Monday, March 24, 2008

Los peces del deshielo: Festival de cine (en casa)
Todo empezó por una mujer. En realidad, posiblemente venga de mucho más atrás, cuando la película solía ser el manotazo de ahogado de todo baldío de programación del canal cuatro en Matineé de los domingos. Los niños suelen ser un disco rayado en sus gustos y debo haber visto el film como cinco veces. De aquellos tiempos ya han pasado más de diez años. De cierto modo, decidí mantener aquel material como una bella postal de mi niñez, sin animarme a verla de nuevo por miedo a romper el tótem tallado por años de idealizaciones. Sin embargo, algo particular de la sintomatología de estos días al pedo es el carácter particularmente regresivo, que me lleva a volver a antiguas obsesiones. Fue entonces llamé a El fino y DEG para ver esa película que nos marcó como una yerra en nuestra niñez.
Debía tener diez o doce años cuando vi por primera vez ¿Quién engañó a Roger Rabbit?. La película ya de por sí era muy estimulante para un niño, logrando como ninguna otra de su especie ese sincretismo entre dibujitos con actores de carne y hueso, pero más allá del mismo conejo Roger, la actuación muy acertada de Bob Hoskins, o todo el cardumen de personajes y referencias a la infierno pop del mundo animado, hubo una escena que se me instaló como candirú en mi cuerpo. En el primer cuarto de la película, el detective queda en intentar obtener fotos comprometedoras de Jessica Rabbit, la esposa del conejo protagonista. Siguiendo el indicio de su apellido, todos, incluso el detective, pensamos que se tratará de otro de esos simpáticos animales antropomorfos, por lo que esperamos sin mayor deferencia a que comience el número musical. Una música de cabaret interpretada por unas urracas introduce al acto y se abre el telón. Y Entonces aparece.




A pesar de no convertirse en un trademark como bien son las clásicas estampas de la Disney y la Warner, el impacto que generó Jessica Rabbit en muchos niños o púberes de aquel entonces es mucho más grande de lo que parece. Cuando ciertas conversaciones nostálgicas se topan con el recuerdo de la película, como si fuera un pie descalzo pisando una mina sepultada de una guerra que ya nadie es capaz de recordar, la escena de aquella pelirroja nos explota en la cara. Como pedregones y pequeños fragmentos metálicos despedidos por el impacto, se nos incrusta en las piernas, pecho y el rostro su voz, el juego de sombras sobre la geografía exuberantemente accidentada de su cuerpo, el escote carmesí y esos tacones que llegamos a desear que caminen sobre nosotros. Por alguna razón, la gente se muestra muy reservada a la hora de hablar sobre su atracción hacia un personaje de tinta, pero ni bien se arroja la primera piedra, nadie tarda en reconocer la marca supurante que dejó aquel pequeño número en la cartografía sexual de sus vidas. No sería la primera vez que se amalgama dibujitos con sexualidad, Betty Boop ya lo hacía en los años 30’, mucho antes de convertirse en un guiño pop omnipresente en musculosas y carteritas de KIO. Betty Boop fue la primer flapper en ser dibujada, y si ciertamente lo corta de su minifalda y portaligas sigue impresionando hoy en día, basta imaginar en lo que generaba por aquellos tiempos. También es verdad que todos los caminos conducen al porno, y ciertamente antes de que los nipones comandaran el fenómeno hentai (dando rienda a lo peor de sus oscuras obsesiones con un nuevo stock de actrices que no se molestaban en ser analmente violadas por tentáculos espinosos) ya desde los cincuenta había unos cuantos dibujitos pornográficos que circulaban subterráneamente. Sin embargo, hay algo en la ejecución de esa escena, una forma de cadencia que me sigue atrapando, y quizás más que antes. Muchos niños y adolescentes nos dimos cuenta de que lo sexual siempre había estado ahí también, y esperaba entrar, cualquiera que fuera el terreno, como un gorrión parado en el filo de nuestra ventana.
Los dibujos dan rienda a todo el terreno de lo imaginario que hay en nosotros, pudiendo concretar nuestras propias venus como si sólo bastara con barro o nuestra costilla para hacerlo.
Esto es una confesión, y posiblemente me deje en un papel más que comprometido ante los ojos de los bloggers. En uno de esos místicos veranos de mi pubertad en Atlántida, una tormenta tomó el balneario como una horda de sucios turistas que se niega a abandonar un lugar. Fue como una semana y media la que estuvimos mis primos y yo sin poder salir siquiera al jardín, sintiendo por las noches un intenso miedo a que se nos cayera un pino encima. Pero la verdadera amenaza no eran los pinos, la lluvia o los rayos, sino el aburrimiento. Mi madre y mis abuelos estaban entre cuatro muros a cargo de cinco niños y al quinto día las cosas se comenzaron a salir de las manos. Fue ahí que a mi madre se le ocurrió un juego que al principio los hombres vimos con recelo, pero que pronto cambiaría nuestro verano. El juego era tremendamente femenino –por no decir gay-, y consistía en dibujar a modelos para un certamen similar a Miss Universo. Cada uno dibujaba a una mujer representante de un país determinado, las cuales eventualmente iban a ser incluidas en una votación para elegir la más bella de todas. Los únicos dibujos de mujeres que había hecho eran los dibujos de mi madre, o de niñas jugando con niños, generalmente enmarcados en dinámicas escolares (o sea, prácticamente obligado). Pero aquello era algo completamente nuevo, había que dibujar mujeres, mujeres que no se limitaban a hacer la comida o ir a buscar a sus hijos al colegio. No, había que hacer mujeres, mujeres que nosotros debíamos encontrar bellas. Comencé dibujando una, me percaté de que había un ligero problema con la quijada, el cuello, la boca y los hombros, teniendo que comenzar a suplantar los ángulos dentados por los círculos y curvas. Había una técnica completamente diferente a la del dibujo de hombres y superhéroes, y de cierto modo el proceso incluía aprender una nueva sutileza y desaprender ciertos recursos que había adquirido en mi infancia. Con el tiempo comencé a mejorar el dibujo, preocuparme un poco más por las curvas y los vestidos, y pronto aquello se convirtió en una quimérica búsqueda por la belleza imposible en una mujer. Diferente a lo que podría pensar cualquier persona, la cosa terminó sexualizándose mucho, y las modelos no tardaron en tener senos más abultados, caderas, ropa más ceñida al cuerpo, y miradas más desafiantes. Todos mis primos claudicaron su fascinación inicial y eventualmente fui el único que las siguió dibujando. Llegó un punto en que llegué a dibujar a una chica que me gustaba del colegio, traté de llevar su rostro a dibujo, la vestí con la ropa que solía llevar a los bailes (una camiseta manga tres cuartos verde y unos jeans naranjas), y le puse su nombre, cediendo a cambiarle su apellido por una reserva hacia algo o alguien que era incapaz de juzgarme. A medida que dibujaba por momentos creía que llegaba a mi ideal de mujer, pero pronto le encontraba algún detalle que me desconformaba, por lo que volvía a dibujar una nueva modelo, como si quisiera llegar a encontrar una con la cual enamorarme, aún sabiendo que aquello era imposible. Conservo todos aquellos dibujos, los estoy viendo ahora, y más allá de no ser las más exuberantes de todas las que hice, me sigue gustando la verde mirada de la francesa y las ligas reveladas por el viento que casi le vuela el vestido a Miss Bosnia Herzegovina.
Ciertamente, me doy cuenta de que no es sólo la sexualidad intoxicante de Jessica Rabbit lo que me enferma, sino también la estética de su personaje. Propiamente, las mujeres que dibujaba solían tener un cierto aire a los treinta o cuarenta, incluso sin tener mucha idea de la estética de aquellas épocas a mi temprana edad. Hace un mes en lepetitclaudine había una encuesta sobre un back and then, dos fotos que de cierto modo espejaban los ideales estéticos de dos épocas diferentes. En la primera fotografía, la histórica escena del arrozal de Riso amaro: Silvana Mangano descubriendo sus piernas pulposas con el agua hasta las rodillas, una escena que mi abuelo mantiene como una orgullosa cicatriz de su adolescencia. En la segunda fotografía, una pole dancer actual, bastante bien formada, demostrando una excelente flexibilidad de piernas. Diferentemente a muchas opiniones, elegí la primera, y ciertamente aquello terminó siendo una decisión paradigmática de lo que son mis ideales estéticos en las féminas. Si ya leyeron este post del año pasado, sabrán parte de mis obsesiones, y claramente circulan nombres como los de Claudia Cardinale y Jean Seberg. A esto habría que agregar el impacto que me causó la escena de Anita Ekberg metiéndose con vestido en la Fontana di Trevi, el misterio alrededor de Lea Massari en L’avventura, la espontaneidad de Jeanne Moreau corriendo por aquel puente en Jules et Jim, el cabello de Verónica Lake en Los viajes de Sullivan, todas y cada una de las mujeres que aparecen en Bocaccio 70 (la epítome de las hot girl movies) y, ya la mencioné, pero no me voy a cansar de hacerlo, Claudia Cardinale :
a)bailando con Burt Lancaster en Il Gatopardo,
b)de puta en La Viacchia,
c)de aristócrata en Fitzcarraldo,
d)de obsesión de Mastroiani en 8 y ½,
e)y paro de contar porque si no me controlo esto termina siendo un post únicamente dedicado a ella.
Fue así que Jessica Rabbit volvió a sacar a luz toda mi fascinación por las mujeres blanco y negro (para no resumir en décadas, que me aventuro posicionar entre los treinta y cincuenta).

Al día siguiente de alquilar Quién engañó a Roger Rabbit se me ocurrió pasarme por Cinemateca para llevarme un par de películas de los cuarenta en donde se mostraran féminas del mismo calibre. La idea era buena porque mi hermana se había borrado definitivamente del videoclub y tenía derecho a una importante cantidad de películas que venía acumulando tras inexplicablemente pasar meses alquilando en la bosta de Blockbuster. Mi decisión resulta ser muy sexually oriented: Gilda (con la elegantísima Rita Hayworth) y Los desconocidos de siempre (que más allá de tener las brillantes actuaciones de Gasman y Mastroiani, tiene a …. Cardinale –arrrgggh!!!, insert cathartic moment here-). Es ahí cuando la señora que atiende, al decirle que mi hermana borró, me dice que todas las películas que venía acumulando se eliminarán de su cuenta. La información es demoledora. La única buena noticia es que el borrado pasa a tener vigencia recién el quince de marzo. Sacó la cuenta, y estoy en el 9, por lo que me quedan seis días para ver… diecisiete películas. Al comienzo parece una empresa desquiciada, pero junto valor y me propongo derrotar al sistema. Saco la cuenta de que viendo tres películas diarias, para el quince habré acabado todas las películas a las que tenía derecho. Lo que seguiría a aquel día sería una especie de festival de cine en mi propia casa, en el que terminé viendo 20 películas (para hacer la cosa aún más cinéfilamente enferma, había días de dos por uno),
acá la lista en orden de vistas:

01-Gilda (Charles Vidor)
02-Los desconocidos de siempre (Cardin…. ah, no, Mario Monicelli)
03-The wild one (László Benedek)
04-Una horrible película española que alquiló María sobre incesto y zoofilia
05-Las aventuras del castillo vagabundo (Miyazaki)
06-Berlín, año cero (Roberto Rosellini)
07-2046 (Wong Kar-wai)
08-Tener y no tener (Howard Hawks)
09-Las tres noches de Eva (Preston Sturges)
10-It’s a wonderful life (Frank Capra)
11-Rushmore (de Wes Anderson, una vez solo y otra vez con El fino)
12-Andrei Rubliev (Andrei Tarkovski)
13-Sucedió una noche (Frank Capra)
14-The Marx Brothers: Animal Crackers (Victor Heerman)
15-The Marx Brothers: Ducksoup (Leo MacCarey)
16-Los caballeros las prefieren rubias
17-The Marx Brothers: A day at races (Sam Wood)
18-El halcón maltés (John Huston)
(foto sacada el día que llegué a tener doce películas en mi poder)

Alquiladas pero desgraciadamente no vistas:
-Aguirre, la cólera de Dios
-El hombre de hierro

Si hallara un coagulante entre todos estos filmes probablemente estaría llegando a conclusiones no muy diferentes a las que obtiene Charles Manson de Helter Skelter, pero sí se puede reconocer una cantidad considerable de películas que estuvieron enmarcadas por una nueva fascinación por las comedias fetiche circa los años dorados de Hollywood.
Nunca me había colgado aquel tipo de cine. Cuando veía esas películas, me daba la impresión de que todavía no se había encontrado en la actuación un lenguaje propio que lo deslindara del teatro (una cruz que me parece que sigue cargando la mayoría del cine uruguayo, con una planilla fundamentalmente formada por actores netamente teatrales). Me parecía que los diálogos eran artificiales y todos los gestos ampulosos y sobreactuados, llenos de espontáneos segmentos musicales y sentimentalismo barato. A partir del método del Actor’s Studio (el correlato americano del método Stanislavski), mucha gente entendió estas actuaciones como patéticas y acartonadas. En ese sentido, la película “Un tranvía llamado deseo” es completamente genial, por el hecho de que en la misma se ve cómo eclosiona la vieja escuela, a manos de Vivien Leigh, con el realismo psicológico de Marlon Brando. La primera, tremendamente amanerada, planea por la película como si fuera la reina de su propio mundo, llena de aires de grandeza e histeriquismo desbordante. Por otra parte, el Kowalski de Marlon Brando es uno de los más viriles, groseros y reales personajes que se hayan filmado en la historia del cine. Tenerlos a los dos en un mismo decorado relata más allá de la historia de sus personajes, el drama de dos escuelas en la que una terminaría siendo devorada por la otra. Con el tiempo, Elia Kazán y todos los capos del Actor Studio se convirtieron en una fábrica de los actores más importantes del cine norteamericano, entre ellos James Dean, Al Pacino, Robert De Niro y un redundante etcétera bañado en oro. Con cualquier actor de esta escuela me podía identificar más que con los personajes de ese otro cine que me parecían tan falsos como la carretera que circula detrás de las tomas de autos que suelen manejar
Fue cuando vi Gilda que de golpe toda aquella idea cambió radicalmente. La película trata de un apostador norteamericano (Farell, interpretado por Glenn Ford) que está radicado en Buenos Aires, donde se vuelve mano derecha de un hombre llamado Mundson, el importante dueño de un Casino. Al comienzo todo va sobre ruedas, hasta que tras un viaje de placer, Mundson retorna acompañado de su nueva esposa, Gilda (Rita Hayworth), que resulta ser un antiguo amor de su socio. A la historia se le suma una intriga internacional entre alemanes y la explotación de tungsteno, pero lo que realmente vale del film es la tensión sexual entre el deber, el odio y el amor contenido como un castillo de naipes entre Farell y Gilda. En muchos detalles la película es un emblema del cine de esa época. Primero, hay cierta candidez en la selección de escenarios. La película transcurre en Buenos Aires (y hasta en Montevideo!!!), pero por alguna razón todas las personas hablan perfecto inglés, limitándose a escapársele un “señor” muy de vez en cuando. De la misma manera, todo sucede prácticamente intramuros, en general dentro de las mansiones del magnate y el propio Casino. Esto lleva aparejado un punto a favor que es el de no intentar convertirse en una película-postal, de esas que intentan suplir fallas del argumento con la belleza natural de un país exótico donde se lleva a cabo el rodaje (en este sentido, los mismos cuarenta y cincuenta están llenos de películas filmadas en Africa y similares). Otra cosa que rescatar con respecto a esto, es que es preferible prescindir de toda identidad nacional a equivocarla por la de otro país, pecado mortal en el que suelen caer algunas películas que muestran al uruguayo autóctono como un bigotudo con un sombrero de vaquero, cabalgando su caballo en una especie de desierto inexistente.
Por otro lado, lo que desborda en Gilda es la elegancia. Rita Hayworth es una belleza, pero sobre todo logra una forma de combinar elegancia con sexualidad pocas veces vista. Hay un momento en que comienza a hacer un striptease y nos resulta tremendamente excitante, más allá de que sólo se llega a quitar un guante. Lo hace de una manera que la desnudez de ese brazo vale por veinte Chloe Sevignys felando a Vincent Gallo.


Finalmente, y lo que terminó resultando una revolución copernicana para mi opinión sobre el cine: la elegancia se refleja en los diálogos. Es ahí que uno se da cuenta la belleza de ese cine previo al método. Con la relativamente reciente incorporación de la sonoridad en el cine, todas las películas, y en especial la comedia y el género romántico convirtió al diálogo en su principal fuente de recurso, en un gusto que se podían dar y querían aprovechar al máximo. Mientras que en el cine sucesor, posterior a los años cincuenta, los diálogos se convirtieron en prótesis de los personajes y el mismo argumento, en el cine de los 30’- 40’ hay un gusto intrínseco por el diálogo en sí, utilizándolo en su flujo de palabras como un artesano ve un bloque de madera, pronto a ser cincelado. Directores como Vidor, Sturges, Wilder y Capra se convirtieron en verdaderos orfebres del diálogo. Lo que resulta increíble es ir más allá de las implicaciones argumentales e ir a la estructura del mismo, algo parecido a lo que decía Benito sobre las arquitecturas arreglísticas de los Beatles. Ninguna palabra está de más, todo fin de frase es un pie para la ocurrencia del otro, y todo se estructura en formas de ataques y contraataques que son de una perfección insospechable. Por supuesto, más de uno dice “pero la gente nunca es tan elocuente”, y posiblemente tengan razón, pero la belleza de aquel lenguaje está descontextualizada de los porqué y los cómo de los personajes. En este sentido hay dos géneros que estuve repasando que se llevan las palmas: el film noir y la novela romántica. Con respecto al primero, más allá de su marca de fábrica, que es el pivoteo entre el expresionismo y el gótico, lo que caracteriza a los policiales negros es el tratamiento del personaje principal (en general el detective) y su relación tempestuosa y siempre cambiante con la femme fatale. A la hora de analizar esto, cabe recordar lo que decía Zizek sobre los héroes noir de la línea de Chandler, “un bricolage de rasgos contradictorios que definen el ideal imposible: corriente, pero inusual; perdedor, pero exitoso; cínico, pero creyente en la justicia”. En todo esto se apoyan firmemente las películas, cuya voz en off del protagonista actuaría como la primera persona de las novelas de Chandler. Así, siempre los heroicos perdedores de los callejones se adaptan a esta orfebrería guionística, siempre teniendo la palabra justa, aún cuando tienen un cañón en la frente. Con respecto a este género, el film estandarte sería, sin lugar a dudas, “El halcón maltés”, que tuve la oportunidad de ver, aunque en muy malas condiciones. La película estelarizada por el duro de Bogart fue la última que vi en ese desquiciado maratón cinéfilo. Era domingo y tenía que devolver doce películas para las diez de la noche, y me había preparado física y mentalmente para ver cinco películas en un día, una proeza que sólo había logrado una vez, cuando me había atacado una gripe que me había dejado como el caballero de Fénix tras el ataque de Shaka de Virgo en las doce casas (pah, que ocurrencia nerd, por Dios). Me levanté a eso de las diez de la mañana, me bañé con agua fría y me encajé un café como si fuese coca. Las primeras tres películas las pasé muy bien, pero ya para la cuarta mi atención comenzó a trepidar, quedando mi cabeza como una represa tras una crecida en la última película. Cuando uno está tan sobresaturado, las conversaciones, imágenes y gestos suelen circular en otro registro. Parecen pasar efímeramente como hojas secas arrastradas por un vendaval. Las imágenes y palabras tan pronto como llegan desaparecen, mutan y uno solo se puede limitar a tomar esos puñados de arena que se le escapan de la conciencia. Es así que si me piden que les cuente de la trama, les diré que me pareció por momentos tan enmarañada, llena de mentiras, trampas y contratrampas que es difícil de recordar, mucho más de contar. Pero sin embargo, con todas estas trampas se llega a una conclusión que resulta absolutamente genial. En realidad poco importa quién está del lado de quién, quién es el perseguido y el perseguidor, todo se coagula y desvanece en el desenlace: Humphrey Bogart y los demás descubren que la estatuilla mítica por la que venían matando y robando no tenía ningún valor en sí mismo. El valor había sido adjudicado por todo el mito y desinformación que circuló alrededor de la estatuilla. En cierto modo podría resultar como una alegoría al capital caníbal de la época, en donde el valor dejaba de encontrarse en el producto en sí, y pasaba a estar completamente fundado en su capacidad de flujo violentamente incesante. El capital se convierte en una cosa intangible, una estructura autodeformante y que es imposible de poner en términos de billetes, cheques o acciones. Similar a esto es el periplo del Halcón Maltés. Pero no me voy a poner a hacer este tipo de análisis, para eso está Zizek o Adorno. Lo que me llevaba a esto es la última frase de Bogart, en que le preguntan qué es la estatuilla, y este responde “the stuff that dreams are made of" -la cosa de la que están hechos los sueños-. Es una frase genial, sintetiza toda la película y ciertamente debe haber sido lo primero que pensó Houston a la hora de hacer adaptar el guión. Es una frase tan acertada que debe haber sido como el otro lado del puente, y toda la trama una mera forma de unir A con B.
El otro género es la comedia, que lleva esta fiebre de diálogos a los lugares más impensados. Entre las vistas está “Las tres noches de Eva”, que tiene un argumento imposible pero lleno de chistes muy finos sobre la batalla de los sexos y “Sucedió una noche”, que me pareció una obra de arte del género. La única imagen que tenía de Clark Gable era la de “Lo que el viento se llevó”. Nunca me imaginé que el tipo pudiera llevar un rol cómico con tanta carisma y soltura. La química entre él y Claudette Colbert es increíble, pero hay algo que los trasciende como pareja y es el mismo guión. Es increíble escuchar algunas conversaciones articuladas dentro de cierta intelectualizacion sobre nimiedades de la vida cotidiana (como las instrucciones de Gable sobrelas distintas formas de hacer dedo) y darse cuenta de que estos diálogos perfectamente podrían estar en Seinfeld, al igual que esos personajes absurdos con los que se van topando, como el tipo que maneja el automóvil y gusta de cantar como un tenor de ópera (pudiendoThe Soup Nazi, Bania, Mr. Peterman o cualquiera de los personajes secundarios de la serie). Por otro lado, las películas de los hermanos Marx son gigantes, y llevan los diálogos a donde ningún hombre ha llegado. Sin contar a Zeppo –que es sólo de decorado-, Groucho, Chico y Harpo obtienen una unidad similar a una estructura de carbono: no puede existir uno sin otro, sin saberlo son parte de un sistema que los trasciende. Entre Harpo y Groucho, Chico suele resultar el más razonable de todos. Los dos extremos son increíblemente desquiciados. Harpo es un personaje increíblemente descontrolado, que está más allá del bien y del mal. Es más que humor físico, hay una sutileza en su actuación y una capacidad de decirlo todo sin palabras que resulta distinto a cualquier actuación que haya visto en mi vida. Por otro lado, los monólogos de Groucho son algo tan descomunalmente absurdo que podría dejar mal parado hasta a los más arriesgados guionistas de Chachachá o Padre de Familia. Uno intenta seguirle el ritmo al tipo y de repente nos damos cuenta de que en el camino algo se estuvo comiendo nuestras miguitas de pan y estamos perdido en la inmensidad boscosa del verbo. Hay algo propiamente psicótico en el hablar de Groucho, como si el tipo confundiera las cosas con las palabras, cada tanto perdiéndose en su mismo decir y dejando, no sólo a los otros personajes o rivales en un limbo (el tipo nunca para de maltratar a la pobre Margaret Dumont en cada una de las películas), sino a nosotros mismos como espectadores. Viendo Animal Crackers –entre Duck Soup y A day a traces, la más desquiciada de todas, a mi parecer- sin subtitular me di cuenta de cuanto se pierde en las leyendas en español. He aquí un ejemplo:


Versión original en inglés:
-what do you think about south america, i am going there soon, you know
-¿is that so, where you going
-uruguay
-well you go uruguay and i go mine
Subtítulos en español:
-Qué piensa de Sudamérica, estoy por ir pronto, sabe?
-En serio? A donde irá?
-Uruguay
-Bueno, hagámoslo así, tu vas a Uruguay y yo voy a Paraguay

(????)
Entiendo que es un chiste intraducible, pero los tipos se podrían haber esforzado un poco más.
De cierto modo la mayoría de las películas de los Marx son ensayos de la anarquía, anarquía no sólo en los hechos en sí (las tres que vi se tratan, en su base, de las implicancias de darle excesivo poder a la persona equivocada –A Groucho Marx como dictatorial jefe de estado en Duck Soup, como médico principal en A day a traces y como guest principal en Animal Crackers), sino una anarquía que va más allá del argumento y se instala en el lenguaje y el movimiento.
Finalmente, para cerrar con el género de comedia, vi Los caballeros las prefieren rubias, que no es exactamente de aquella época (es Technicolor y de 1953), pero que tiene una estética aún propia de aquel cine. Todos supondrán que la alquilé por Marilyn Monroe y muy probablemente tengan razón, pero extrañamente lo que más me sorprendió fue no la actuación de la blonda, sino de Jane Russell. Monroe prácticamente se dedica a ser violentamente hermosa e insoportable, mientras que el personaje de la morocha es mucho menos unidimensional. Es una buena comedia, pero hay algo que molesta mucho, y es el mensaje de que el dinero puede comprarlo todo, incluso al final de la película. El gil del novio de Monroe se da cuenta de que la mina lo quiere por el dinero, cosa que también se da cuenta el suegro de la rubia, y sin embargo se terminan casando, sin que ello les genere la mayor molestia. El film es un salmo al materialismo, con ese video tan gráfico como “Diamonds are the girl’s best friend” –que la gente de mi generación lo recordará más por el afane a su estética de Material Girl, de Madonna-, y ciertamente Jonathan Rosenbaum no podría estar más en lo cierto cuando definió la película como “un Potemkin capitalista”. Debo reconocer que me da un poco de asco el mensaje, pero después lo pienso bien y aquello es mejor que las insípidas películas políticamente correctas de hoy en día, en donde todos aprenden una buena lección al final del film.

Hubo un par de películas que quedaron fuera de la selección, Aguirre, la cólera de Dios (cuya copia estaba en tan mal estado que me terminé dando por vencido), El hombre de Mármol (que no me dio el tiempo para verla) y Andrei Rubliev, cuyas circunstancias alrededor del film explicaré a continuación.
Andrei Rubliev con el tiempo se fue convirtiendo en mi Waterloo. Después de varios intentos logré ver La infancia de Iván, pero con Rubliev siempre termino desnudo en la tundra rusa. La debo haber alquilado seis veces y nunca la pude ver de un tirón, volviéndoseme un tremendo karma que me ha seguido a través de los años. Capaz que es una señal, como si por acercarme demasiado al mensaje que oculta el film temiera a sufrir la misma suerte de Ícaro. Todo esto le venía comentando a El fino, convirtiéndosele más que en una advertencia, en una seductora invitación al misterio. Nos preparamos para el sábado en que la exhibí en mi cuarto. Me pegué un duchazo, apagué la computadora e intenté mantener entre rejas a todo aquello que tuviera potencial distractivo. Con todo el cuarto envuelto en algodones, El fino llegó, habiendo comido y dormido lo suficiente para aquel reto de más de tres horas que le había contado. Sin embargo, para mi sorpresa llega un invitado muy poco estratégico, Martín, un muy buen amigo que sin embargo suele estar acostumbrado a films del calibre de Rápido y Furioso, Soldado Universal y Rápido y Furioso II. Le advierto como tres o cuatro veces que el film lo más probable es que le parezca un embole, pero son tantas mis advertencias que termino generando el mismo efecto que con El fino: el tipo está intrigado, quiere ver de qué se trata la película. Comenzamos a ver el film, las primeras escenas son muy sugerentes, la filmación de un tipo volando desde un tipo de globo aerostático. Ya cuando aparece la larga escena de un bardo cantando Martín se siente un tanto desconcertado, pero lo oculta con elegancia. La película sigue avanzando y para los cincuenta minutos encontramos la primera baja: Martín ha sucumbido ante los oscuros encantos de Hipnos, con los párpados trepidantes y herméticos, la boca ligeramente abierta y la palma todavía cerrándose sobre su celular como si hubiera sido su último anhelo por aferrarse al mundo de los despiertos. Para la hora y media El fino también cae en sueño, pero al menos logra despertarse cada tanto, preguntándome qué pasó mientras estuvo dormido y yo manteniéndolo al tanto contestándole “casi nada”. Yo me mantengo despierto, y para la hora y cuarenta y cinco todos están nuevamente despiertos. Guardo la esperanza de que podamos vencer a Tarkovski todos juntos, pero cuando invaden los tártaros nuestra compañía se disuelve, y nos encontramos hablando de ex compañeros de liceo, el clima y una de las muchas anécdotas ridículamente divertidas de Martín. Van dos horas y cinco minutos del film e intento aferrarme a algo para seguir viendo, pero me doy cuenta de que es inútil. El fino mira cada tanto, pero principalmente habla con Martín. Para las dos horas y quince minutos, como la voz del niño que advierte que el rey está desnudo, me convierto en portavoz de lo que todos sabemos y decido poner Eject a la película. Una vez más, otra batalla perdida ante el genio de Tarkovski.

Epílogo
Habían pasado unos pocos días de aquel empache cinéfilo, y a pesar de mi promesa de no ver películas por un tiempo, termino yendo al cine a ver Hit, la película de Claudia Abend y Adriana Loeff sobre cinco canciones que cambiaron la historia de Uruguay. Tras una serie de malentendidos, pienso que María me dice que vaya a ver solo la película, por lo que compro sólo una entrada para el cine Hoyts de Punta Carretas. Me olvidé de traer mis lentes, por lo que decido sentarme bastante adelante. Estoy en la función de las seis, por lo que hay espacio de sobra. Ahora que lo pienso es una estupidez, ya que la película obviamente está en español y no voy a estar obligado a leer subtítulo alguno. A muchas personas le parece inconcebible asistir al cine sin acompañante. A mi me parece de lo más natural, si suelo ver las películas que alquilo solo, ¿qué diferencia hay con ir al cine? Sentado allí, viendo el inicio del film en que dice “había una vez un país…” por un momento me siento sereno y pienso que la butaca de un cine debe ser uno de los lugares que me siento mejor en el mundo, y al mismo tiempo me comienza a invadir una angustia insoportable. La galería de imágenes y grabaciones de archivo tocan un engranaje suelto que tengo adentro y que me hace un extraño nudo en la garganta, una sensación mezclada entre la experimentación de un momento sumamente angustioso y el llanto de emoción de una gloria deportiva. Lo pienso como un sedimento de nacionalismo que me quedó desde la adolescencia, donde la posibilidad de emigrar definitivamente se había constituido una firme posibilidad (nadie sabe lo que quiere a un país hasta que corre el riesgo de perderlo). Viene la entrevista a Anibal Sampayo y me nudo se tensa aún más, esta vez tranquilizándome el hecho de estar más justificado (es decir, la idea de un hombre que nunca fue debidamente reconocido por su música y que ya en su decrepitud no puede recordar las letras que hizo es algo de por sí triste). Pero tras el respiro de las irreverentes entrevistas a los Shakers, para cuando llega Eduardo Mateo me desmorono completamente. Mi rostro está tan duro que tiembla, es esos momentos en que uno se puede verse a sí mismo como en una fotografía y veo mi rostro firme, como el de un hijo mayor intentando mantener su dignidad con estoicismo mientras carga el cajón de su padre en un entierro. La única persona que está en mi fila, un tipo que ronda los veinticinco, treinta años ve mi rostro pálido, los ojos bien abiertos y rojos pero sin lágrimas, y por cierto pudor se levanta y se va unas butacas atrás. Debe pensar que soy pariente del tipo, o algo por el estilo, sintiendo que debe dejarme a solas con la película. En cierto modo agradezco haber ido al film solo, porque para alguien que no suele expresar líquidamente sus sentimientos, la tarea de mantener la compostura resultaría completamente extenuante. Me imagino que de haber ido con María me habría ido de la sala súbitamente, diciéndole que ya vengo, para irme a respirar entre sollozos al baño, mirándome al espejo, intentando ejercitar una cara y una excusa para volver a la película. Pero no hay nadie, estoy solo y si bien eso potencia este sentimiento, lo siento como una cierta tregua que me da el film. Pero el nudo no se va, y cuando llego a A redoblar de Rumbo, ante el primer verso de la canción siento como si aquello agitara un pasado que nunca viví, como si la historia colectiva de la dictadura me poseyera mediúmnicamente usando la película como canal. Aquella canción forma parte del inconciente colectivo de una nación, y uno no tiene que haber vivido aquella época para suponer el impacto que esa canción causó. De chico, cuando escuchaba “Volverá la alegría/a enredarse con tu voz/A medirse en tus manos/y a apoyarse en tu sudor”, sin saber qué era una dictadura sabía que aquel tema era algo muy serio, y aún en mi fervoroso odio hacia lo gremial de estos últimos años nunca llegué a ponerle un dedo a la canción, posiblemente por la misma razón que ahora estoy al borde del llanto. La película sigue y el carisma del Canario Luna me permite sobrellevarlo, pero entonces vuelve las filmaciones de archivo y me vuelvo a ahogar. Una vez que termina el film, tengo que mantenerme sentado durante parte de los subtítulos. Me siento de vidrio, en cualquier movimiento brusco me puedo hacer añicos. Cuando ya no tengo excusas de permanecer allí, salgo lento, cabizbaja. Intento pasar rápido, pero veo los rostros de las personas en la cola. Miran mis ojos, los tengo hinchados y rojos, se comentan cosas al oído. Sin darme mucho cuenta ya estoy en la puerta del shopping, pienso encontrar un cuarto o un baño vacío para arrodillarme por primera vez y por fin, de una vez, llorar.

Friday, March 07, 2008

In the summer that you came there was something eating everyone
La primera vez que fui a Punta del Diablo fue cuando estaba en sexto de liceo. Diferentes amigos, diferentes historias amorosas, distinta época. Caminamos desde Cabo Polonio hasta aquel pueblo, que más que pueblo parecía un pequeño muelle con casas mal diseminadas alrededor. El padre de la chica que me gustaba había venido de Castillos con un lechón adobado de sorpresa. Nuestros estómagos demasiado acostumbrados al arroz parboiled con atún se abrieron como gimnasta rumana para recibir a aquel cadáver que resultó ser la comida que más disfruté en toda mi vida. Todos los refinamientos habían sido dejados de lado, todos comíamos con las manos, lo más rápido que se podía. Las mujeres tenían rastros de adobo en sus cachetes y mejillas. Yo pasé de una pata a comerle los músculos faciales al pobre lechón. Lo único que quedó de él fue el hocico, lo demás parecía un cadáver arrasado por las hienas. En la vuelta, ya anocheciendo y con la panza aún llena, los compañeros de mi grupo me dijeron que si podían regalarme cualquier cosa, me comprarían una radiografía de alma, para ver lo que se escondía detrás del terreno minado de mis palabras. Ya cuando ni siquiera se veían nuestros rostros dije "qué románticos que andamos, che".
Dos años después volví a allá con María. Había pasado la mayor parte del verano lejos de ella, y a mi vuelta había una necesidad e inmediatez de vivir todo al mismo tiempo. Todo era necesario, y prácticamente estuvimos una semana haciendo todo lo que queríamos, sin tener idea de la plata, el clima o las costumbres. De allí siempre voy a recordar dos cosas. La primera, nuestra visita al Clú. María me llevó del brazo, como si fuera un ciego sin bastón, por una ruta completamente oscura, frente a la que se levantaban de los dos lados un bosque bastante espeso. Caminábamos por el centro de la angosta ruta de tierra. Caminar por aquel tajo en la vegetación nos hacía sentir en el centro del mundo, con miedo a que este se nos cerrara sobre nosotros. Nunca nos cruzamos con un auto o persona, yo me limitaba a seguir a María que parecía conducirme al centro de un misterio innombrable, como si fuera Virgilio guiándome a través de la selva oscura hacia las puertas del infierno. Cuando le iba a preguntar por segunda vez hacia dónde íbamos, ya desconfiando un poco de sus promesas cifradas, empecé a sentir un bombo retumbar a lo lejos del bosque. Luego de unos cuantas cuadras de oscuridad, en un momento se abrió un claro y ahí estaba, un boliche al aire libre, prácticamente vacío, el corazón del bosque aún latiendo en negras. Me parecía genial la idea de un boliche tan grande en un lugar tan escondido. Era fines de febrero y la temporada ya estaba bastante baja. Sólo estábamos María, yo, el dueño, y tres brasileños tremendamente borrachos. Recuerdo jugarle un partido de ping pong en una mesa improvisada a uno de ellos, un corpulento moreno vizco y tan borracho que no le podía darle a la bola. Casi todos los puntos los hice de saque y el tipo me imploró jugar una revancha. El segundo partido tuvo más o menos el mismo trámite, sólo que le dejé meter un par de puntos, un poco por lástima, un poco por miedo. El tipo perdió rotundamente, pero festejó sus dos puntos como si hubieran sido los goles de Pelé frente a Suecia en el 58'.
Lo segundo que recuerdo fue fruto de nuestra mala planificación. Nos íbamos el viernes a las siete de la tarde y el jueves a medianoche gastamos nuestro último peso en dos baurús de carrito. Pensamos que íbamos a aguantar el día siguiente sin comer, pero a eso de las tres de la tarde mi azúcar comenzó a bajar drásticamente. Casi no podía caminar y tras encontrar un peso en la arena me compré un Boobaloo como si fuese una inyección de insulina. En aquel momento contemplé seriamente la posibilidad de robar, pero mi miedo y el escaso sustrato físico para efectuar dicho acto me llevó a permanecer inactivo. María tenía una tarjeta de crédito, pero -naturalmente- en ningún lugar aceptaban. El único lugar en donde se podía era en un camping a unos cuantos kilómetros. Sin azúcar y caminando por la ruta, a pleno sol de la tarde, nos salvó un fiat uno rojo que nos dejó en el mismo camping. Ahora que recuerdo, aquella fue otra de las comidas que más disfruté en mi vida. Era tanta el hambre que llegué a comer una medialuna de jamón y queso con dulce de leche untado entre los panes, con coca, melón y youghurt de frutilla (todo mezclándose en un mismo y gigantesco bolo alimenticio).
Nuevamente, dos años después volvíamos a Punta del Diablo. Nuestra experiencia era mayor y alquilamos una cabañita tan hermosa como barata:

Rastros de Tormenta
María desde el principio estuvo preocupada por las kafkianas metamorfosis que se habían anunciado de Punta del Diablo. Ella conocía el lugar desde mucho tiempo atrás, cuando todavía no era un rincón bastante considerado por los dictadores del hype. Para nuestra alegría, si bien el lugar creció considerablemente, y sobre todo en términos de infraestructura, con casas mucho más cool y Cerati Oriented que los viejos ranchitos de madera y quincho, las nuevas construcciones, o al menos las que vimos, en general tuvieron algo de consideración por la arquitectura predecesora. Por supuesto, hay casos como este, en el que algunos argentinos al parecer se embarcaron en la construcción de su propio Xanadú.

El caso señalado antes, si bien no es una casa que sea irrevocablemente fea, su estructura, como una especie de Chappelle de Ronchamp, aunque más parecida al casco de Darth Vader que al sombrero de una novicia, contrasta agresivamente con el entorno y lo convierte en un monolito, una bravuconería absurda, una erección en el lugar y momento equivocado. Hay otros errores y aciertos, pero al menos el centro se mantiene igual de informal y cálido que las veces que fui.
Para María fue un viaje más complicado que para mí. Los días no fueron buenos en general, siempre nublado y con precipitaciones aisladas, y ella le da más importancia a la playa que yo. Para ella bañarse en el mar tiene es tan importante como para un católico ir a misa los domingos.
Eran las dos de la tarde y caminábamos por la orilla, bastante tironeados por el viento que parecía provenir del mismo mar. El tiempo estaba bastante fresco y ciertamente cada tanto caía una garúa que parecía meterse de forma escurridiza por cada uno de nuestros poros. Habíamos decidido que íbamos a ir a la playa, más allá de que el clima no ayudara. La imagen de la playa principal prácticamente vacía, con nosotros dos enfrentados al mar gris, de cierto modo me hizo acordar a aquellas invernales playas de Nueva Inglaterra y los Hamptons, similar a las imágenes de la playa de Interiores, de Woody Allen. En la ida vemos a un matrimonio uruguayo, un niño surfista y una pareja inglesa mirando algo que es tapado por las olas, para salir de nuevo a la superficie. Le preguntamos a los ingleses y el hombre me responde “it seems like a dead animal, or something”. Nos quedamos los siete en silencio, viendo cómo aquella masa negra sale y se sumerge en las fauces de las olas una y otra vez. Todos estamos completamente callados, y extrañamente aquello se siente como un momento muy íntimo.
Unos minutos después proseguimos la caminata y lentamente llegamos a una playa formada en una especie de bahía a la que hay que bajar por una pronunciada pendiente. La playa está completamente vacía, sólo se ve una mancha naranja en la otra punta rocosa. Posiblemente un tipo con un pilot. Caminamos por la orilla. Más allá del frío, me gusta caminar con el agua por los tobillos, me acostumbra a su temperatura en caso de que me quiera zambullir y le hace bien a mi pie derecho, que todavía no se recuperó del todo de aquel esguince cercano al gore que me hice en diciembre. En el camino hay restos de tormenta, es decir, camalotes, ramas, insectos, bagres y otros peces de agua dulce mirando resignados al cielo desde la orilla. Un recuerdo que nunca se me va a borrar era cuando aún era muy chico para pescar y mi abuelo (que iba religiosamente todos los días a una isla cuyos restos siguen estando en frente a la Mansa de Atlántida) se apareció a la una de la tarde con una piraña. Sí, no era un burel, era una piraña en toda su ley. Me contó que luego de las tormentas, tras las grandes crecidas del paraná no es inusual encontrarse con tales animalejos. Al final terminamos embalsamándola (no sé qué será de ella ahora). Recuerdo quedarme horas mirando el rostro de la piraña, con los ojos más redondos, vehementes y expresivos que cualquier otro pescado, que cualquier otro ser en la tierra. En esos momentos uno se percataba de que aquel animal solo estaba concebido para matar.
También nos encontramos con un trozo de manera vomitado por el mar. Cuando digo vomitado por el mar, me refiero tanto al acto de “devolver” como al de ser procesado por encimas y demás jugos gástricos. El pedazo de madera estaba repleto de mejillones, túneles construidos y transitados por piojos de mar y unas larvas que venían de dentro y salían de agujeros en la supeficie, coronadas por una especie de conchas que no paraban de moverse circularmente, como los ojos de un ciego. Incluso, por momentos se abrían y dejaban ver su rosada cabeza, que extrañamente mantenían una extraña semejanza con una vulva abierta y coronada por un clítoris hinchado. Esta última asociación la mantuve para mí mismo.
Aquello parecía más que un pedazo de madera. Era un barco ciudad, arrastando a sus inquilinos de una forma imprecisa y azarosa, como el barco de Fellini en Y la nave va. Iba a arrojarlo de nuevo al mar, pero en una de esas vi un agujero con algo negro y brillante como el petróleo esperando y observándome amenazante, como si fuera un policía detrás de una garita de vidrios espejados, viéndome sin que yo pudiese verlo.
De este miedo tampoco le conté a María.
Habíamos pensado ir caminando a Valizas, pero una llovizna que amenazaba con volverse lluvia nos disuadió de nuestro éxodo oriental. No íbamos a bañarnos. Ni a palos. Sin embargo, a la vuelta vi la cara desilusionada de María y se me ocurrió tirarme de todas formas. Estuvimos nadando, y flotando durante cuarenta minutos, en un mar gris y lacónico, con la erupción de la llovizna sobre su piel, tan solos como las primeras personas del mundo. Hacía viento y ciertamente estaba fresco, pero dentro del agua se estaba mucho mejor. Cuando salimos me sentí diferente, de golpe el clima había dejado de ser amenazador, la llovizna se había convertido en sólo agua que caía del cielo, y la soledad se volvió en otro lugar más que habitar. Ese tirarnos al agua más allá del mal clima fue como un bautismo que nos llenó de un sentimiento de invulnerabilidad pocas veces sentido. Parecía como si nos hubiéramos fundido con Punta del Diablo y sus caprichos, como si la entendiéramos y pudiésemos rebelarnos ante ella. Con nuestros nuevos nombres volvimos hacia nuestra cabaña por el mismo camino, riéndonos de los aullidos del viento y las olas como un adolescente dándose cuenta de que ya tiene los músculos y el temple para matar a piñazos a su padre. Justo cuando nos sentíamos tan seguros como para meternos de nuevo en el mar más picado de la playa principal, como si fuera una advertencia desafiante, vimos el cuerpo del lobo marino, golpeado por las olas, pudriéndose en la orilla.

Rain Dogs
Si hay algo que siempre he apreciado esos son los animales callejeros. Desde hace once años tengo un beagle homosexual y epiléptico que la puso sólo una vez en su vida. Haciendo ese usual y absurdo cálculo de multiplicar sus años por siete, el tipo tendría setenta y siete años. Cuando me critican por lo agresivo y ciertamente neurótico que es, yo siempre replico diciéndoles que ellos estarían igual si mantuvieran esa árida vida sexual durante semejante cantidad de años. Por su lado, los gatos callejeros tienen una vida plagada de emociones extremas, sexo violento y libertino en callejones, la disputa entre la vida y la muerte en enfrentamientos con perros y acrobacias volantes sin red en pretiles traicioneros, todo eso con una mayor elegancia que los perros, que siempre son mucho más evidentes e inocuos.
Pero he aquí los perros de Punta del Diablo, ciertamente una comunidad asombrosa. Mascotas de todos y de nadie a la vez, duermen en cualquier parte, tienen tantos dueños como fuentes de alimento. No tienen ese carácter belicoso y chúcaro de los perros de ciudad. La mayoría tienen claros en el pellejo, posiblemente por peleas con otros perros o animales, pero no hay ningún resto de resentimiento en ellos, todos saben en el fondo que es verano y que tienen que hacer una especie de pacto entre ellos para obtener la mayor cantidad de comida posible.
En una tarde sin mucho que hacer se me ocurrió salir a fotografiarlos a cada uno de ellos. Conforme fueron saliendo las fotos, al mismo tiempo que los perros se nos hacían más frecuentes, le pusimos nombres y en cuestión de tres días ya nos seguían como si fuésemos un habitante de toda la vida.
Abajo, la foto de Roña, ejemplar de las pocas cruzas de perro y rata que quedan en el mundo.

Dego... Por más que cuando voy de vacaciones suelo intentar llevar un estilo de vida bastante lejano de todos los vicios de la ciudad, no pude resistirme recurrir una vez a un cyber. El cyber, como casi todo en Punta del Diablo, es algo tan improvisado como un hospital en una fiambrería. En un pasado oficiaba el local de pool, y con el tiempo se les ocurrió abrir las puertas al mundo del futuro, por lo que decidieron poner veinte computadoras tan viejas que la calculadora le come tantos recursos como el autokad, el emule, un skandisk del norton y veinte páginas de porno soviético funcionando al mismo tiempo a una computadora corriente.
Más allá de algunos percances que me obligan a tener que cambiarme de computadora tres veces (además, para el dueño el msn, mozilla firefox e internet explorer se resumen a “el chá”) dos cosas me llaman tremendamente la atención. En mi computadora vecina hay dos usuarias. Una veterana y su hija, la cual por unas cuantas arrugas, trato y simple fealdad parece su hermana. Las dos están naranjas, un color que por más yodo se supure el aire de punta del diablo, es improbable que sea natural. Efectivamente, se deben haber dado duro y parejo con esas cremas autobronceadoras que parecen ese betumen con que enceran los músculos de los fisiculturistas. Ahora que lo pienso, viviendo la mayor parte en Pocitos me percato de lo desmejoradas que suelen quedar las veteranas a base de colágeno, cama solar y dietas scardale. La cosa es que la hija está hablando con un angloparlante por el skype. Aparentemente la mina había sido su profesora de español. Le pregunta a la madre “¿Cómo le digo para decirle para vernos?”. La madre le dice “Decirle si el would like to see you tonight… no, decile meet me, eso”. Entonces la tipa mientras escribe lo dice en voz alta. Dice “I would like to teach you more spanish classes”. Entonces en una se mira con la madre y dice "I would like to have more... sex classes?”, y se empiezan a cagar de risa, mientras todos tratan de hacer como que no las escuchan. Siempre me pareció bien cierta honestidad entre padre e hijo, pero ese estado de las cosas compinche parece más sacado de desperate housewives o sex and the city que de una supuesta horizontalidad de relacionamiento. Me digo entre dientes: “no hay nada menos sexy que la vida pop uruguaya”.
Segundo y completamente abrumador: Luego de chequear mails y enviar mis artículos a un concurso de columnistas, le voy a pegar un vistazo a mi blog. En esa, mientras escribo dego la barra se autocompleta con el nombre de mi blog. La casualidad es sobrecogedora, ¿quién estuvo visitando desde la misma computadora, desde Punta del Diablo a mi blog?

Hay cosas que no importan...
La penúltima noche cae una lluvia que parece una escoba plateada barriendo la tierra. Para nuestro provecho, ideamos convertir esas vacaciones de verano climáticamente fallidas en una especie de excelentes vacaciones de otoño. Ello implicaba ir a conocer mucho el pueblo en sí, salir a comer más seguido, etc. Por esa misma razón, más allá de las inclemencias climáticas decidimos salir a tomar algo. En el camino un tipo con problemas en el habla nos logra comunicar que Mandrake Wolf se está presentando en un boliche de la playa de la Viuda. En un principio íbamos a ir a repetir la experiencia del Clú, pero luego insisto y terminamos, tras comer uno de esos adictivos baurús, en el boliche donde Mandrake ya viene tocando unos cuantos temas. Tocan varios temas conocidos, entre ellos la genial Miriam entró al Hollywood –a mi parecer, uno de los pocos videos de rock nacional que valen la pena-, Es fácil desviarse (sin saberlo, Wolf se convierte en augur de las inundaciones que azotarán a Buenos Aires dos días después) y Amor Profundo (atrás mío una mina le dice a su novio “pero si esa es de Jaime Roos...”).

A Mandrake le gusta hablar entre tema y tema. En una pregunta si alguien del boliche conoce Crosby, Stills, Nash & Young. Sólo levantamos la mano un tipo que vino con la banda y yo. La levanto con algo de inseguridad, en parte porque no soy un excelso conocedor de la banda (aunque sí escuché el Déjà vu), en parte porque quedaron algunos sedimentos de mi adolescencia, donde levantar la mano era muy mal visto. Sinceramente, ahora no recuerdo cuál tema estaba versionando Mandrake, pero lo hacía con una pronunciación tremendamente tosca y poco ortodoxa. Extrañamente, llegaba a algo parecido pero exactamente contrario a lo que logra Pedro Dalton detrás del micrófono de Buenos Muchachos. Mientras en el segundo el recurso de ese inglés cavernícola llena a las palabras de un primitivismo intimidante que convierte la voz en un instrumento de percusión peligroso, en la voz de Mandrake, potencia la fragilidad e intimismo de cada verso. Wolf desafina, y mucho, pero cada vez que lo hace está revelando algo más suyo, algo que no es gratuito y que como recurso expresivo resulta más cálido que cualquier verso cantado por todos los Cornell’s wannabe’s que supieron saturar en una época el rock uruguayo. Precisamente, en esta forma imprecisa de tocar radica mi primer acercamiento a los Terapeutas (para los no uruguayos, la banda que lidera Mandrake Wolf). Como casi todo lo que vale la pena de la música uruguaya, he de confesar que al principio no me gustaba mucho la banda. Había escuchado unas pocas cosas, y no me había llamado mucho la atención. Sin embargo, tiempo después vi la presentación en vivo de la banda en los premios Graffiti y de golpe el puzzle se reordenó y me cambió por completo el concepto de su música. Si lo pienso fríamente, fue una presentación espantosa, llena de pifies, voz y guitarras escandalosamente desafinadas, mal sonido, acoples y salidas de tempo, y sin embargo todo ello dotó a Miriam entró al Hollywood de una magia particular que no vi en Motosierra, los recontra hypeados Orange o el über genchi de Martín Buscaglia. No, los Terapeutas tenían lo suyo y de la forma más accidentada estaban encontrando camino hacia mi pecho.
Varias cervezas y bises después, el toque termina y me voy a hablar con Mandrake. Un amigo me había comentado que es un tipo muy sencillo y ameno (en realidad me dijo “es el único y auténtico rockstar uruguayo”), cosa que compruebo enseguida. Le digo “bien por sacar a la luz a bares como el Hollywood”, frente a lo que él me responde “bueno, habría que ver si hay que sacarlos a la luz o enterrarlos para siempre”. Ahí la charla desemboca en una selección de los peores bares de mala muerte, entre ellos los fenecidos Bar Celta y Maipo, el Andorra y El Once (con su distinguido olor a meo). Eventualmente le sugiero el Ponte Blanco y ahí Mandrake salta diciendo “pará, pará con ese. Cuando uno termina en el Ponte Blanco ya no le queda nada que esperar de la vida”. Termino de hablar y juro utilizar aquella frase en algún cuento o poema futuro.

Alta rotatividad
Para la última noche nos reservamos unos quinientos pesos (veintipico de dólares, aprox) para comer bien en un hermoso restaurant con luces de vela e imaginería pescadora al que le habíamos echado el ojo desde unos cuantos días. Pido Cerveza, Chipirones y Calamar para compartir, y una señora canta temas de Adriana Varela. Además del hecho de que la señora canta muy bien, lo que resulta genial es que anda con un buzo deportivo y una bandana Puma. Precisamente, cuando me pongo los lentes la reconozco, creo haberla visto trabajar en uno de los almacenes del pueblo. Y ahí se encuentra una particularidad que lo separa de La Paloma, Punta del Este, Atlántida o cualquier otro balneario o ciudad vacacional que haya visitado. La señora te pesa las verduras de mañana y te canta los tangos de noche, el guitarrista trabaja en algunas obras durante el año y en la noche toca unos temas del Darno o Mateo, el mismo dueño saca a bailar una milonga a una veterana que está comiendo en su restaurant, el guitarrista invita a una morocha de una mesa a cantar y la tipa interpreta Un vestido y una flor de Fito Páez con juegos de voces como si fuese una integrante de Operación Triunfo esperando su gran oportunidad. No muy lejos, en otro barcito un moreno te toca desde los temas más hermosos de Jobim hasta la canción más asquerosamente insípida de Maná para pagarse la comida. El tipo que nos alquiló caballos también arregla automóviles, el que nos alquila la cabaña cultiva tomates y nos ofrece algunos para el almuerzo, un albañil se sumerge en las heladas profundidades del mar de invierno para vender en verano unos caracoles y restos de barcos a muy buen precio. Un niño te atiende en su local y mientras tanto se pone a jugar al fútbol con una nueva amistad porteña, la adolescente que nos marcó los pasajes nos dice que trabaja en una tienda de ropa del Chuy y la señora que nos hace baurús nos cuenta sobre sus anhelos por abrir un propio carrito el año que viene. Todos los que hemos conocido comparten todas este tipo de actividades, y al ser tan bien tratado, a uno no le queda otra que querer ser mejor persona, o al menos ser mejor cliente.

El último día voy a marcar los pasajes para las ocho de la noche. Son más o menos las seis de la tarde y María está ordenando los últimos detalles de la casa. Voy cuesta arriba, hacia la cabaña cruzándome con un restaurante donde un grupo íntegramente formado por mujeres toca una especie de música chacarera con violines, charangos y bombos. En mi camino estelas de sonidos provenientes de los locales y las casas se quedan como limo en mis oídos. Principalmente es reggae, Los Redonditos de ricota o algún que otro tema brasileño. Mientras que voy subiendo comienzo a sentir un ruido que sobresale entre todas aquellas guitarras pacíficas. Parece que están matando a alguien. Conforme sigo subiendo comienzo a reconocer las guitarras completamente desquiciadas, la voz monocorde de Lee Ranaldo, los sonidos de llantas derritiéndose por su velocidad en la pista, la disciplinada batería de Shelley. El tema es In the Kingdom #19. El volumen es tan alto que a los ochenta metros reconozco los versos “pain, white light, blinded/some guy there kneeling in the blinded mirage of white light/all my strength to 'heeeeeelp'”. Es ahí que pienso: Ahí, ahí donde está sonando esa música que a la mayoría de la gente de allá le debe parecer espantosa, ahí, esa es mi casa.