Tuesday, December 16, 2008

Seis fotos
Hace unos meses me cambiaron el celular por un tema de contratos de Ancel y no sé qué otras cosas. Mi padre me anduvo hablando de mp3, blutuz, y cosas por el estilo, pero yo le mantuve que mientras siguiera marcando números y no causara inminente cáncer en los huevos nos íbamos a entender. El celular es un Nokia, y más allá de cierto comportamiento esquizofrénico (llama a la gente por sí solo, vaya uno a saber por qué), me quedé bastante conforme con la compra. Fue recién al mes de tenerlo que empecé a ampliar su espectro de usos, utilizándolo como cámara fotográfica. Por supuesto, las fotos que se pueden sacar con un celular (y con la mayoría de las cámaras digitales) son medias pedorras, pero de alguna forma me ha servido para capturar ciertos momentos, o ciertas imágenes que se suelen desmigajar en mis recuerdos. Tengo cámaras más caras (que igual tampoco son la gran cosa), pero cuando las cargo siempre tengo una sensación de peligro, que me hace perseguirme bastante de que me la roben. En cambio, con el celular, ni me preocupo. Lo interesante es que el celular siempre lo llevo conmigo, lo que me permite sacar fotos en situaciones completamente ligadas al azar. Cuando tengo una cámara posta en mis manos, nada interesante me suele suceder, como cuando uno era chico y se quedaba esperando sorprender a Papá Noel atrás del arbolito.

La siguientes son seis fotos que más que fotos, son disparadores a situaciones que me ocurrieron, y obsesiones sobre las que anduve rondando estos días.
Así que, antes que nada, la fotos no persiguen ningún fin artístico, són más frasquitos de formol que fotos en sí, así que no me vengan hablando de Mar Ray, Philippe Halsman, o Weegee.

Kamikaze
Un jueves, luego de enterarme que una paciente había reingresado al Vilardebó (por tercera vez en un mes y medio) me encontré en el centro sin otra cosa que hacer que volverme a mi casa. Estaba agarrando por Tristán Narvaja hacia 18, cuando extrañamente se me ocurrió pasar por facultad (extrañamente, porque no suelo caer en facultad sin una buena razón). Es período de exámenes y el patio de facultad está sumido a un razonable desierto. Miro sin mucho interés algunos posters de jornadas psicoanalíticas (un gesto que más que verdadero interés es una coartada, ya que son jornadas a las que posiblemente nunca iré) y cruzo el patio, no encontrando nadie excepto a Kamikaze. No sé mucho cuál es el diagnóstico, pero Kamikaze armó una suerte de circuito, alternando entre la facultad de psicología y el centro diurno del Vilardebó (para los no uruguayos, el principal hospital psiquiátrico de Uruguay). Es un tipo bastante particular, las primeras veces que lo vi usaba un sombrero de vaquero y cargaba su guitarra como si fuese una extensión de su cuerpo (y cuando uno habla de apéndices corporales en psicóticos, aquello no es metáfora). Nunca quise amigarme del Kamikaze, principalmente por ser un mangueador casi terminal. Siempre que lo ves necesita un peso, un peso para pagarse un ómnibus, un peso para comprarse una medialuna en la cantina de la facultad, un peso para llamar a una mina que conoció en la plaza de los bomberos, un peso para no tener nueve pesos y llegar a la decena. Mucha gente me ha comentado que los últimos días de Eduardo Mateo fueron medio así, todo el mundo le huía porque lo primero que hacía, casi indiscriminadamente era pedirte plata. A uno siempre le tienta colocar a todos los artistas locos dentro de una misma categoría (El Ars Brut, Outsider Art, o como corno quieran llamarle), sin percatarse que es una bolsa que está llena de agujeros, siempre a punto de desgarrarse. En general la gente piensa a la locura como un plus para llegar a ciertos estados de conciencia diferentes al resto de la gente, pero en realidad, tal como sucede con el uso de alucinógenos, si bien los multiplicadores de la realidad han servido de mucho en ciertas producciones, nunca se podría decir que la obra es producto exclusivo de aquello (sería sacar todas las pesas del recipiente del artista y ponerlas en el recipiente de la droga, cuando la cosa en realidad es mucho más compleja). De la misma manera que tomar ácido no te convierte en Jerry García, ser loco no te convierte automáticamente en Van Gogh. De hecho, una triste verdad personal que me ha tocado ver es que la mayoría de los locos suelen estar descendidos en muchos terrenos, y suelen estar apegados a aspectos ultraconvencionales en sus ramas artísticas –desde la puerilidad de pacientes que sólo dibujan casas con flores y solcitos, a tipos que toman prestado el discurso médico mesiánico y hacen canciones de cuando estaban mal, y cómo Dios o los médicos lo salvaron.
En muchos casos, lo más creativo que les he visto es su delirio mismo.
En el caso de Kamikaze, siempre lo vi haciendo covers de Sabina y cosas por el estilo, por lo que nunca lo tomé completamente en serio en cuanto a su creatividad.
Di una vuelta más y no encontré a nadie. Me estaba yendo cuando escuché una canción que estaba saliendo de la guitarra del Kamikaze. Era una canción extraña, que generaba un estado de ánimo particular a través de una curiosa combinación de acordes mayores y menores. Tenía una extraña cualidad de no permitirte saber si era una canción feliz o triste. Podía ser una celebración de la infelicidad o un duelo de la alegría. O algo así. La cosa es que me quedé junto a Kamikaze, mientras tocaba aquella canción y el tipo me percibió al lado suyo, pero como quien percibe a una paloma a unos metros de sus pies. Termina la canción y Kamikaze se me queda mirando y le digo “es un buen tema Kamikaze, de dónde lo sacaste". Se ríe y me contesta “ese tema es mío”. Yo digo “ah, mirá que bien, me gustó ese tema”. (La verdad es que me gustó realmente ese tema, lo que digo es sincero, por más que me reprocho al oir mi voz, que por momentos parece al de una maestra de escuela). “Tenés otro tema?”. “Sí, ¿tenés un peso?”. La contrapregunta era esperable y desenfundo dos pesos como quien le paga a un artista callejero. Me dice “Esta última todavía no está terminada, me tengo que fijar en la letra”. “No importa, tocala y vemos cómo sale”. Se ríe ensimismado y comienza a tocar. Toca con los ojos cerrados, vocaliza exageradamente, la guitarra no ayuda y los dedos no aprietan bien entre algunos trastes, los acordes son luminosos y a la vez suenan a podrido. Mientras la canta me quedo leyendo la letra escrita en un cuadernito, una caligrafía bastante ordenada, con las G, F, y G# como sombreros sobre cada versito. No me acuerdo mucho de la canción, pero en cierto momento dice algo como “y me sacaron a caminar/por las calles de la ciudad/y ella apareció/y orea”. Es un buen tema, y la última palabra me intriga. Le pregunto qué significa orea, y como si fuese un padre ante la pregunta de cómo nacen los bebés, sonríe cómplicemente y me dice “es un estado de ánimo”.
De la nada aparece el Barón de la Laguna y Seba y sorprendido por mi suerte de encontrarlos, nos quedamos hablando los cuatro. Al Kamikaze ya lo habían saludado y le piden que toque otro tema. Se pone a tocar uno, pero pronto nos damos cuenta de que nos está cagando y está tocando uno de Calamaro, con un acento extraño que lo hace parecerse más a Bunbury. Kamikaze tiene una venda que le cubre toda la frente. El barón de la laguna le pregunta a qué viene esa venda y Kamikaze responde que se golpeó el otro día, queriendo saltar un banco. Nos quedamos viendo la venda y concordamos en que mete mucha onda. “Ahora que la veo, es como la de Karate Kid”, comento, y El barón de la laguna y Seba se ríen, pero Kamikaze se ríe más, una risa de entusiasmo llena de tropezones. “Habría que hacerte unas letras chinas, ahí serías mismo Kamikaze sam”. El tipo se emociona y dice “Ahjajaja, sí, jaja, espérenme un cacho, ya vengo”. Entra a un cuarto que oficia de sede de gremio estudiantil y vuelve con un drypen azul en la mano. “Dibujame, dibujame”. “No me acuerdo mucho las letras chinas, estuve algo de tiempo en Japón, pero no me acuerdo mucho”. “No, dibujame...¿viste la estrella de David?”. “Sí, claro”. “Dale, eso, dibujame eso”. “¿Estás seguro?”. “Sí, sí, la estrella de David, la estrella de David haceme”. Como si fuera alguien hablando con su futuro tatuador, me exige que primero le muestre en un cuaderno a ver si sé hacerla. Rápidamente le hago los dos triangulitos superpuestos y el loco queda re emocionado. Me da el drypen con una extraña solemnidad y me acerca la cabeza. Lentamente, le hago los dos triángulos azules. Ni bien se lo terminamos de hacer, nos cagamos de la risa y el tipo se va a ver en el reflejo de los vidrios de facultad. Pasan unas minas del gremio y les pregunta qué les parece. Ellas, sin saber mucho qué decir, le responden que le parece original. Kamikaze sonríe y les pregunta si no tienen un peso.
Se acerca Seba y me dice:
-Qué ficha el Kamikaze…
-Mientras se mantenga lejos de Pocitos está a salvo.

Anal-retentivo
Yo siempre fui un neurótico, pero al menos un neurótico felizmente sucio. Nunca me habían molestado de sobremanera no lavarme las manos, y no andaba controlándome las veces que me bañaba (eso más o menos lo decidía la grasitud de mi pelo). Llegaba de los ómnibus y con total tranquilidad metía la mano en un envase de pepinillos y me comía dos o tres, chupándome el vinagre que me quedaba entre los dedos. Abría las puertas de los baños públicos, y solo a veces me lavaba las manos (más por la novelería del secador de manos, que por verdaderos impulsos higiénicos). Me sentaba en la calle, me iba a dormir con la ropa puesta, me despertaba y seguía mi vida al día siguiente, con la misma ropa del día anterior.
Hace unos meses mi padre introdujo el civilizador invento del alcohol en gel. Ya lo había visto en la casa de María (su madre es odontóloga y tiene un dispensador particularmente grande), pero la idea de tenerlo en casa me parecía demasiado lejana. No fue necesario comentárselo dos veces, y fiel a su espíritu impulsivo, mi padre no dudó en comprarlo. La cuestión es que desde que se introdujo dicho producto a mi casa –y sobre todo por lo práctico que es en eso de que se te seca a los pocos segundos- comencé hacer su uso coextensivo a todas las actividades que vinculaban a mis manos. Iba al baño y me pasaba el alcohol. Llegaba de facultad y también me untaba las manos. Todo iba más o menos bien -y limpísimo- hasta el otro día que fui a una panadería que queda al lado de mi facultad. Se me ocurrió comprar una milanesa al pan, y entonces me di cuenta que tenía serias reticencias de hacer la compra. No demoré mucho en darme cuenta de que no quería comer aquello sin lavarme las manos. Por supuesto, no había alcohol en gel, jabón, ni nada por el estilo en varias cuadras a la redonda. Terminé obligándome a comer la milanesa, sin poder evitar reconstrucciones de los acontecimientos del día, en que vinculaban mis manos en actividades como agarrarme del pasamanos, manejar billetes, señalar una vidriera, atarme unos cordones que se arrastraron por medio 18 de julio.
Antes era más fácil y nunca me había enfermado.
Como dice el gran Robyn Hitchcock, A happy bird is a filthy bird.

Musas anónimas
Nunca fui un tipo de modelos. Deben haber contadas excepciones, pero la casi totalidad de mis musas provienen del mundo cinematográfico, y ocasionalmente del musical. En Argentina, el modelaje parece, Tinelli mediante, cada vez más imbricado con el mundo de las vedettes -que resulta un handicap, la verdad. Por otro lado, las modelos europeas siempre me parecieron demasiado cadavéricas para mi gusto.
Más allá de esta cuestión personal, cada tanto encuentro a una modelo al azar que me termina por resultar particularmente atractiva, generalmente perdida en alguna revista vieja de peluquería, o en la publicidad de un ómnibus que va demasiado rápido como para sacarle una fotografía o retenerla en la memoria. Tal evanescencia me genera una particular obsesión, porque uno en general -salvo con las más famosas- se da de lleno con su anonimato, y no tiene a su disposición medios como la internet como para tener más material de dicha persona. Ya lo he dicho varias veces, tengo un extraño afán de coleccionista, y cuando hay una mujer bella de cuyo nombre no sé nada, me viene la angustia de alguien que escucha un hermoso tema en la radio, sin saber quién ni cuando lo hizo. Uno se acerca a un amigo y le dice “es uno que en una parte la guitarra hace un riff onda ta-ra-ta-ta-ta-ta-ta”, generalmente recibiendo el desconcertado rostro de la otra persona, con una mueca que colinda con lástima. Bueno, es lo mismo con esas musas anónimas. La lista es algo escueta, no suele ser algo que surja muy seguido, pero cada tanto aparece una. Había una modelo de Complot de hace unos años –me enteré que era brasilera- que aparecía mucho en el abusivo material de propaganda de la Rolling Stone. Ahora, en ciertos ómnibus hay una musa de Kosiuko –una marca que siempre se había caracterizado por teens escuálidas y sin gracia- que es indudablemente perfecta –de esas perfecciones no aburridas, que tienen un plus que uno vaya a saber cuál es- como si fuese una versión más angelical de Kate Moss y con una extraña expresión de cansancio, o espera, o algo entre los dos. Y también está la mina de los bronceadores L'Oreal, cuya imagen adjunté arriba. El laburo fotográfico no es de los mejores, incluso el rostro quedó captado de una forma imperfecta que lo hace ver notoriamente asimétrico, como si tuviera más hueso y carne de un lado de la cara que del otro. Sin embargo, hay una extraña esencia perversa detrás de un rostro originalmente virginal, que da en cierta tecla que me la hace sentir tremendamente atractiva. Por alguna extraña razón, las marcas de bronceadores, dentro de un subject tan sexualizado como el de untar el cuerpo semidesnudo de personas con lociones, nunca se vio tan contaminado de erotismo. Hay como un subcódigo que dice que ser sexy con aceites de motores está permitido, mientras que con bronceadores es tan explícito que es algo grasa. Vaya uno a saber por qué, pero es exactamente lo que me parece atractivo de la imagen. La foto resalta más el abdomen que las tetas. Incluso, la malla es particularmente pacata, blanca y pura, como cubriendo por las dudas toda la escena púbica, no sea cosa que se escape algo. La posición es bastante estática y no tiene mucha onda, pero hay aglo que sí funciona en el rostro, o más bien, los ojos, o quizás el subtexto entre los ojos y la boca. Parecería que en su origen hubiese sido una foto de prueba, de descarte, como esas que se toman de improviso segundos antes de que se pueda ensayar una pose. La magia de esa expresión radica en las mismas razones por las que considero la tapa del Adventure, de Televisión, como una de las mejores portadas de todos los tiempos. En esa foto todos andan mirando al suelo, rascándose el cuello, embarcados en cierta inseguridad radicalmente opuesta a lo que se espera dentro de los cánones del rock (el rocknnnen). La foto del bronceador funciona (o, por lo menos, me funciona), por la misma razón, sólo que a la inversa: detrás de una escena sin gracia y pacata, hay algo en la tipa que te invita a más.
Llego a la peluquería de María y me pongo a vichar algunas revistas. Hay una Rolling Stone que me la leí casi íntegra, y me fijo sin muchas ganas en algunas Paparazzis, y una Semanario. Pasa el tiempo pero el brushing de una rubia con el pelo esta la cintura se extiende más en tiempo más de lo que tenía pensado, y agarro una Bla. No hay nada muy interesante y paso las hojas sin ninguna particular deferencia. Ahí es que veo, en la última carilla, una foto en blanco y negro a Francisca Valenzuela y Fernando Cabrera (supongo que en los bastidores del Solís, en ese toque que dieron hace unos meses). Es extraño, pero la fisonomía de Valenzuela me parece atractiva por más que las larguiruchas nunca –ni por asomo- fueron de mi gusto. No sé qué será, pero viendo fotos como esta otra, pienso que a lo mejor me atrae cierta geometría que mantiene la cabeza de Valenzuela con respecto a su cuerpo. Dos brazos acá, dos hombros allá, la cabeza colocada como una estrella de arbolito de navidad, algunos colgantes, el pelo invariablemente alto, como el mastil de un barco. A en función de B, perfecta simetría, x queda despejada: Tautología. Me agrada la cara, la forma en que la cara está en función del cuerpo de Valenzuela por cierto formalismo, el mismo formalismo que me hace ver (salvando las distancias) el particular rostro de Monica Vitti como algo tremendamente atractivo.
Y extrañamente, siento a Francisca como una tipa que podría ser mi amiga, de esas amigas que te comienzan a generar problemas semiológicos.
Ahora revisando las revistas de la peluquería, recuerdo una revista bastante gorda que tenía fotografías de matrimonios de famosos en los setentas. Entre pantalones campana y camisas con hombreras, había pareja que me había llamado por completo la atención. Era una mujer con el pelo recogido, los cachetes bastante marcados, unos ojos tan dulces como tristes, como los de Bárbara Lombardo. La tipa usaba un sacón de paño, si no me equivoco, su esposo al lado de ella parecía un tarado, de esas personas de relleno que se encuentran a montones. Pensé que era una mujer para quedarse tomando un café, a esa que la admirás en ciertas actividades nimias, como el hombro saliéndose del buzo al agacharse para buscar algo, o su rostro concentrado al rascar algo que está manchando un vidrio. Por un momento pensé en arrancar la hoja para llevármela a mi casa (con una pasión entomóloga, como si fuese otra mariposa disecada para la colección), pero aquello me pareció un acto digno de un enajenado, por más que nadie se fuera a dar cuenta. Al final lo dejé a la suerte, y pensé volverla a mirar un día como estos. Ahora me doy cuenta que la revista ya no está más. Pienso en si la tipa habrá sido feliz con el douchebag de la foto, y ahora pienso que aquellos cachetes deben estar arrugados, y la tipa probablemente sea una veterana comiendo masitas con sus amigas en un cafetín de Callao, pensando irse con sus nietos a su casa de veraneo en Bahía Blanca.

Whoregasm
Uno tiene más o menos claro que los sets pornográficos no son precisamente el ambiente con mejor onda del mundo, pero uno –aún lejos del artificio exultante y pseudo glamoroso que nos hacen creer Ron Jeremy y los AVN Awards- siempre tiende a pensar que tampoco es el espectáculo dantesco que mantienen los más fervientes antagonistas a dicha institución. Luego de ver Porn’s most outrageous outtakes, mi posición se tambalea un poco. El documental –Darío, quien me lo recomendó, dice que es una poderosa muestra de Cinema Verité-, más que documental es un detrás de las cámaras sin mucho editar de sets pornográficos. Si bien se puede ver explícitamente lo que sucede, las cámaras por primera vez no están tan interesadas en captar penes y vulvas, sino que se quedan fijadas a los rostros de los protagonistas, alguna mueca de un iluminador, las instrucciones del director, los kleenex que limpian el cum entre escena y escena. Dependiendo del caso, uno por momentos piensa que es tan divertido como se imagina, y a la vez, tan horroroso y degradante como otros mantienen. En general son extractos de producciones mucho más caseras (nada que ver con los megaproyectos de Vivid), más artesanales y con actrices menos conocidas, por lo que los directores se permiten ciertas libertades que en otra circunstancias no se podrían tomar. Hay actrices que están tan drogadas que no pueden mantenerse en pie, hay una mina que al participar en un gangbang con cuatro morenos revive un sueño en el que era violada por un negro, entrando en un extraño estado de shock que mezcla a su maquillaje corrido con lágrimas -y otros fluidos corporales-, hay pendejas que buscan hacer unos pesos y las meten a hacer gagging order sin que supiesen que habían firmado para eso, y así una serie de galería de atrocidades que cada tanto se corta por momentos de delirante ridiculez, como una verdadera piñata en una escena de bukkakes, y momentos de extraña ternura de los directores hacia sus actrices.
En ese juego de claroscuros, hay un momento que me pareció completamente deslumbrante, una extraña sutileza que vale por todos los documentales y libros que se hayan filmado o escrito sobre la Blue Industry. Una actriz está en plena escena cowgirl con un tipo y llega a un orgasmo. La siguiente escena te muestra a la tipa detrás de las cámaras. Está llorando por algo que nadie entiende. Le empiezan a preguntar y la tipa explica que se siente culpable por haber terminado mientras lo hacía con el actor. De ahí se comienza a tejer la madeja y la tipa explica que siente aquello como haberle metido los cuernos a un novio, a quien ama profundamente. Los tipos la consuelan y los detrás de cámaras desembocan en otra cosa completamente diferente, como si hubiera sido una cosa de lo más insignificante. Para mí, es algo interesantísimo. Cómo es que funciona la culpa. Después de todo, el pene ya lo tenía adentro, pero el sexo tiene poco y nada que ver con penetraciones. No es la penetración, sino la ficción, esas pequeñas historias que se cuenta uno mismo durante lo real del acto lo que lo vuelve una relación sexual. En tanto ella era actriz y gemía y se contorneaba de acuerdo al plan de un director, aquello no podía considerarse en absoluto un engaño. Pero entonces algo se desató, como esquivando una mulita en el medio de la carretera, la rubia pegó un volantazo y se fue a la banquina. Se lo vino venir, mejor dicho, se vio venir y no pudo hacer nada. Miro de vuelta esa escena y concluyo que la culpa es exactamente eso, un país en guerra, cercado por mojones invisibles.

Tatuajes
Pez Rabioso se va a hacer las cuatro barras de Black Flag en el brazo izquierdo.
Le pregunto si lo puedo acompañar cuando se lo haga, ya que es algo que nunca hice –sí acomopañé a amig@s al psicólogo, al dentista, a resolver un problema con su pareja, a comprar un colchón, a depositar plata en un banco y a comprar sustancias psicoactivas, pero nunca a hacerse un tatuaje-, pero Pez Rabioso me dice que Callico (el famoso tatuador de 26 de marzo), por cuestiones de disposición del local, no permite mirar su laburo, por lo que la espera sería tremendo follón.
Llega un momento en la vida de todo chico –al menos, en los nacidos después de 1985- que somete a análisis seriamente la opción de tatuarse. Yo soy tan indeciso con esos temas, que probablemente nunca encontraría un elemento que desearía que me acompañara el resto de mi vida. Lo más cerca que estuve de marcarme con tinta fue cuando tenía dieciséis años y pensé hacerme la famosa insignia de Tolkien, procastinación a la que estoy muy agradecido, ya que habría elevado mi nerdez a niveles insostenibles. Nunca encontré nada frente a lo que me asociara tanto, ni algo que estuviese en tal sintonía estética como para tatuarme. Si tuviera que hacerme uno, posiblemente me haría la tapa del Amanecer búho en el brazo derecho, no sólo por el hecho de haber sido Buenos Muchachos una banda que me regaló momentos muy importantes en los últimos años, sino también porque los búhos fueron imágenes que me acompañaron desde chico –mi padre era jugador de fútbol de Tecos, y abundaban las figuras de tales seres alados en toda mi casa-, y porque, sencillamente, es un dibujo muy lindo (y si me pongo new age, las lechuzas representan la sabiduría y todas esas mierdas...). Pero igual, nunca me haría un tatuaje.
Y de esto estoy seguro a la hora de ver tatuajes como los que se pueden ver en la sección del basurero de la página oficial de Callico. Difícilmente me haya reído tanto en los últimos meses, hay monstruosidades que no se pueden entender cómo alguien se animó hacérselas, tatuajes que dejan parado a un recluso del INAU como Leonardo da Vinci, indudables productos de noches de borracheras y arrepentimientos matutinos. Hay una troja de fotos con los comentarios más graciosos que he leído en mucho tiempo, pero sin duda entre los mejores está el “retrato del che version manga con corte de pelo de cumbia (años 90) o mullet y patas de tarántula agarrándole el habano”, y “cabeza de jesus rasta con exagerada barba candado flota enojando mientras desarma su collar de perlas”. Péguense una vichada, es realmente de lo más gracioso que he leído, y lo hacen a uno sentirse algo contento de tener brazos y espalda ink-free.
La foto adjunta arriba es de los respectivos brazos de Hiram (líder de Psiconautas, Uoh y miembro de Relaciones Sexuales) y Pau O’Bianchi (cantante de 3 pecados, Millonesdecasasconfantasmas, RR.SS. y andá a saber qué más). Prestar particular atención al tatuaje carcelario de Pau, la consumida serpiente enroscada a la elefantítica espada de mango corto, con una expresión que no se distingue entre la risa y la inminente mordedura.

18 y Yaguarón
Tras una muestra más de la morbosidad de mi insomnio (habría que hacer un estudio de las horas de sueño desaprovechadas en función del apogeo del youtube), me desperté el martes a eso de las doce y cuarto del mediodía, apuradísimo por ir a terapia, que empezaba a la una. De cierto modo, los martes y viernes he construido una suerte de rutina que se basa en levantarme, agarrar La diaria –me llegan sólo los martes y viernes- y tomarme el 121 (casi siempre haciendo todo esto como una creación de George Romero).
Iba a ser un día como cualquier otro, hasta que me fijé en la sección cultura. Un artículo de JG Lagos hablaba de dos libros de Roberto Apprato, uno de ellos llamado 18 y Yaguarón, libro cuyo título capturó mi atención (y luego sabría por qué), por lo que seguí leyendo. Fue ahí que mientras lo leía, comencé a sentir algo entre enojo y asombro -más que enojo, frustración, más que asombro, miedo. JG Lagos estaba hablando de una novela que yo había estado escribiendo durante todo este año. (Explicar las coincidencias entre lo que he estado escribiendo y la reseña que leí significaría hablar de lo que yo espero escribir, o a lo que esperaría llegar en mi escritura, es decir, tendría que elaborarles una especie de manifiesto de cómo tendría que ser leída mi novela, cosa que me resulta algo ridículo y rimbombante, por lo que me voy a limitar a decir que compartía con Appratto cierto marco teórico, y el hecho de que la mayoría de mi historia se desarrollaba en, nada más y nada menos, 18 y Yaguarón). De algo estaba seguro, ni Apprato ni yo nos habíamos leído nuestros respectivos trabajos. Mi novela –o lo que hace unas semanas me ha empezado a gustar llamar novela- estaba celosamente guardada en un archivo word que nunca salió de la computadora. Appratto la debe haber guardado en un cajón, un montón de hojas de computadora escritas a mano, o vaya a saber uno qué. No había leído ningún material suyo, salvo una reseña que se le había hecho a otro de sus libros, Se hizo la noche. La idea de una posible telepatía comenzó a invadir a mis hipótesis, y por un momento comencé a temer la borgeana posibilidad de comprarme el libro, leerlo y descubrir que comienza exactamente igual al mío.
Al día siguiente a tal hallazgo, sin quedarme otra, decidí comprarme el libro.
Por suerte, fueron pasando algunas cuantas carillas y terminé tranquilizándome, al ver que el libro no era tan parecido como me lo imaginaba. Sí puedo encontrar ciertas cosas en común, pero no era la coincidencia anuladora que me aterrorizaba. Pero he aquí la curiosidad: el libro no era igual al que venía escribiendo, pero sí retomaba algo que me venía obsesionando en los últimos meses –sobre todo, desde que empezó la primavera. Básicamente podría decirse que todo el cuento se basa en la espera de un semáforo en rojo en la famosa esquina que corta al Centro de Cordón. El protagonista consigue un libro de Adrián Iaies y comienza a pensar sobre ciertas coincidencias y qué significa realmente ese disco y esas canciones, qué significa el hecho de haberlo buscado tanto tiempo y encontrarlo en ese preciso momento, cómo se puede encontrar el coagulante entre aquella noche que lo escuchó en un auto de Carmelo, y ahora que se lo acababa de comprar. Pero ese cuestionamiento no se queda exclusivamente en eso, y desemboca en una disección analítica de qué significa 18 y Yaguarón, qué significa la calle más allá de su condición de calle y su nombre –que a pesar de ser sólo un nombre cambia todas las cosas-. Appratto emprende esa empresa con tal convicción, con tal lucha a uñas y sudor con y contra el sentido que por momentos parecería que estaría por llegar a una verdad, una verdad a la que ningún filósofo había llegado: qué significa estar en determinado lugar, en un preciso momento. Es tal la introspección que por un momento pareciera que te hiciera un agujero en la dermis del mundo, para mostrarte, entre muchas sombras, vapores y chirriantes engranajes, el sistema de relojería suizo que está detrás de nuestros telones.
Unas semanas atrás me estaba yendo de la casa de María. Lugano es una calle empedrada y a la altura de 19 de abril se levantan unos cuantos jacarandás, que, justo antes de llegar el verano empiezan a largar furiosamente todas sus hojas, encharcando de lila las angostas veredas y parte de la calle. En esa esquina uno se enfrenta al Jardín Botánico, con una linda residencia de ancianos (si la conjuncion de ese adjetivo con tal sustantivo es posible) a su derecha, y una extraña casa de ladrillo a la izquierda. En esa casa había un viejo tomando un te, recostado con algo de dificultad en una hamaca. El día no estaba muy soleado, más bien se generaba una extraña sensación plástica en que el cielo nublado, curiosamente oscuro, volvía más fosforescente el lila de los jacarandás. Después también me percaté que en 19 de abril el follaje de los árboles era particularmente verdoso, y me llegué a preguntar si me pasaba algo en la vista. Fue en ese camino cuesta arriba hacia Suárez (con las garitas militares de la casa presidencial viendo cómo un tipo caminaba mirando hacia arriba), que me comenzaron a invadir una serie de extraños pensamientos de corte místicos o panteístas que nunca me habían venido. Nunca fui consumidor de hongos, ni nada por el estilo, pero aquello lo sentí como un extraño viaje. Caminaba con la cabeza apuntando al cielo y mientras miraba a los árboles mecerse por el viento sacaba conclusiones como “estos árboles están acá desde antes que yo naciera, hasta qué punto son meros espectadores y no actores de todo esto”. Convengamos que tales tipos de razonamientos no son tremendamente originales, y por momentos parecen medios hippie-pedorros, pero lo que me impactaba no era la naturaleza de las conclusiones, sino la forma que me aferraba a ellas, la idea de que realmente viendo aquellos árboles estaba entendiendo algo que nunca antes supe conocer. Y después vino un olor del aire que me hizo acordar a una casa de artesanía que iba cuando era chico. El recuerdo es sencillo, pero conservo una extraña cantidad de elementos satélites que son indisociables a tal construcción. Tendría cinco años, era un día feriado y yo estaba disfrutando del dibujito de Las cazafantasmas, un programa que no podía ver por mis horas preescolares. Recuerdo que mis padres me dijeron que tenía la clase de artesanía. Recuerdo una bufanda y un aire otoñal que es el principal salvoconducto que me lleva a tal cadena de imágnes. Y me acuerdo del lugar, una casa con un fondo tapizado de hojas, un altillo con luces amarillentas donde trabajábamos con arcilla y esas cosas. Recuerdo que se hizo de noche y que quise hacer en arcilla un salón de baile donde bailaba Icabot en el dibujito de El jinete sin cabeza, que tanto me gustaba y daba miedo de niño. Y también me acuerdo de mi abuelo yéndome a buscar, un golpe que se dio en la cabeza, mi impresión imaginándome el dolor del golpe con el techo de ladrillo en esa calva tersa, el pequeño pozo que le había quedado por un injerto de piel que se tuvo que agregar a la pierna, tras la extirpación de un tumor en su pierna. Todo esto me venía, más bien, siempre me viene cuando huelo aquel olor del aire. El olfato es el sentido más colindante con el inconsciente. El oído y la visión están sobrecodificados, y el tacto y el gusto comparte con ellos la capacidad de conseguir un objeto intermediario para recrear determinada sensación en el momento que se precise (uno siempre puede volver a probar antiguos manjares, uno puede –dentro de lo posible- volver a tocar la misma superficie). En cambio, el olfato es pura evanescencia. Prácticamente no hay forma de aprisionar los olores, tal como pretendía Jean Baptiste Grenouille en Perfume, esa película romanticista media exagerada pero algo interesante que salió hace poco en el cine. El olfato es algo caprichoso, y se aferra a olores muy diversos, que no suelen ser encerrados en fragancias. Por esa misma razón, ciertos olores están como en una periferia, sin poder ser recreados, sino que se presentan cuando ellos quieren, como ese olor fresco que sentí en ese trayecto de una cuadra por 19 de abril. Siguiendo con estos devaneos metafísicos, por un momento llegué a la conclusión que ese olor era suficiente para recrear un momento particular, y que en cierto punto podía demostrar que pasado y presente no están tan escindidos después del todo. Por un momento llegué a pensar que incluso si indagaba un poco más, podía descubrir una suerte de máquina del tiempo, pero este es un pensamiento que se daba de lleno contra una puerta cerrada, invisible.
Es en este sentido que vuelvo a Appratto. El tipo comienza a tejer una serie de razonamientos, una introspección exhaustiva que por momentos está a punto de revelar, abrir esa puerta que yo apenas llegaba a intuirla. En la página doce del libro dice: “Estar en el centro es como no estar en ninguna parte, es el comienzo de un relato que va hacia atrás, traza un dibujo en el que unos puntos se destacan, sólo por un segundo, ocupan un lugar y luego desaparecen para que aparezcan otros. Es el pasado que insiste en que lo miren de otra anera (…) el espacio de las veredas deja tiempo para pensar. ¿El pasado? Todo el centro está en pasado, todo es el pasado. Al pensarlo se abría otro espacio, una serie de escenas: me veía caminando a la vuelta del IPA para tomar cerveza en la esquina; con mi padre, en La Sibarita, comiendo un churrasco con huevo frito y papas fritas; en un bar de enfrente con tosa la clase del loce; entrando al cine Trocadero y pagando la entrada ahí; a la izquierda; esperando el ómnibus en la parada que está delante del otro cine; cruzando las carteleras de El Día; entrando en la falería Yaguarón para comprar un regalo; subiendo las escaleras de Jaque, arriba del palacio Díaz. Cada una de esas escenas es una lectura de 18 y Yaguarón, una lámina coloreada apenas, para que yo reconozca detalles de su presencia, pero no sólo de su presencia, sino de lo que eran para mí. Es como pasar de la indiferencia a la diferncia y concentrarse. En ese punto, como veo ahora, la luz disminuye”.
Todo aquello es como una búsqueda desesperado por trascender lo simbólico y llegar a agarrar lo real, pero en el fondo sabemos que aquello es como cazar majuga con las manos.
Ahora estoy esperando al 522, en la parada de 21 de setiembre en frente a Patio Biarritz. Huelo el mar, veo el cielo al borde de la noche y escucho Out of this world de The cure, y sé que está por venir una nueva cadena de asociaciones. Y verdad, no existen historias, en el fondo las historias es una forma de trabajar la materia prima desordenada que nos llega de un continente que ni siquiera conocemos. Hay gente que le llama azar, otros que le encuentran causas místicas, religiosas, económicas o psicológicas, yo sencillamente pienso que hay un espacio entre medio, un nudo, una equis perdida y bastarda que une a esta canción del Bloodflowers con esta tipa desconocida que está sentada al lado mío en la parada, su campera de nylon violeta y sus jeans oscuros, no la mina dentro, sólo la campera de nylon violeta y los jeans oscuros, un punto invisible que la une por sus prendas a la canción, a este olor a mar que viene de la rambla con See Jungle de Bow Wow Wow, y a la vez con esos afiches que había en el Dickens cuando todavía era un brillante alumno de inglés, con esos afiches: Candbridge, Oxford, tipos haciendo windsurf, Stonehage y ese jueves que no tuvimos clase porque no fue nadie, esa película que nos hicieron ver porque no fue nadie, Borrasca blanca, el puerto al que los jóvenes marineros de Borrasca Blanca van al inicio del film y un dibujo que había hecho antes de ir a clase, dos niños mayas cabalgando un rinoceronte, la historia de dos niños mayas que hacían travesuras en una Centroamérica llena de rinocerontes, jugos boom y una noche que le pregunte a mi abuelo qué significaba censura, pensando que era una palabra sexy, cuando la palabra censura no tenía que ver con ningún alemán, y mucho menos con gobiernos o medios de prensa, cuando la palabra censura no era nada más que eso, una palabra escrita en un afiche en el cual aparecía una calavera fosforescente agarrándole el cuello a una tipa.
Y cosas como eso.

Thursday, November 20, 2008

No tan Buenos Aires

The hungry and the hunted
Explode into rock'n'roll bands
That face off against each other out in the street
Down in Jungleland
Bruce Springsteen, Jungleland

Don’t try to be a hero, me repito ni bien pongo los pies en la terminal de Buquebús de Buenos Aires. Me sorprende haber entrado sin ningún chequeo. De hecho, ni siquiera pasé por migraciones, lo cual vuelve las cosas extrañamente excitantes. Pienso que tranquilamente podría salir a la calle Córdoba, disparar tres tiros a la espalda de un empresario y volver cruzar el charco de regreso. El vidrio del lugar se mantendría estoicamente resquebrajado por unos segundos, y luego se desplomaría, ahogando los gritos de yuppies y comensales de aquel lugar que salen del lugar en esas corridas gachas que siempre me resultaron tan graciosas. Yo me iría caminando, mezclándome entre la gente, arrojando el revólver con la tranquilidad de aquellos gangseteres de películas, que se vuelven y se meten en cachilas negras estacionados en segunda fila. Si la policía investigara, no habría nada que pudiera incriminarme, yo nunca estuve en Buenos Aires. Reviso por vigésimo cuarta vez la mochila, tres remeras, un calzoncillo, un pantalón, medias, el libro “Vírgenes Suicidas”. En un sobre de Rumbos efectivamente está mi pasaporte y los cien dólares para arreglarme en la jungla de neón.
A diferencia de las anteriores veces que viajo a Argentina, en esta subyace la idea de que aquello no va a ser precisamente una aventura. Es una visita puramente teleológica: ir al Personal Fest--> ver a Mars Volta--> de paso pispear algo de REM. Hace unos días el novio de una prima mía me había comentado lo bien que la pasó en el toque de Dave Matthews Band, realizado en esa misma orilla, no hace más de un mes. Había tenido noción de aquella presentación, pero por alguna razón no se me había movido un pelo. Ir a aquel toque nunca figuró en mis planes, aún contando el hecho de que por aquella fecha mi calendario estudiantil –y mi bolsillo- estaba bastante holgado. Pero no hice nada y prácticamente me había olvidado del asunto, hasta que en aquel cumpleaños me puse a conversar con el novio de mi prima. Me comentó sobre la lista de temas, el swing del baterista, lo avejentado que está Tim Reynolds, cómo se suplió la ausencia del saxofonista, muerto no hace mucho. Yo escuchaba todo aquello con una sensación de extrañeza, como si fuera un preso al que se le cuentan los asuntos cotidianos, sin poder evitar sentir aquellos cuentos de libertad como abstractos, demasiado lejanos. La tristeza que me invadió una vez de regreso a casa, mientras digería la industrial cantidad de sándwiches de Las gaviotas que me había comido, no era un reproche por habérseme pasado, ni siquiera por sencillamente habérmelo perdido. No, lo que más me jodía es que en realidad aquello no me importaba demasiado. Era la tristeza de aquel amigo al que se va dejando de llamar, de aquella canción que ya no logra erizarte la piel, de aquella mina que te gustaba que te la cruzás por la calle, quedándote hablando con ella y encontrandola mucho más fea de lo que recordabas. Todo aquello era un miedo similar al que comenzaba a sentir por The Mars Volta. Los últimos discos –si bien el último está bastante bien- están muy lejos de la altura de los primeros dos, dejándole las llaves de la casa a Omar Rodríguez López, un tipo que sin una persona manipulando el carretel, se le va demasiado la moto.
Compararlo con los primeros toques de los Sex Pistols en el Lesser Free Trade Hall de seguro es algo exagerado, pero, al menos para mi acotado grupo de amigos, en un marco en el que MTV era el único standard asimilable –al menos para nosotros, ignorantes chicos sin hermanos mayores de buen gusto-, la primera vez que vimos a Mars Volta tuvo un efecto bisagra similar. Eran las entregas de los MTV Latinos y posiblemente todos en nuestras casas esperábamos desganados otro premio inventado para que se lo ganara Shakira, Juanes, o bolsas de humo por el estilo, cuando Zack de la Rocha presentó a esa banda de apariencia setentosa (afros, camisas abiertas, jeans tan ceñidos que parecían tatuados en los muslos). Uno ve aquella presentación y no se le acerca a otras presentaciones netamente superiores de la banda de El Paso, pero aquella performance nos resultó tan intensa, tan diferente a todo lo que conocíamos, que no pudimos procesarlo, se instaló como un trauma, sin saber si aquello era bueno o malo. El día siguiente, a eso de las 7:30 de la mañana todos entramos a la misma clase, y sin decirnos siquiera hola, nos miramos nuestros ojos exaltados y dijimos “sí, yo también lo vi”. Desde ahí, la idea de verlos en vivo, incluso ser aquel moreno al que Cedric Bixler le quitaba los lentes, se había convertido entre nosotros un mito fundacional, algo frente a lo que considerábamos demasiado lejano, casi imposible. Ahora, luego de llamar a Jorge y coordinar un punto de encuentro (Librería Ateneo, Santa Fé y Callao), el miedo de un brazo con poros cerrados comenzaba a invadirme de nuevo.

Camino por la calle mirando para muchísimos lados porque tengo el I-Pod al mango y temo que no escuche un auto y me atropelle sin más, con esas cebras que a diferencia del respeto que se le tienen en Uruguay, los porteños se lanzan como leones hambrientos. Hay algo que está mal. Lo presiento, el corazón me late en la muñeca, el bruxismo y un tic a la altura de la mandíbula amenaza con dejarme completamente desdentado. La sensación de peligro se vuelve inminente, y pronto comprendo que se debe a cuatro cosas:

1) Haber dormido cinco horas de las últimas cuarenta y ocho. Durante el viaje estuve sobregirado, sin poder dormir, aprovechando esa última descarga del sistema simpático para leerme ochenta carillas de Las vírgenes suicidas. Recién me rendí a los últimos diez minutos, por lo que quedé entre un estado de sueño y vigilia que desorienta un poco. Las cosas parecen al borde de efectuarse, los pensamientos parecen explotarte en la cara, uno siempre está a escasos pasos de llorar, cagarse de la risa o encajarle un piñazo a alguien, sin tener mucha idea de por qué 2) Todo el viaje estuve escuchando música. This Heat, La Hermana Menor, Bruce Springsteen, Funkadelic, Sex Pistols. No he escuchado un solo ruido humano desde que llegué a la ciudad porteña, por lo que todo parece sumido a un extraño sentimiento de irrealidad, como si sólo cuatro de mis cinco sentidos se hubieran tomado el Buquebús. En una película muda, la falta de sonido parece aplanar la imagen. En el caso de llevar tu vida tapada por una banda sonora, el entorno, más que enmudecer, parece ser hablado por otro, generándose entre la ciudad y la cabeza de uno, esa otra extraña sensación que se da cinematográficamente al ver una película con problemas de lip-sync
3) Al punto anterior, agregarle que todo el camino por Córdoba esta musicalizado por Johnny Rotten y cía, y por primera vez –como pasa con una persona que tiende a entender las cosas demasiado tarde- me doy cuenta de la dimensión de lo que dice Greil Marcus en Rastros de carmín, sobre la primera vez que se escucharon temas como aquellos. Greil Marcus decía que aquello no era simple rebelión, era algo que desconcertaba y hasta daba miedo, algo frente a lo que la gente pensaba si aquello realmente estaba ocurriendo, como quien ve una explosión, o un catastrófico choque de autos, sin animarse a mover, sólo viendo cómo salen los cuerpos ensangrentados de los acordeones metálicos. Es difícil escuchar Bodies e imaginársela en 1977. Realmente es una canción jodida, tan jodida que aún hoy resultaría incómoda –sobre todo a Tabaré Vázquez-, más aún si uno la escucha de la perspectiva de su propio idioma (nunca nos va a impresionar tanto como a los ingleses en esa época, porque no es lo mismo escuchar She don't want a baby that looks like that/ I don't want a baby that looks like that/ Body, I'm not an animal/Body, an abortion, que en español). Después de los Pistols llegarían Jesus Lizard, y algunas cuantas bandas de metal noruego que hablan de garcharse a bebés por la tráquea, pero desde una perspectiva histórica, aquello es tan jodido que es difícil imaginarse qué pasaría si uno lo pusiera a volumen bien alto, en una casa de Parque Miramar.
4) Buenos Aires en sí, desde su misma histeria, para un diminuto y neurótico Montevideano, es una ciudad intimidante. Esa necesidad de buscar el deseo del otro, a diferencia de Montevideo, que parece más que nada gritar No! en cada esquina, puede trastornar bastante a uno. Me subo a un taxi y cruzamos la 9 de julio. La avenida es tan ancha que por un instante, uno siente que se le va a cerrar sobre sí mismo como un libro, aplastándolo como una desprevenida hormiga. A su vez, el automóvil avanza a unos sesenta kilómetros por hora que en la calle se sienten como ciento veinte, surcando tetas de tres metros de diámetro, coronadas en afiches de comedias de revista en numerosos edificios. Así, semi-dormido como estoy, por un momento tiemblo ante la idea de que un afiche gigante de Florencia de la V cobre vida, destruyendo la ciudad a su paso al mejor estilo Motra.

El conductor no tiene muy buena pinta. Me quedo con la vista clavada en una araña que tiene suspendida en el reverso de su mano. El otro día había visto Promesas del Este. Muy buena la película. Mortessen le funciona como un relojito a Cronemberg. Pienso en aquel material extra que venía con el DVD, un mini documental sobre tatuajes carcelarios, en los que hacían un corte semiológico, explicándote el significado de los más comunes. Justamente, en el inventario aparecía la araña, que en el caso de caminar para arriba significaba que el ladrón seguía cometiendo crímenes, y si caminaba para abajo, ya se había retirado. A ver, en este caso camina hacia abajo, me quedo tranquilo, el tipo no me va a hacer nada,
¿Dije eso?
El estado de semi vigilia me asalta la duda de si estaba pensando aquello en voz alta, pero el conductor ni se inmuta, lo cual significa que probablemente no haya dicho nada –o que el tipo se haga el boludo, para desquitarse después, quien sabe. En una calle aleatoria de Santa Fé le digo que me baje, y el tipo amistosamente me dice “Son * pesos, maestro” (*me olvidé cuanto era). Le doy la plata, y calculando mal la transformación de monedas, me doy cuenta que le dejé como veinte pesos –uruguayos- de propina.
Si fuera por mí, hubiera seguido escuchando música, pero el I-Pod se terminó dejándome solo, habiéndosele descargado toda la batería.
Buenos Aires ahora se convierte en una ciudad tridimensional.
Camino un poco y me voy metiendo en algunas galerías y librerías. Busco Historia de las drogas (los tres tomos gordos) de Escothado, pero nadie los tiene. Hay una camiseta de Nueva Chicago, pero me parece que es medio gastadero, para las otras cosas que tengo pensado comprarme. Entro en La quinta avenida y se me cae la baba con los discos que hay. NEU! 2, Thank you for mental illness, The Modern DanceI ofren dream of trains!!!. No puedo ocultar mi exaltación al borde del meo, pero los precios son violentos, y considerándolo bien, podría comprar aquello via internet y me saldría mucho más barato. Luego de hacerle veinte preguntas al tipo, le pido que me de el nombre de la tienda y me pregunta si soy de allá. Le digo que no, y resulta que el tipo también es uruguayo, pero extrañamente, no quiere conversar nada de aquel lugar. Abraxas, la tienda. Me voy caminando, viendo como la tapa del disco de Robyn Hitchcock se comienza a hacer cada vez más chica a medida que me alejo, como si fuera una novia a la que ve perderse en el tren desde mi andén.
Le pregunto a dos veteranos sobre la Bond Street y ninguno sabe dejarme instrucciones claras. Camino un poco más y veo a dos minas con pinta de ser fans de Miranda!, y demostrando que mi target sigue bastante ajustado, me lo dicen con la naturalidad de quien va para allá dos veces al día.
Es un jueves, pero yo recuerdo a la Bond Street más llena. La última vez que había ido, aquello era un hormiguero de emos, darks con borceguíes ortopédicos, minitas kitsch ansiosas por tatuarse una estrellita en la nuca. Ahora –por lo menos a las cinco y media de la tarde- no hay casi nadie, dos gordos peludos con camisetas de Iron Maiden y Megadeath, una veterana con cara de haberse matado a efedrina, tres chicas liceales con la corbata aún puesta ojeando unos piercings entre risas anticipatorias, y dos tipos comunes, sin nada con lo que calificarlos. Las tiendas siguen siendo más o menos las mismas. Busco alguna camiseta –en otros años, las compras de indumentaria casi exclusivamente las realizaba en aquella galería-, pero pronto el descubrimiento de que no hay nada que me interese ponerme de ahí se me revela como un mensaje que va mucho más allá de lo meramente indumentario: las camisetas son las mismas de siempre, aquellos mensajes graciosos, elocuentes, ingeniosos que siempre me había gustado llevar, pero ahora no me generan nada, es más, miro los diseños con cierta incomodidad, como quien se mira en fotos un peinado suyo demasiado atado a una época determinada. Paso por las galerías y sigo sintiendo una extraña sensación de decadencia, pero pronto comienzo a pensar que quizás no es la Bond Street, sino yo el que cambió. Estoy por comprar una camiseta del Goo para mi hermana, pero solo tienen large. En una tienda de discos me compro a buen precio el Funeral, de Arcade Fire. Estoy casi rindiéndome, cuando voy a una tienda de comics arty que siempre me había gustado. En la tienda una tipa de unos treinta y pico me pregunta si andaba buscando algo en especial, y le contesto sin mucha esperanza, “Algo de Julie Doucet”. La tipa me conduce a una esquina de la tienda y de ahí saca “Diario de Nueva York”, otro libro que no recuerdo y otro de los diarios, pero este organizado como una agenda, con trescientos sesenta y cinco días detallados con ese puntillismo casi barroco que caracteriza a la canadiense. Ya había comprado casi sin fijarme el precio una liadísima edición de “La sociedad del espectáculo”, y el precio de los libros de Doucet me descorazona un poco. Mientras le comento lo mucho que había buscado material de la canadiense, la mujer me pregunta “Vos no sos argentino, no?”. (Cuando tres personas en una hora te preguntan si sos extranjero, de seguro algo mal estás haciendo). Le revelo mi procedencia, y me dice que siempre había querido ir a Uruguay, que de hecho el dueño de la tienda es uruguayo, y siempre le dijo de ir con ella. Yo sigo medio cruzado, con una sensación de pródromo a un panick attack fulminante, y le digo algunas cosas medias erráticas sobre las diferencias entre Buenos Aires y Montevideo, y la necesidad de visitar a Uruguay bajo sus propias normas, teniendo que ir en plan de ciudadano, más que de turista, para apreciarlo plenamente (intentaba hacer un repaso mental de mi anterior post, pero largo frases inconexas muy poco claras). Salgo del local y vuelvo a entrar, para preguntarle si por casualidad tienen el “Please Kill me” –que no, no lo tienen, pero sí les queda uno llamado “Please eat me”, que es sobre hardcores veganos, o algo por el estilo-, y para ofrecerle colocar mi libro en alguna de sus bateas. La tipa accede sin ningún problema y me pregunta a cuánto quiero venderlo. Le respondo “al precio que a vos te parezca, no voy a volver a acá, no te voy a reclamar ninguna plata”. Ni bien lanzo mi respuesta, noto aquella frase como muy dramática, casi fatalista, y la tipa me dice “bueno, tampoco para tanto, che”. Le digo que lo ponga a un precio sumamente accesible, y decide marcarlo a quince pesos. Le digo que si le parece bien, a mi también me parece bien. Me despido y la tipa se me queda mirando como un bicho raro, mirando el libro y comparándome con el tipo de la solapa de Caja Negra, que sentado en un escalón y mirando para el costado parece un poco más seguro, esperanzado, o sereno.

Espero a Jorge en Librería Ateneo. Es mi tercera vez ahí y se termina confirmar mi suposición:
Librerías como Ateneo, son a la literatura lo que los Blockbusters son al cine:
Montañas y montañas de nada.
No sólo es incómoda como librería, sino que tienden a llenarte el ojo con una estantería con cincuenta ejemplares del mismo libro de Paul Auster, mientras que de Bukowsky –que tampoco estamos hablando del inconseguible Razones Locas, de Alencar Pintos- sólo tienen (a duras penas) Mujeres y La senda del perdedor. El resto, estanterías y estanterías de libros de autoayuda, ediciones paquetas de los mejores fotógrafos, Arte y Diseño, libros para turistas sin mucha imaginación, una sección de literatura argentina que tiene veinte mil libros de Sábato, y apenas dos de Lamborghini.
Enojado por aquello, me dispongo a esperar a Jorge en la puerta, cuando me lo encuentro, empilchado con ropa de oficinista.
Agarramos para abajo y nos tomamos unas cervezas en un bar bastante familiar. Traen una buena picada, cortesía de la casa, y a medida que tomo, siento que por primera vez en el día las cosas se van ordenando por sí solas, como quien deja asentarse una masa. Como si hubiesen sacado a Buenos Aires de una licuadora, para dejarlo reposar en la heladera.
Lo que queda del día pasa rápido: subte, ómnibus a Flores, casa de Jorge, familia de Jorge, delicioso sushi nunca antes comido en restaurante japonés escondida, jugar a contar judíos en Flores, corto descanso, noche en San Telmo.
Es temprano, pero le digo a Jorge que si no vamos a San Telmo a eso de las doce y media, probablemente me duerma o me desmaye en el cuarto. El auto de Jorge surca bastante veloz un Buenos Aires todavía medio dormido- medio despierto (tal como yo, confiado en el cinturón de seguridad). Jorge mantiene a rajatabla el fascismo beatlero, mi capacidad de elección sobre la música del auto se limita entre Macca, Lennon y Harrison. Fiel a mis gustos, elijo el All things must pass y le comento, sólo por hacer daño, que los Beatles sin George Martin no hubieran sido nadie.
San Telmo está tranquilo, todavía es temprano y sólo está relativamente exultante en la plaza principal. Vagamos por las callejuelas y terminamos en un bar llamado Libido, que de libido en realidad no tiene nada, perdido en una esquina, vacío, con un aire a los cuadros de Edward Hopper. El precio está muy bien, Jorge pide una Stella Artois y yo un Jameson. Los pure malt se me convirtieron en un fetiche en estos últimos meses. El mozo llega con un vaso ultra cargado, que por lejos supera todas las normas en cuanto a medidas, lo que es una muy buena noticia. A medida que tomo, el cuerpo se me afloja. Me he dado cuenta de que todas las cosas que hago se vuelven mejores si tengo dos whiskies arriba. Eso sonó a discurso de borracho, pero realmente, las cosas adquieren otro orden. La felicidad y la tristeza, la excitación y la desidia, la risa y la seriedad, lo lúdico y lo intelectual, todo es mejor, tiene otra dimensión con un poco de whisky arriba.
Día D. En el camino al Personal Fest, la muchedumbre bastante bien arreglada se entremezcla con huestes rollingas, indiferentemente vestidos de negro, lo que los hace ver como un híbrido entre fans de Viejas locas y My Chemical Romance. Resultan un cuerpo extraño, al menos para el perfil que uno espera en base a las bandas que van a tocar. Es ahí que en determinado punto nuestros caminos se bifurcan, y ahí me informan que, a escasas cuadras, hay un toque de Ratones Paranoicos. Habíamos quedado en encontrarnos con unos amigos de Montevideo en la puerta: Pez Rabioso, El barón de la laguna y El cápsula, que se estaban hospedando en el dudoso O Rei, hotel de treinta pesos la noche. Como es de esperar, los pibes no llegan a tiempo y nos tenemos que meter, por miedo a que los Volta empiecen sin nosotros. En el camino me encontraré por primera vez con Hiram, vocalista de la uruguaya Psiconautas, que, antes de decirme hola me pregunta si tengo porro, al servicio de un ademán reconocible formado por el arco entre el dedo índice y el pulgar.
En el cacheo de la entrada me preguntan si llevo drogas conmigo, y por un momento pienso decirle “tengo un par de supositorios de opio en el culo, si querés revisame”, pero prefiero hacerla fácil y digo “no”. "Mejor, entonces", me responde el security.
Me ofrecen la bincha corbata, pero no la acepto. Pronto los poco comunes fucsia y violeta se convierte en colores primarios.
Jorge y yo tratamos de hacernos un lugar como podemos en la muchedumbre que se agolpa esperando el show de Mars Volta. A nuestras espaldas, en el otro escenario, Emanuel Horvilleur canta que si no puede ser con ella, mejor querría hacer algo con su hermana. Me sorprende que con todo, ante semejante mariconeada, no hay reacciones particularmente violentsa de ninguno de los que están esperando a Bixler, Rodríguez y compañía.
Me encuentro por segunda vez a Hiram, quien está quemado porque la tripa no le está haciendo efecto del todo. Con Hiram, todas las historias comienzan y terminan con “estaba/mos re entripado/s”. Los Psiconautas, junto a IMAO, son esos tipos que hacen de su cuerpo una propia tabla de disecciones, que comen o se toman todo lo que crece del pasto, y que, tarde o temprano a este ritmo se convertirán en mártires de los estudios de la psicodelia sobre el cerebro humano. Hiram en especial, es como un niño, pero drogado. Mientras que mi experiencia con triperos no suele ser la mejor, con Hiram la cuestión sigue manteniendo un aspecto lúdico que nunca termina por enmarañarse con tratados místicos, resultando sus cuelgues historias muy entretenidas, dentro y fuera de su cabeza. Unas horas después, me encontraría con mis amigos de facultad, y me contarían el surrealista viaje en el Buquebus a las tres de la mañana, con Hiram jugando a un Tetris y gritando “Esto no es el Tetris, esta música y Bonus no estaban el original!!!”, y luego, completamente entripado, gastándose ciento cincuenta pesos en la maquinita del Metal Slug del Elaida Isabel.
Trompetas de duelo con acentos mariachis abren el show, aparece Omar Rodríguez López y Cedric, con unos rulos que pasaron el limite de lo perdonable, llegándole a la mitad de la espalda. La banda comienza con Drunkship of lanterns. En una serie de movimientos muy bien coordinados llego a la segunda fila. Durante todo el tema (más o menos media hora), las avalanchas de gente se convierten en una amenaza concreta, en donde la vida de uno parece realmente puesta en juego. Uno termina intelectualizando dichas oleadas, encajándolas dentro de cierta secuencia como Papillón en la Isla del Diablo. Por momentos creo aguantar, pero en ciertos puntos, la presión –tanto de atrás como por delante- amenaza con aplastar mi caja toráxica, vencer mis costillas y dejar todo lo que es recubierto por ellos como una torta aplastada dentro de su caja. El intenso sol no ayuda, y tengo que lograr ver como puedo, con unos lentes que se empañan con mi sudor y los de otros. Al terminar el tema y comenzar Viscera Eyes, siento necesario irme un poco para atrás. Mi rostro está completamente desencajado, y la gente se me aparta, por miedo a que los ataque o les vomite encima. A cierta distancia prudente puedo apreciar el toque. Es un concierto particular. Parezco procesar las cosas de otra manera, no las incorporo auditivamente, sino que todo permanece atado por lazos visuales, imágenes que se me quedan tatuadas en el cerebro, como la figura de Omar Rodríguez López reflejada en el bombo y trepidando ante cada golpe, Cedric parado en un amplificador mordiendo como un pitbull unos cobertores que colgaban de las luces. La gente se emociona, grita, se sabe las letras desquiciadas de los tipos. Viendo al público, los reconozco como una población bastante sincera, de esa gente que se cuelga con los solos, sin preocuparse cuál será la nueva película de Herzog, o qué dice o qué no dice la nueva nota de la pitchfork. En un mundo donde los hipsters crecen como una plaga, los solos de guitarra salvarán al mundo.
El toque termina y tan ensopado como satisfecho me vuelvo tambaleando a una zona de descanso donde vuelvo a encontrarme con Hiram, quien, completamente pasado por sudor como yo, me mira con los ojos a punto de salir de sus cuencas y me dice aguaa, no tenes aguaa, me estoy deshidratando!!!!.
Toca Bloc Party, pero estoy demasiado ocupado en restablecer mis funciones vitales. De pura casualidad, me encuentro con mis amigos. Saludo a Pez Rabioso y lo encuentro hablando con Ariel Minimal, a quien se le va extendiendo una simpática pelada franciscana. Pez Rabioso me cuenta que se tomaron el mismo subte, quedándose hablando con el Ariel de El Loco Abreu.
Luego de dar unas cuantas vueltas, esperamos a REM, teniendo que observar en las pantallas gigantes el triste espectáculo de Kaiser Chiefs, con un gordo que en sus intentos de arengamiento a la gente parece tan inefectivo como un líder de Bariloche entre una jauría de pendejos cachondos.
Del toque de REM saco en limpio un par de cosas. Anduve leyendo los resúmenes de aquella presentación en varios blogs. A diferencia de ellos, no me emocioné, y mucho menos me sentí al borde de las lágrimas, pero la presentación la admiré desde otro punto de vista, uno técnico, una envidia sobre el gigantesco frontman que es Michael Stipe. Nunca en mi vida vi alguien que cubriera de manera tan increíble el escenario, todos sus movimientos, hasta el mínimo arqueamiento de cejas era parte de una megacoreografía, que envolvía a todos los que estábamos viendo. Objetivamente, Stipe abrió el itinerario del perfecto demagogo y amplió los recursos hasta puntos nunca antes visto, pero por alguna razón, aquello no resultaba incómodo, hasta uno llegaba a compartir sus esperanzas, en esa promesa tan difusa –aunque al menos es un consuelo- de un mundo distinto sobre los hombros de Barack Obama (se llegó a poner una imagen del, en aquel momento, candidato, en la pantalla gigante). En ese manejo de los tiempos y el espacio estriba la diferencia entre la demagogia de Stipe, que si no es creíble, al menos es cautivante (como la de los buenos demagogos, sean héroes o dictadores), y la del gordo de los Kaiser Chiefs. Stipe esbozaba una sonrisa y se caía el estadio, por momentos me llegó a dar algo de miedo, pensando que estábamos todos a su merced, que si lo hubiera querido, perfectamente hubiera exigido algún sacrificio humano y alguno que otro se hubiera presentado con particular estoicismo.
Termina el toque y me voy caminando, cruzándome con un tipo que le podría haber hecho frente a Henry Rollins. El tipo me mira y emocionado me grita “Essssa, Suicide”. Al principio pienso que es parte de un grito intimidatorio, pero entonces me doy cuenta que se refiere a mi camiseta. Nos quedamos hablando de la primera vez que escuchamos Frankie Teardrop, y el tipo me cuenta de sus pasados hábitos darks, de su fanatismo de Einsturzende Neubauten mostrándome sus cicatrices de tinta con el simpático símbolo de la banda. Le comento aquella simpática situación que relaté en un post viejo, y se caga de la risa sonoramente. Ahora que me doy cuenta, tiene todos mis gustos, pero, al igual que en masa muscular, todo lo que hago o me gusta lo supera en entusiasmo, aullando emocionado cada vez que le menciono un disco de Einsturzende o de Nick Cave. Nos despedimos, y me doy cuenta de que por primera vez, alguien no me pregunta si soy de otro país. La música es un lugar, me repito para adentro, y ahí me encuentro al Cápsula, quejándose de los siete pesos que sale una botella de agua.

A la salida del toque nos cruzamos con otros integrantes de Cadáver Exquisito. Queremos morfar algo, pero extrañamente por avenida Libertador no hay ningun bar, pizzería o lo que fuese abierto. Al final terminamos yendo a un Mc Donalds. Entre la nueva gente que se nos agregó, hay un extraño hombrecito de lentes que habla en voz baja sin mostrar en ningun momento cualquier tipo de expresión. Me dice que puede conseguirme un importante descuento en Mc Donalds, y yo le sigo la corriente (sin muchas esperanzas). Habla con la cajera, y tras mostrarle una tarjeta ella le responde con esa frialdad que solo tienen las cajeras que esa expiró hace tiempo. El le explica que es uruguayo y que trabaja en Mc Donalds. Lo dice con total tranquilidad, no le mira los ojos a la tipa, sino a una parte indefinida de su visera. Sin levantar nunca la voz, ese hombrecito de lentes adquiere una extraña importancia, como si fuera esos senseis japoneses que pese a su tamaño, se los anticipa como mortalmente peligrosos. Efectivamente, la cajera le termina pidiendo perdón y el tipo nos alcanza las hamburguesas, con total serenidad. Luego de comentarle el suceso a un amigo, me cita una canción de Pez, con los que habían estado hacía menos de tres horas:
Y cuanto más grita, menos es escuchado.

El domingo a la mañana comí en lo de Jorge. Tenía que irme a eso de las tres y nos quedamos viendo en familia cómo un negro francés le daba una paliza a David Nalbadian.
Jorge me acompaña a la terminal de Buquebús, dejando abierta las puertas entre los dos ríos, para que pueda visitar quienquiera en el momento que quiera.
En el barco me enchufo el I-Pod recargado. Escucho el Born to run de Bruce Springsteen. Es un disco exagerado hasta el absurdo, pero tiene una cuota épica que me resulta inevitablemente cautivante. Jungleland posiblemente sea uno de los temas más estrambóticos que se hayan hecho. Todo es épico. Uno puede estar lavando un colchón y cuando lo escucha se siente un héroe. Sobre todo en esa forma que entran el saxofón y el piano, especialmente en esa parte que The Boss dice con voz temblorosa

Beneath the city two hearts beat
Soul engines running through a night so tender
In a bedroom locked
In whispers of soft refusal
And then surrender

Extrañado, miro cómo Montevideo se acerca lentamente por la ventanilla. Estoy terminando Vírgenes Suicidas, me quedan unas pocas carillas. Reviso una bolsa en la que llevo jabones deliciosamente perfumados para María. Un niño de dos años me agarra de la mano, y yo se la dejo, sin saber mucho que hacer, ya que la madre a mi lado está dormida.
Me quedo terminando esas últimas carillas, con la mano del niño apretando mi pulgar, escuchando al Bruce decir

A real death waltz
Between what's flesh and what's fantasy
And the poets down here
Don't write nothing at all
They just stand back and let it all be
And in the quick of the night
They reach for their moment
And try to make an honest stand
But they wind up wounded
Not even dead
Tonight in Jungleland

,viendo cómo el sol desciende y el mar se vuelve argento, o más bien, gris

Sunday, October 12, 2008

Dueños de la sensación

The only questions worth asking today are whether humans are going to have any emotions tomorrow, and what the quality of life will be if the answer is no.

Lester Bangs

Paso maravillado las páginas de El hombre ante la muerte, un laburo monumental realizado por Philippe Ariès, que intenta analizar y ser documento de todos las transformaciones que se han dado, desde el principio de los días, alrededor de los ritos mortuorios de los hombres. El trabajo no se queda en una mera cuestión taxonómica o fenomenológica, y el tipo a partir de sus análisis hace un interesante estudio, no sólo de cómo ha mutado la concepción de vida y muerte, sino también del pecado, la productividad, el romanticismo, el amor y la sensibilidad propia de una época. Hablar sobre el libro daría para rato, pero lo que particularmente llamó mi atención fueron algunas brillantes apreciaciones sobre la muerte de hoy en día, que levanta sus puentes hacia ciertos aspectos de una sensibilidad que impera en la vida cotidiana, así como en las artes. El período que nos abarca será llamado el de La muerte invertida.
Hasta la primera guerra mundial, al menos en el mundo occidental, la muerte de una persona modificaba el espacio y tiempo de un grupo social, instrumentándose ciertos ritos o hábitos, como podría ser cerrar los postigos, hacer sonar las campanas de la iglesia, o realizarse vistosos cortejos fúnebres. De cierto modo, el duelo no recaía tanto sobre el núcleo familiar, o los más íntimos del difunto, sino que se repartía entre todos los miembros de la comunidad. El tono afectado, casi bullicioso de aquellos funerales, coloridamente patético, y por momentos rozando en algunas aristas con el auténtico festejo, se realizaba para repudiar la muerte, o al menos ahuyentarla temporalmente, es decir, como si la reacción del pueblo fuese más una acción en constructo a la entidad abstracta de la muerte, más que el puro dolor descarnado y desanudado que recae sobre el duelista de nuestros tiempos actuales. Es recién a partir de la segunda guerra mundial –en un mundo que fue testigo del horroroso poder devastador del hombre, al mismo tiempo que iba transformándose conforme a las mutaciones antropófagas del capitalismo- que la inscripción entre individuo y sociedad pierde esa continuidad casi edénica que lo caracterizaba, erigiéndose lo privado, y aflojándose los lazos entre la sociedad (por lo menos en entornos urbanos, o propiamente industriales). En el estado actual de las cosas, la desaparición de un individuo ya no afecta a la continuidad de una colectividad, todo el acontecer transcurre en los días siguientes como si nadie hubiese muerto. Cualquier intento de mostrar dolor ante el resto del mundo es sintomática, o disimuladamente censurado, la muerte se vuelve pornográfica.

De esta manera, se produce un tipo de sufrimiento a huis clos, en donde la sociedad pierde el rol que tenía antes, a la vez que comienza una economización de recursos en lo que concierne a los aspectos ritualísticos y simbólicos (simplificación de los ataúdes, suplantación de los rural cemetery por jardines, etc.). A tal decadencia de ritos le corresponde la totemización de la ciencia como medida de todas las cosas, con la medicalización como principal medidador del hombre en torno a su finitud. A través de ciertos avances tecnológicos-científicos, el médico suplanta las antiguas recetas populares y comienza a poder extender la vida más allá de lo que tenía imaginado. En la medida en que la higiene –por los mismos controles de epidemias- se va convirtiendo en un fin fundamental, la muerte, lejos de ser aquel desenlace dignificador del pasado, se comienza a percibir como algo sucio y repugnante. Las aproximaciones hacia la muerte comienzan a teñirse de esa misma asepsia que caracterizaba a los hospitales, y el mantenimiento de la vida, lejos de ser un criterio más a tener en cuenta, pasa a convertirse en un fin en sí mismo. Tal fin justifica toda intervención, y el hospital va adquiriendo omnipresencia como principal marco en donde la mayoría de las personas dejan de existir. El falleciente deja de ser aquella persona orgullosa y conciente de su destino que impartía sus últimas voluntades desde su misma habitación al resto de sus allegados, y se suplanta por el sujeto débil, entubado, que se muere prácticamente sin saberlo, o lo que es peor, engañado. El mundo comienza a entrar en una etapa llena de Ivanes Illitch, terminales y ancianos a los que son mentidos y conducidos como si fuesen niños (una mentira por partida doble, que no sólo va del médico hacia el paciente, sino que del mismo paciente hacia el médico, haciéndole creer que está creyendo aquello que el otro le dice).
Ante todo, lo que primero impera es la necesidad de mantener a la muerte lo más alejada posible, algo que no sólo se nota en la práctica médica, sino también en los funeral homes norteamericanos. Cuando parecía que las exequias eran parte del pasado, los funeral homes (no solo los velatorios realizados en la casa, sino esos servicios privados que se podían ver en series como Six feet under) descentran de la iglesia los ritos de despedida, pero reconducen los mismos dentro de los imperativos capitalistas: la muerte se vuelve un negocio. Sin embargo, Ariès nos señala que en este negocio de la muerte, hay todo excepto muerte. Mientras que en los antiguos ritos quedaba bastante patente la noción de la muerte, tanto desde su imaginería religiosa, como desde la reacción social hacia ella (sin ir muy lejos, la opción de mostrar el cuerpo en el ataúd abierto), en los funeral homes se intenta mantener una ilusión de vida a toda costa, realizando los velatorios en la casa del muerto, embalsamándolo, maquillándolo, por así decirlo, tuneándolo con el fin de hacerlo parecer lo más vivo posible.
Ahora, ¿qué tiene que ver todo esto con las cosas que suelo escribir acá –dígase música, cine, o la majestuosidad de Claudia Cardinale?- Parecería que hoy en día hubiera una gran desconfianza hacia las emociones. Se generó un miedo neurótico de pasar al melodrama. La fecha no es precisa, pero en la última década, así como ya se intentaba púdicamente callar al muerto a la hora de dar sus últimas órdenes, las canciones –al menos en el ámbito en lo que por antonomasia se suele llamar rock, no tan así en el caso del pop- comenzaron a cortar, como quien corta vino con soda, el caudal emocional que podía prometer una canción (también está el otro lado de la balanza, que ante la utilización de la teenage angst se terminó banalizando la emoción). Las razones, más allá de la patada al hígado que quedó luego de una de las eras más larger than life que se hayan registrado(el heavy metal ochentoso, lleno de esas baladas tocadas en la lluvia y tipos-haciendo-sweetpicking-mientras-se-paraban-en-el-manubrio-de-motocicletas-con-forma-de-dragón-prendidas-fuego-dirigiéndose-al-fondo-de-un-volcán-en-erupción-custodiado-por-orcos-con-motosierras-llenas-de-dinamita), se puede rastrear en la misma estética y filosofía posmo que trata de subvertir todos los grandes discursos (y la muerte no es otra cosa que ese gran e inexpugnable discurso que oímos al final de los días). Cualquier sentimiento purpúreo es tratado con la misma asepsia que un doctor cura una infección, son mirados con una sospecha antigua, como si fuera un aumento drástico en el registro de los glóbulos blancos de un cuerpo, como si fuera un moho creciendo sobre el borde de un pan bimbo.
La vectorización de tal repudio da lugar a dos vías de solución:
a) O bien se elimina de lleno todo sentimentalismo o creencia; o bien se los toma, se abusa de ellos, hinchándolos como a un perro con anabólicos hasta convertirlo en algo completamente diferente.
b) Las dos soluciones toman forma o en recurrir al cinismo para exorcizar la casa del fantasma de la cursilería, o atrapar al mismo fantasma y llevarlo a una tienda ambulante, en donde la gente se ríe y le arroja maní a través de la jaula, pero seguro que detrás de esos barrotes no hay nada que aquel freak pueda hacer.
c) La primera solución se puede ver en el detachment cool de toda verdad o posicionamiento, en las fiestas Compass, en los escritores que malinterpretaron a Carver, en los cineastas que no entienden a Wes Anderson, o en el 90% de las películas indies, como puede ser Juno, con ese rechazo casi neurótico a todo tipo de pathos
La segunda solución se puede ver en Dani Umpi, Miranda!, Closet, el electroclash, Max Capote, Architecture in Helsinki, el pseudo kitsch del diseño de Galería del Virrey.

Interludio I, tiempo es oro
El fino tenía una hot date y me pidió que lo acompañase al shopping a comprarse una camisa. En mi caso, ponerme una camisa significa o que pasó algo muy importante o algo muy terrible (asistir al quincuagésimo aniversario de casados de mis abuelos, o a un funeral, respectivamente), por lo que no soy de las mejores compañías a la hora de asistir en la compra de tal prenda.
Soy alguien que firmemente cree en la posibilidad de elegir y tener preferencias con respecto a prácticamente cualquier tema, ya sea poder determinar si la Patricia es mejor a la Pilsen, si Ráfaga era mejor que Monterrojo, si es preferible la cera a la pinza de cejas, o cual de todas las ex de la Tota Santillán está más buena.
Soy un tipo que ama las decisiones (y que extrañamente votará anulado para las próximas elecciones, aunque eso también es elegir), pero por extraño que parezca, todas las camisas me parecen iguales. Básicamente puedo dividirlas en tres categorías:
a) Las normales
b) Las ridículas
c) Las demasiado gay
Como el fino sabe esto, suele decidir incluir un tercero a la búsqueda, en este caso Santiago, un hulk rosado reformado, que mediante un cese progresivo de los fierros logró volver su cuerpo adaptable a la ropa en general.
Vamos por diferentes tiendas y se suceden las mismas camisas una tras otras, el fino y Santiago hablan de texturas, tonalidades y cortes, pero yo sólo veo pedazos de tela a rayas o a cuadros. La cosa se me va volviendo media aburrida, pero entonces a el fino se le ocurre ir a Zara. Ya había hablado sobre dicha tienda en este post, pero debo volver a señalar que es la máxima expresión de la ropa (al menos la masculina) tan complicada como risible. En el diseño de Zara siempre subyace la filosofía de cuanto más, mejor. Parecería que los dueños tuvieran encadenado a un viejo que decide poner telas polares, parches y bolsillos de forma aleatoria a cualquier cosa que le cae por un tubo, en una celda en donde ni siquiera se llega a ver las manos.
La cosecha de primavera no resulta tan ridícula como la de otras veces, pero entonces me encuentro con este buzo. Es una prenda escote en v, y detrás del mismo sobresale el cuello de una camisa. Pensando que es un extraño descuido de uno de los hiper-masculinos vendedores de la tienda, tomo la percha, esperando separar la camisa del buzo y entonces me doy cuenta de que los dos forman parte de la misma prenda. Me quedo consternado. Cuando era chico había algunos cuantos fanáticos de Kurt Cobain que se ponían una camiseta de manga larga debajo de una de manga corta (algo que hice un par de veces, pero que me resultaba particularmente incómodo), pero al menos compartían las mismas texturas, y podían sacarse una de ellas cuando quisieran. Esto era distinto, y de sólo pensarlo me molestaba. ¿A qué se debe esto? ¿El vértigo de los tiempos modernos, a lo Paul Virilio ha llevado a intentar ahorrar el tiempo hasta el punto de solucionar el trámite de ponerse dos ropas en un mismo movimiento? ¿Una nueva revolución sexual ha llevado a que la gente a tal libertinaje que es necesario privarse de la ropa en meros instantes? ¿La crisis financiera estadounidense ha impactado el mundo de la indumentaria al punto de que hay que ahorrar en material, simplificando el diseño de dos costosas prendas en una sola?.
Cualquiera que fuesen las razones, se me ocurrió diseñar una nueva indumentaria que se acople a la simplificación y sincretismo características de las necesidades del hombre de hoy.

Hipsters
De todos estos cambios culturales que venía hablando, los hipsters son la última monstruosa creación.
El gran virus que se escapó de un tubo de ensayo estrellado contra el suelo.
Hace poco menos de dos meses, cuando alguien hablaba de hipsters para mí se refería a Neal Cassady, o esos tipos tan interesantes como marginales que aparecían en las novelas de Kerouac. Sin embargo, en cuestión de unas semanas, y posiblemente a causa de este artículo de Adbusters -que llegué via elbailemoderno- comencé a conocer la redefinición de esta palabra que en un inicio asociaba a personajes más bien simpáticos.
Luego de lo leído en muchos blogs, ya sea este, este, o este, saco la conclusión de que a determinada temperatura y expuestos a cierta luz del sol, los hipsters son un Chernobyl cultural, un inesperado error de fábrica, un sea monkey devenido en monstruo de Leviatán.
Una -en apariencia- insignificante burbuja de oxígeno dirigiéndose tranquilamente hasta el centro del corazón.
Es el Sida pronunciado en su lengua social, la idea de un virus autodeformante, tan poderoso en su completo apartamento de todo –incluso de sí mismo- que es imposible de ser tomado por alguno de sus partes. No es cuestión de esgrimir el mandato moral de que todo nuevo movimiento tiene la obligación de ser contracultural desde el vamos (siendo el hipster un individuo apático y más bien cómodo, e incluso podría decirse, adaptado a su medio social), sino que tiene efectos, más que políticos, humanos. Es una negación radical, pero no ese there’s no future for you! desgarrando la garganta de Johnny Rotten, sino un no, un nah, irónico, risible, pronunciado entre dientes, desvaneciéndose como el humo que sale de sus cigarrillos Parliament colgando de sus bocas.
Por ahí todo esto que digo parece demasiado apocalíptico, y resulta más digno de una veterana en una junta de padres, un psicobolche indignado en una reunión de la FEUU, o un pseudo brasilero predicando en una iglesia improvisada sobre un antiguo cine, pero la construcción de esa nueva identidad es más falsa, y a la vez más culturalmente nociva que cualquier plancha, dark, emo, punk, o hincha de Peñarol que pueda existir.
Incluso los hipsters fracasan en su hedonismo. En su caso, el hedonismo es un mero ensayo, una mala fotocopia de placer sin restricciones, ya que la búsqueda de placer se atiene a un código, una agenda que vuelve todo demasiado autoconsciente, más bien una radical vuelta de tuerca al ideal franciscano de llegar a la unidad por medio de la privación de todo (en este caso, no lo material, sino cualquier posicionamiento, cualquier contenido emocional).
El problema reside en su misma naturaleza escurridiza, que impide agarrarlos, o atacarlos por un mismo flanco, tal como lo dice Douglas Haddow:
“But it is rare, if not impossible, to find an individual who will proclaim themself a proud hipster. It’s an odd dance of self-identity – adamantly denying your existence while wearing clearly defined symbols that proclaims it”.
Un plancha –la persona que se define con orgullo como tal- se tiñe cada mechón de su pelo, mete sus pies en las naves Nike, se coloca su camiseta del Barcelona, su visera ligeramente inclinada para arriba, o la campera Alpha Polar, pero a diferencia de los lentes de armazón grueso sin aumento y las camisetas con mensajes irónicos de los hipsters, esa vestimenta es casi una preparación para el campo de batalla. Aunque la cotidianeidad convierta la ropa de uno algo tan, a la larga, intrascendente como cuando yo me pongo una remera de Suicide, aquello es un soy plancha y qué, una razón por la cual algunos bares o boliches no lo dejarían entrar a su establecimiento, una razón por la que un policía acariciaría su cachiporra.
Cuando iba a Keops, cuando se cortaba una canción de, supongan, los Buitres y comenzaba a retumbar en las paredes el último tema de Pibes Chorros, uno por un momento entendía la estructura nitrogenada de la cumbia villera, el tum-tu-tu-tum que era un marcapasos directamente conectado a la chota de uno, la pauta, el ritmo ofrecido al franeleo, la necesidad de sacar a una tipa y hacer un simulacro de cópula, al menos en los tres minutos que durase esa canción. Esas noches, si bien a la larga me terminaron cansando, me resultaron más reales, en cuanto a coincidencia entre medios y fines, que cualquier jornada bolichera pseudo cool que uno pudiera vivir en La ronda, o El living, incluso en verdaderos toques de bandas. En Keops la cosa quedaba clara, las mujeres y los hombres salían a la pista y sabían a qué se atenían, era la règle du jeu, y en el fondo –mas allá de que había gente que no iba en plan exclusivamente erotómano, a no engañarnos, que tampoco era una orgía romana-, sabían que todos estaban –en parte- para eso. En otros boliches de la esfera montevideana, lo que uno nota es que la gente no sabe realmente para qué está. Más bien parecería estar ocupando un lugar, un espacio que está reservado para ellos, y que si no lo ocupan, corren el riesgo de ser relevados por otros.

“The dance floor at a hipster party looks like it should be surrounded by quotation marks. While punk, disco and hip hop all had immersive, intimate and energetic dance styles that liberated the dancer from his/her mental states – be it the head-spinning b-boy or violent thrashings of a live punk show – the hipster has more of a joke dance. A faux shrug shuffle that mocks the very idea of dancing or, at its best, illustrates a non-committal fear of expression typified in a weird twitch/ironic twist. The dancers are too self-aware to let themselves feel any form of liberation; they shuffle along, shrugging themselves into oblivion”.

De todo el movimiento hipster no quedará una canción, un renglón de novela o cuento, un mililitro de pintura bien aprovechada. Cuando mucho quedará una broma, una broma que quedará en el aire, como polvo flotando en el terreno devastado tras un intensivo cultivo de soja transgénica.
Interludio II, Ortelli, dixit
Estoy seguro de que en alguna época llegué a apreciar la Rolling Stone.
Prácticamente compré todos los números desde mayo del 2005 hasta marzo del 2007, pero con el tiempo comencé a darme cuenta de sus errores, de la incomodidad que me daba al leerla, como quien descubre a la verdadera tipa que se estuvo apretando cuando las luces de la mañana atraviesan el boliche. Agregando a esto, la revista comenzó a mostrarse cada vez más ideológicamente funesta, tal como puede ser la mamadera que le hacen a las majors (oh, Agustín, me has abierto los ojos), la cola de paja tras Cromagnon, que los ha llevado a hacer un embolante artículo recordatorio en cada puto número desde diciembre del 2005 y esa nota odiosa y oscurantista sobre la persecución a quienes bajan música de internet).
Fue así que decidí saltar del barco.
Para mi sorpresa, ni bien dejé de comprar la revista, fui subrogado por mi hermana, quien comenzó a comprarla con la misma religiosidad que yo lo había hecho unos años atrás.
Ojo, la Rolling Stone ha tenido sus buenos momentos, como una entrevista con tonos de folletín melodramático realizada a Bárbara Lombardo (fue a partir de ahí que me comenzó a parecer atractiva la ex paquita), unos artículos geniales sobre fútbol las finales de Argentina en el 78 y el 86, algunas notas de Hunter Thompson extraídas de la versión yanqui, y la mayoría de las entrevistas a Calamaro, al que siempre consideré un excelente entrevistado.
Sin embargo, la revista –o mi entusiasmo- ha venido decayendo, y en los últimos días me he dedicado exclusivamente a buscar las cosas que escribe Juan Ortelli, posiblemente uno de los escritores más incomprensibles (no se confunda con incomprendido) y divagantes que han figurado por la revista.
La mención a Ortelli la había escuchado por voz de Darío, en donde básicamente el periodista argentino llegaba a la perlita de decir que Bicicletas son como Los gatos, pero con zapatillas Pony (lo que me hace pensar que Carmen San Diego es como The Jesus Lizard, pero con botitas de gamuza), y pensando que no iba a poder mantener tal ritmo de pelotudez, llega esta genialidad de un número posterior:
Sobre el último disco de MGMT:
“(…) lo que le da una atmósfera lisérgica a la obra. Ahí se respiran los tests del Harvard Psychedelic Project, el tufillo de la comunidad Black Bear, David Bowie, Wayne Coyne, por qué no los Small Faces y el Jagger salvaje de Sus Majestades satánicas. Todo en manos de dos pibes que pueden pasar (o no) por un par de extras de La playa”.
Esto último me llevó a pensar en algunos remates para la nota de algunos discos recientes:
*Sobre el Neon Bible, de Arcade Fire:
Todo esto en manos de un colectivo que puede pasar (o no) por un par de extras rechazados para una versión de Macbeth ambientada en el espacio.
*Sobre el Modern Guilt, de Beck:
Todo esto en manos de un tipo que perfectamente podría figurar (o no) en el cast de Gummo
*Sobre el último disco de Jorge Nasser:
Todo esto en manos de un tipo que podría ser tomado (o no) para interpretar el vaquero en una versión cinematográfica de los Halcones Galácticos.
Se aceptan propuestas, gracias Ortelli por darnos tanto que pensar.

Camp
Si uno intenta seguirle a los hipsters sus cadenas de carbono, posiblemente encuentre en el camp a uno de sus candidatos.
En Notes on Camp, Susan Sontag hace una excelente disección de dicha sensibilidad, no intentando encorsetarla en un constructo teórico, sino articulando precisiones de un modo flotante, como una serie de puntos que uno puede unir de la manera que le parezca (ya que ninguna sensiblilidad puede convertirse en un sistema: si puede ser reducida a sus blueprints, deja de ser tal, es algo en perpetua evanescencia).
El Camp es el culto al artificio, a la exageración, una sensibilidad despolitizada, una risa socarrona cuando un cuarto en donde todo se ha vuelto velatoriamente serio, una guiñada afectuosa en un ojo de vidrio, patear el tablero de ajedrez y ponerse a bailar con la parca.
El modus operandi básico del camp es volver lo serio en frívolo, y lo frívolo en serio.
Pero detrás de toda su estética ridícula, hay un verdadero convencimiento, una pasión subyacente que lo diferencia al pop art más warholiano, que más que referirse a las cosas con comillas (tal como lo dice Sontag), lo hace con asteriscos y notas al pie de página. Toda la inocencia que podría haber en el camp, en la cultura pop se vuelve mero cinismo. Andy Warhol tomó a todas estas personas, las convirtió en ratas y convirtió a su factory en su propio laberinto skinneriano. Detrás de la celebración igualatoria de “In the future everybody will be famous for fifteen minutes”, había subyacente, como una maldición tallada en una sala faraónica mortuoria “I create you and I can destroy you”. La gente se suele quedar con lo de la fama, pero se olvida el detalle de los quince minutos, algo que me preocupa en un país como Argentina, en donde un personaje con fecha de vencimiento como Wanda Nara, no sólo se pasa de los quince minutos, sino que regresa a su país disfrazada de princesa rusa. Incluso desde la cínica perspectiva de Warhol, como un solo de batería, si se pasa los quince minutos, deja de ser divertido.
Cuando la imitación del camp no se torna cínica, entonces se vuelve inocua, empaquetable. Es el caso de esta estética que ha tapizado Uruguay en estos últimos años.
En el camp había un intento de lograr algo monumental y hermoso. En el caso uruguayo, hay un intento de ser camp, nada más que ello.


La homosexualidad de Dani Umpi no tiene valor intrínseco, sólo se entienda por y al servicio de dicha estética. La comunidad gay, incluso en su desfiles, etc se parecen a ese genial sketch de Little Britain, en donde el gordo gay anda proclamando su homosexualidad, creyéndose el único hay del pueblo y defendiéndose a uñas y dientes de cualquier tipo de intolerancia, cuando a nadie le importa su orientación, y cuando de hecho sus padres intentan conseguirle una pareja. Como señalaba Benito en este post, “no hay una cultura amarga, opresiva y omnipresente contra la que rebelarse en nombre del glamour, apenas algunas estructuras y conceptos residuales, despreciados por cualquiera que haya seguido leyendo durante los últimos 20 años”.
El camp uruguayo es autoparodia, nada más que eso.
Más que autoparodia, son espectáculos de afirmación ideológica, in the naziest way.
Y la autoparodia no es más que esos otro, poner quotation marks sobre cada emoción o posicionamiento.
Pero cuando uno dice que el camp ha tapizado Montevideo, hasta dónde se puede decir esto.
Más que tapizarlo, se nos ha hecho creer que está tapizado.
Montevideo, a diferencia de Buenos Aires, es una ciudad fácil de tomarla.
Sólo necesitás veinte personas con medios y conexiones y ya tenés un movimiento.
Y el camp uruguayo no es más que eso, el chiste interno de dos bares, tres conductores radiales, quince publicistas y diez diseñadores gráficos.
Un país donde la nostalgia cada vez más le pisa los talones al presente (tanto por falta de ideas como por cierta mórbida pasión por el pasado –y la nostalgia no es más que la alterofilia del recuerdo) es un perfecto caldo de cultivo para la estética camp.

Interludio III, Hijos de los barcos
Sin contar los ya memorables avisos de grappamiel (después de los de médica uruguaya, lo peor que se ha producido en televisión nacional), difícilmente haya un comercial tan odioso como este.

El aviso en cuestión viene de una larga tradición de comerciales tan deplorables como nacionalistas, como Mi país, de Rada, o el nuevo spot de Pilsen con ese espantoso tema compuesto por el pelotudo vocalista de Snake. De hecho, el verso princeps de la canción, ese “nací celeste”, más que algo propiamente nacionalista, me trae la imagen de un niño que sale muerto del canal vaginal de la madre, celeste tras morir asfixiado por el cordón umbilical rodeando su cuello, pero posiblemente eso sea sólo idea mía.
Pero volviendo al aviso en cuestión, el tema trae a murguistas dando un largo inventario sobre todo lo que es uruguayo, lo cual no sería nada fuera de la norma, sino fuese por el final. Luego de una frase tan exagerada y casi utilitaria como “la identidad que sus hijos van sembrando hoy/ la grande historia que engrandece nuestro uruguay” –una frase que sin mucha dificultad se podría encontrar en algún discurso de Mussolini-, aparece el logo de la empresa: Schneck
Schneck, autoctonísimo, che.
Después de todo, somos hijos de los barcos.



Cazadores de sueños

Pero ahora que lo pienso, en referencia al aspecto autoimpuesto y emparchado que tiene dicha movida en Uruguay, prácticamente todo ha seguido el mismo carácter y horizonte ideológico.
En una larga caminata que hice con astllr, comentamos sobre el aspecto casi de espejismo, de todos los movimientos que han formado a la ciudad. Ante el aspecto cambiante y embalsamador de la cultura, yo intentaba preservar, por medio de lo que escribo, pequeñas imágenes de lo que era un Uruguay próximo a mutar y olvidarse por completo. La posición de astllr era más radical, queriendo extirpar de una vez por todas todos estos modelos, para crear algo nuevo y perdurable (quemar la tierra para sembrar, como lo hacían los mayas).
De una forma u otra, Uruguay no ha sido más que eso, una sucesión de movimientos que se solapan y se tapan unos a otros, sin pasarse postas, simplemente mutando. No hay un desarrollo, una maduración, sino simples mutaciones, sin efectos puntuales, sobre el organismo pluricelular de la ciudad. En los próximos años las revistas freeway, las NEO y las Bla se tirarán a la basura, y la epidermis camaleónica de Uruguay tomará otro cromatismo, buscando un nuevo chiche, una nueva broma privada que todos pretenderemos entender. Pero pensándolo de otro modo, remitiéndonos a las palabras de Sontag, quizás el camp siempre estuvo acá. Cito el punto 24:

“24. The pure examples of Camp are unintentional; they are dead serious. The Art Nouveau craftsman who makes a lamp with a snake coiled around it is not kidding, nor is he trying to be charming. He is saying, in all earnestness: Voilà! The Orient!”

Si uno va por el centro, no le cuesta más de dos cuadras encontrar estos detalles. El pastel de merengue neoclásico del Palacio Legislativo (frase sujeta al copyright del fallecido mentiraestelamento, el falo solitario de la Torre de las Telecomunicaciones, las casas quinta venidas a menos en Lezica, el postmodernismo del Palacio Díaz (con las luces de neón de un bowling instalado en su subsuelo), el Art Decó náutico de los primeros edificios de Pintos Risso... Este último ejemplo es bastante peculiar, ya que muestra cuan extrínsecas suelen ser las ideas que se nos meten por los poros: a uno le llama la atención de por qué Uruguay es una ciudad tan gris, y lo es por una razón tan fútil, como el hecho de las revistas europeas que le llegaban a los arquitectos uruguayos estaban en blanco y negro. Y por ahí a uno le parece algo típicamente de los comienzos de construcción de una nación, pero después aparece Natalie Kriz promocionando el Diamantis Plaza, ofreciéndole a la gente esos nichos de cristal, preguntándoles si alguna vez pensaron vivir en un hotel cinco estrellas. Uno ve aquello, y ya sabe que en el menor traspié económico, aquello quedará como un galpón lleno de piscinas enmohecidas, un gigante muerto, tan muerto como los comercios y galpones que quedaron tras el fracaso del plan Fénix.
Este aspecto de querer llegar a una seriedad, una seriedad que falla, es propiamente camp, aunque tampoco me pondría en plan de promocionar a la arquitectura uruguaya como exclusivamente eso.

En una de las cuantas puteadas que estaba haciendo sobre la malintepretación del camp, iba a citar que ella se puede entender de la misma forma en que L.A. Confidential es un film memorable, y La Dalia negra una película acartonada y ridícula. La versión de De Palma no es más que una parodia, un patchwork de toda la imaginería noir, mientras que en L.A. Confidential se permite una comunión de dicha estética con los imperativos de la trama. Pero el ejemplo viene doblemente a mano, porque sirve para citar un detalle de dicha película. En una parte, se revela que uno de los principales sospechosos, un magnate y productor de películas, amasó su fortuna creando Hollywoodland, un barrio barato a partir de la utilización de la madera de la cinematografía residual de las películas de la fábrica de sueños estadounidense, para crear un montón de casas y edificios altamente inflamables. Más o menos eso es lo que es Montevideo, una ciudad hecha de tablones y escenarios de antiguas películas, prestadas de las ideas de otras personas.
Vivimos y caminamos en los sueños de treinta personas que se han dedicado a soñar los sueños de otros.
A mí lo que me preocupa es qué pasará cuando nos despertemos.