiso orejudo, Chikatilo o Jeffrey Dahmer, que fueron desbordando mis cajones. El cambio de paradigma fue el descubrir que el terror no era necesario buscarlo, sino sencillamente crearlo nosotros mismos. El acercamiento hacia lo oculto, o hacia la dimensión aterrorizante de lo cotidiano se fue haciendo cada vez más estrecho, incluso manejando la posibilidad de frecuentar cementerios y cosas por el estilo. De hecho, encontrábamos particular placer en asustar a otras personas, como en un campamento en donde nos avocamos a construir pequeños muñequitos vudú y regarlos por el bosque en que los animadores habían tendido las carpas (fuimos unos adelantados a nuestra época, todavía faltaba más de seis años para que se estrenara “Blairwitch Project”). Naturalmente, esas amistades de infancia pronto fueron menguando, y aquella aproximación hacia el mundo del terror fue quedando como sedimentos de un pintoresco período de mi existencia que serviría más de anecdotario que como formador del carácter (o quizás ambos).
Sin embargo, aún hoy algunos resabios de aquellos tiempos han quedado en mí, teniendo una particular predilección por encontrar la sensación del miedo en los lugares más impensados.
Toda este largo anecdotario no es otra cosa que una introducción a mi tardío acercamiento a la dimensión del horror en la música. Hasta no hace mucho, las fuentes de miedo eran buscadas exclusivamente con la vista como intermediario: películas y libros (en menor medida). Luego se amplió a las artes plásticas, ¿Cómo no sentir terror ante la pintura de Inocencio X hecha por Francis Bacon?¿Cómo visitar el museo Engelman-Ost e irse a dormir sin ser perseguido por aquellas esculturas de Hugo Nantes? (terrorífico descubrimiento reciente)
Y finalmente, de la forma más inesperada, llegó ese disco de Suicide, ese disco de imaginería sangrienta y alabado por las personas más disímiles que podría encontrarse, con la canción de un tal Frankie que todos señalaban como el momento más escalofriante de la historia de la música. La impresión-daño que tal canción dejó en mi mente fue el dique roto que permitió el acercamiento a todo un mundo bastante vedado, buscando aquellos temas que pudieran hacerme cagar de miedo, como si una vez más fuera el niño de pijama aventurándose por los corredores eternos de su insomnio.
He aquí tres temas que me hicieron dormir con la luz prendida.

Le volume courbe-The mind is a horse
boomp3.com
Cuando uno le pega un vistazo a esta francesa tan agradable como enclenque, lo que menos puede pensar es que se cagará de miedo escuchándola. La canción que viene acá, es más un tema bisagra parecido a un interludio entre dos hermosas canciones pop, que siguen la línea de un disco con una belleza exótica que juega en los terrenos del misterio. Por debajo de la dulce epidermis de la particularísima voz de la cantante, hay un tejido conjuntivo de inocente malicia, algo parecido a la crueldad de los niños. Esto lo podemos ver en temas como “I killed my best friend”, canción que le da nombre al disco y en donde la protagonista, luego de matar a su amiga y su madre, se pregunta qué va a hacer con todos esos cuerpos, con la naturalidad de alguien que se dirige a la pileta y se pregunta cuánto demorará en limpiar todas las vajillas. Precisamente, lo que hace tan terroríficas ciertas canciones de Charlotte Marionneau, es esa impenetrabilidad, ambivalencia, extravagancia y desapego de sus letras y su forma de cantar, algo que no logran hacerlo bandas más avocadas a asustar, como podría ser Marilyn Manson y todos los ridículos metaleros mucamos de Belcebú, ya que en estos últimos casos, el miedo se vuelve un fin en sí mismo, un producto de intercambio predecible y cuantificable.
El tema que presento es “The mind is a horse”, canción que ya desde su enunciación resulta perturbadora, por lo menos en lo personal, ya que me recuerda una respuesta que leí del Rorschach de una paciente (aparentemente) psicótica, en donde ante la pregunta por lo que veía en una mancha de tinta, respondió “Un gato sentado sobre la mente”. La canción es una grabación de dos minutos, con el sonido omnipresente de un acelerado ritmo cardíaco y un parlamento que parece estar hecho añicos y reconstruido de una forma caprichosa y enigmática, repitiéndose ciertos sonidos que se encuentran en la fina frontera que separa el hálito del gemido. Ese splitting genera una extraña sensación, una incomodidad similar a la de darnos cuenta que un disco nuestro se rayó en determinada parte de una canción, pero sin tener las fuerzas necesarias para incorporarnos de la cama y levantar la púa. Escucharlo con audífonos a un volumen considerable se hace imprescindible, pudiendo sentir cómo esos latidos van envolviendo a uno como una manta mojada, y esos hálitos rítmicos, como si fuese otra dimensión de la palabra de la francesa, muriendo sofocada mientras su voz recita un extraño parlamento. Pero sin lugar a dudas, lo increíble de tal canción es esa voz, esa voz que está más allá de lo dicho, que es a la vez más y menos que el discurso, empujándonos a ser engullidos por las grietas de su críptico misterio

Shoulder of Mutton A-From outside to the inner side abyss
Hacer click acá para escucharlo
Esto es de lo más bizarro que me bajé en mi vida. La mayoría de los temas están precedidos, intervenidos o epilogueados por sonidos de cabras y chanchos, que inevitablemente hacen pensar en los clásicos mitos de imaginería satánica (si bien no se hace nunca específica mención de esto, cosa que paradójicamente podría darnos una mayor seguridad). La primera vez que escuché este tema fue en esas noches de insomnio, donde uno se encuentra entre la tremenda disyuntiva entre ver el video casero de Chachi Telesco o bajar discos de bandas minimal synth polacas de antes de la caída del muro de Berlín. Para los que suelen optar por la última opción, les cuento que en Mutant Sounds tienen música para rato, con un tipo que se hizo una torre de Babel de discos incluso inaccesibles para el melómano en peor estado terminal que alguien haya podido encontrar. La mayoría de las veces que me bajo algo, lo hago en base a la tapa del disco y la idea que me hago del contexto del determinado país (generalmente europeos) en la década en que fue concebido. Fue precisamente así que me topé con Shoulder of Mutton A, una banda para la que no hay Wikipedia que la salve del completo anonimato. Creo que si le diera una guitarra criolla al portero de mi edificio y le dijera que tocara covers de los Smiths en el boliche Machu Pichu, tendría más repercusión mundial que esta banda que estoy citando. Lo único que queda claro, es que formaron parte del corto movimiento de la Neue Deutsche Welle, una especie de movida New Wave entramada en el contexto teutónico de los ochenta. Todo lo demás son hipótesis, sólo tengo estos temas tan extraños como escalofriantes, y las fotos del inlet del vinilo, cuyas imágenes le hacen honor a la música. El collage, por más rústico que sea, me quita el aliento, los integrantes de la banda apoyados en las paredes de lo que me imagino un panteón, con cabezas de vacas suplantando a sus rostros humanos.
El disco entero tendría que estar a su disposición para que lo apreciaran desde su orgánica y feroz excentricidad, pero suponiendo que muy pocas personas gustarían pasar el martirio de treinta y cinco minutos de canciones completamente laberínticas y estrafalarias (un sentido de lo estrafalario muy distinto de la absurdidad festiva de Zappa), les dejo sólo un tema, específicamente el que abre el disco, llamado “From outside to the inner side abyss”, un tema que con sus diez minutos es la epítome de todo el estilo y estética del disco.
Podría hablar largo y tendido de todos los elementos que resultan atemorizantes en una canción tan larga, pero apartándome de mis instintos de intentar abarcarlo todo, sólo bastaría con quedarnos con los primeros minutos del disco, en donde tras un largo sonido de cabras y ovejas, se escuchan unos pasos distantes, que parecen bajar una escalera, de una manera segura y metódica, como alguien que se dirige sin apuro a realizar una actividad en el sótano de su casa. Lo particularmente interesante es que el sonido, distinto a la mayoría de las canciones con cierta puesta en escena, dígase por ejemplo la interesante adaptación de Bonnie & Clyde hecha por Tori Amos, no parte del punto subjetivo del polo activo de la acción (que en este caso supondría que el sonido fuera grabado desde los pasos adentrándose en ese mundo extraño lleno de ecos), sino que se posiciona del otro lado, desde el ser que aguarda en las profundidades del sótano o de la mazmorra, escuchando como son los pasos del otro, y no los nuestros, los que son registrados por la grabación. Este cambio de roles, precipitándonos a una dimensión inactiva, casi amordazada, logra el efecto de sentirnos como un niño escondiéndose de una representación terrorífica debajo de la cama, como si tratásemos de taparnos los ojos para no ser vistos, cuando sabemos que todo es inútil, que efectivamente llegará eso otro a tomarnos por completo. Efectivamente, la larga introducción de esta canción representa fielmente su título, hay algo que viene desde afuera hacia la parte interior del abismo, pero esos pasos, esas botas no son las nuestras, nosotros ya estamos en el abismo hace tiempo, quizás esperando, quizás acechando, o quizás atados a una silla, como si lo que escucháramos fuesen las botas de un militar dispuesto a ponerse medieval con nuestro culo hasta que le digamos hasta lo que no sabemos. Personalmente, yo me adhiero a este último punto, sobre todo por la serenidad y a la vez determinación con que esas botas bajan a por nosotros.
Como había mencionado, la primera vez que escuché este tema no tenía absoluta idea sobre lo que me estaba enfrentando, y ciertamente, el miedo que me invadió todo el cuerpo fue tan grande que tenía hasta terror de pestañear. Una de las cosas que lo vuelven aún más perturbador es precisamente ese completo desconocimiento de la banda, esa idea nula sobre quiénes son aquellos que estamos escuchando. Aún escuchando discos de Charles Manson (he de aceptarlo, un snobismo un tanto morboso), el hecho de saber quién es la persona que compuso los temas nos da una mayor tranquilidad, poder anudar el terror a un rostro determinado nos da cierta garantía, una forma de mecanismo fóbico sobre el cual depositar en el afuera conocido nuestras fantasías más terroríficas. Pero con bandas como ésta nunca estamos seguros de lo que se proponían, de si lo lograron o no, de cómo fueron grabados, dónde y de quién eran esas botas. El miedo se forma como una nebulosa de sensaciones intensas sin encontrar representación, y no sabemos si acabamos de presenciar una muy lograda puesta en escena o si fuimos espectadores de un hecho abominable.

Suicide-Frankie Teardrop
boomp3.com
Nunca en mi vida, ya sea por medio del celuloide, la pintura o experiencia personal, algo me asustó tanto como Frankie Teardrop. Es de las pocas cosas que puedo considerar incontestatable de la música, ajena de solipsismos y puntos de vista.
Con este tema Alan Vega se convirtió uno de mis cantantes favoritos, no por su técnica o polenta (algo en lo que no sería probablemente el caso más axiomático de estos puntos), sino en la capacidad de lograr generarnos emociones extremas en el acotado terreno de una sola canción. Nadie, nadie ha gritado igual que Alan Vega, ese primer corto grito que satura los parlantes, que aparece como un latigazo desde las profundidades, tan intenso como una mano agarrándonos el tobillo debajo de nuestra cama. Y después el grito definitivo, luego que Frankie le dispara a su hijo en las costillas, ese grito que ha hecho a más de una persona sacarse súbitamente los audífonos, pálida de miedo (recuerdo el rostro de DEG, era muy divertido anticiparse a aquel momento tremendo, viendo cómo el tipo escuchaba sin esperar aquel aullido erizante). He probado escuchar este tema en varias condiciones: con luz, a oscuras, con la televisión prendida, escuchándolo mientras caminaba por 18 de Julio, en el auto, acompañado, solo, y la única conclusión que puedo sacar es que nadie sale ileso de Frankie Teardrop. En cierto sentido secuestra nuestra alma y siempre que escuchamos a Vega se nos hiela la sangre, tirando por tierra a Pavlov y todo eso del acostumbramiento al estímulo.
Me basé en este tema para escribir el siguiente pasaje de una novela inconclusa, que creo que ilustra bastante claro la idea que quiero expresar:

(…) Fue hermosa la noche en que suicidamos al bar. Ahora, bajo la lluvia de agosto todo parece hermoso, pero creo que aquel sábado realmente fue de aquellos momentos que puedo considerar como auténtica felicidad. Fue alrededor de las dos, estaban realizando una versión libre de “A puertas cerradas”. Iban por la escena en que Inés le declaraba su amor a Estelle. Un tiempo después supe que fue la mano de David sobre uno de los tapones, pero en aquel momento todo oscureció, de repente, como si fuera la corporización de una profecía, el séptimo sello, la profunda oscuridad, la música, los rostros, todo se había ido. Varias voces, nervios, sólo las brazas de los cigarros, como luciérnagas rojas en la profunda noche. Algunos comentarios, las hipótesis de los ilusos, creyendo que todo era parte de la obra. David puso el disco de Suicide, estaba todo planeado:

Frankie Teardrop,

me atrevo a decir que tenía una idea de lo que iba a ocurrir. La voz de AlanVega, el sexo desnudo y crudo como una fantasía de Burroughs, la secuencia hipnotizante de aquella batería que suena como grillos de metal, los dientes mordiendo la lengua,

Twenty year old Frankie
He's married he's got a kid
And he's working in a factory

He's working from seven to five
He's just trying to survive
Well let's hear it for frankie
Frankie Frankie

Well Frankie can't make it
'Coz things are just too hard
Frankie can't make enough money
Frankie can't buy enough food

los nervios, voces de mujeres usando lentes sin aumento, preguntando qué era todo aquello. La voz temblorosa de Alan Vega, la oscuridad impenetrable, uno, dos minutos, las voces que no se animan a desvestirse del murmullo, la batería electrónica, todavía algo de plasticol pellizcando dulcemente nuestros brazos y nuca,

And Frankies's getting evicted
Oh let's hear it for frankie
Oh Frankie Frankie
Oh Frankie Frankie

Frankie is so desperate
He'e gonna kill his wife and kids
Frankie's gonna kill his kid
Frankie picked up a gun

Vaho seco, dedos tiemblan sobre mesa, ya habíamos escuchado la canción varias veces, pero en el esternón, en los brazos, en las tripas, seguía la espera frenética tal como la primera vez. Como un río asomándose a una cascada, tal como plantea la pequeña historia de la canción, Frankie había tomado el arma, era cuestión de esperar, ver cómo en su pequeño apartamento de cerradas cortinas venecianas, las paredes de un segundo a otro iban a ser manchadas con sangre. Los que ya la habíamos escuchado, los que intentaban no prestarle atención hablando más fuerte, los que ni siquiera tenían nociones de inglés, todos sabíamos en el fondo que iba a ocurrir algo terrible, algo hondamente abominable.

Pointed it at the six month old in the crib
Oh Frankie


El primer grito, corto pero hondo como las profundidades en que nos habíamos sumergido, los parlantes cedieron por un momento, pero pudieron sostener la saturación del chillido.

Frankie looked at his wife

Shot her

Aaaaauuuuuggghhh!!!

Llega el gran grito, como plasticol lo sentimos resonar en nuestro estómago, rasparnos por dentro con lija en mano, unas leves náuseas. Como cuando te metés caballo, el corazón estaba a punto de estallar

Oh what have i done?"
Let's hear it for Frankie


Se comenzaron a mover las sillas, las mesas, algunos murmullos, creímos sentir a una chica llorando. Las brazas se apagaban, eran como estrellas fugaces desintegrándose en la atmósfera de la mesa, o cayendo como meteoritos al suelo, el zapato aplastándolas, no hay riesgo. Los cinco sentados detrás de la barra, las cuatro paredes de La caja negra seguían sudando oscuridad, y a los costados, arriba y adentro seguía la voz de Alan Vega, Frankie había matado a su esposa y a su hijo, ahora le tocaba a él, Frankie’s living in hell, we’re all Frankies. Lejos de nosotros, incapaz de ver nada de lo que ocurría, se escuchaban pasos, perdones y permisos, vasos caerse, toses, cierres subirse, caricias de cuero y jean, aire agitado y revuelto, pero espeso como nata en nuestro océano negro. La canción comenzó a desvanecerse, como si el infierno en que todos estábamos comenzase a apagarse. David levantó la llave de luz que había bajado, nuestros ojos se enceguecieron, nos costó comenzar a ver el cementerio que quedó después de la gran oscuridad. Nadie estaba ahí, como epitafios anónimos se levantaban botellas de Pilsen, vasos, cigarrillos, sillas caídas, camperas y bolsos olvidados en la desesperada huída que, como cadáveres sin documentos, nunca serían reclamados. Las butacas color carmesí seguían mirando al escenario, todavía quedaba ahí una cama que había sido utilizada para la obra, un harapo sudado y manchado con maquillaje. Se quemaron las bombitas, la luz blanca se desvaneció amarillentamente y todo quedó en una penumbra azul, como la luna vista desde el fondo del océano. No nos atrevimos a decir nada, nos sentamos en el suelo, dejamos correr el disco de Suicide, todavía quedaba un poco de Plasticol para compartir. Casi nadie volvió a La Caja Negra.