Monday, May 12, 2008

Murder Ballads
"El gran sucedáneo norteamericano de la revolución social es el asesinato"
Walter Dean Burnham

Cuando tenía nueve años pegué una foto de Chikatillo en una pared de mi cuarto. Era un recorte de una revista Muy Interesante, revista a la cual prácticamente estaba formalmente suscripto por aquellos tiempos. Aquel número tiene una historia en sí, habiéndose convertido objeto de veneración de tres niños que se disputaban por leerla en los recreos. El ejemplar lo encontramos en la biblioteca del San Juan, y había sido amor a primera vista. Por aquel entonces Juani y yo nos habíamos hecho amigos de un chico llamado Ignacio, pero que llamábamos Jacobo, por aquella extraña costumbre de llamar por el apellido que reinaba en el colegio (yo mismo era conocido como el Acevedo). De Jacobo ya hablé en este post, personaje que siempre parecía haber vivido el horror en carne propia, mientras que nosotros apenas atisbábamos a verlo desde banderolas entrabiertas. Con él apareció George Romero, el Necronomicón, los extraterrestres, el juego de la copa, y sí, eventualmente los asesinos. Prácticamente era como si hubiese traído los temas importados de otra escuela, en donde al parecer dicha fascinación era omnipresente entre sus compañeros. Juani siempre había sido medio veleta, y su entusiasmo por las ciencias forenses duró lo mismo que sus Rollers, su habilidad con el diábolo, sus pantalones carpintero o su titularidad en el Pucarú. Por mi parte, yo ya daba muestras de una cualidad o defecto que me sigue caracterizando hoy en día: mi capacidad de convertir sencillos gustos y manías en religión. En repetidos episodios de mi vida, me ha sucedido de ser introducido por alguien en determinado tema, gusto, o actividad y no demorar en vencer al maestro, convirtiendo aquella tímida o entusiasta recomendación en un modo de vida. Ya me había pasado con Pedro Lamas y Tolkien, mis amigos de facultad y Buenos Muchachos, y ciertamente con Jacobo y sus asesinos. Ciertamente, de haber probado ciertas drogas, sería el perfecto personaje que llena de remordimientos a la persona que lo introdujo al primer gramito, la primer pitada, o el primer pico.
Es así que en cuestión de meses me había convertido en alguien que juntaba información de asesinos como si fuera un pájaro queriéndose hacer un nido con semejante cantidad de recortes y fotocopias. Incluso había llegado a alquilar un libro de Psicología Jurídica -que desde mi perspectiva actual reconozco como horripilantemente conductista-, del que llegué a leer bastantes capítulos, más allá de no entender mucho lenguaje técnico ni fisiológico (podía comprender apenas esbozos de lo concerniente al lóbulo frontal, el cortisol y cosas por el estilo).
Pero por más de haber conseguido información mucho más detallada y profesional siempre terminaba cayendo en la misma revista, que a tantos cambios de página sus ganchitos no pudieron soportar más, como levantando sus brazos en gesto de hastío, convirtiendo aquello en un alboroto de hojas, apenas mantenido en orden por una cinta elástica. Al principio nos habíamos contentado con fotocopiar la considerable cantidad de páginas que llenaban la revista. Luego de un tiempo eso no bastó y terminé robándome el ejemplar. Fue un hecho gracioso, porque la misma tarde Jacobo o Juani, no recuerdo, se dispusieron a robarla, enterándose más tarde que les había ganado de mano. Ahora, repasando aquel artículo, uno se da cuenta de que no era gran cosa y difícilmente hablaba de algo que ya no se hubiera dicho sobre asesinos. Sin embargo, lo que más compraba a uno era la documentación fotográfica, llena de aquellas imágenes de hombres con ojos desorbitados, corpulentos norteamericanos vestidos de payaso, petisos orejudos, barbudos con svásticas tatuadas entre ceja y ceja. Más allá de Charles Manson, que ya gozaba de cierta iconografía pop, culminada por la ridícula camiseta que solía portar Axl Rose (y en una época donde el chillante hombre de falda era lo más cercano a Dios), a mi me fascinaba la foto de Chikatillo, especialmente por la imagen completamente enfermiza que irradiaba su rostro. Uno se daba cuenta de que debía haber algún tufillo detrás de su tardía encarcelación (como eventualmente se comprobó, por la tregua impuesta al integrar las filas comunistas), porque uno ve cualquiera de sus fotos, y ya desde su apariencia es imposible no despertar sospechas de un pasado o presente evidentemente sórdido.


No hacían falta las pitonisas de Minority Report, uno con ver aquel rostro podría haberlo encarcelado previo a que cualquier tragedia se hubiese efectuado.
La foto la tuve pegada lo que le duró a mis padres darse cuenta de quién era el simpático hombre sin cejas que me miraba desde la otra parte del cuarto (algo así como cinco días). Volviendo atrás, el pegarlo en la pared no se debía tanto por el oscuro –pero evidentemente púber- enamoramiento hacia tal sórdido personaje, sino más bien a un afán coleccionista, como un hombre que ama a las mariposas, pero sólo para mantenerlas disecadas y en vitrinas. En mi caso, soñaba con tener la pared tapizada de fotos de asesinos, recortes de diario, identikits y gigantes mapas de la ciudad con pins rojos, azules y verdes sobre los lugares en donde se registraron los sucesos. En fin, uno deseaba con ser, cuando no un detective, un experto en la materia.
Los años siguieron y mi fascinación por los asesinos se dilató con las nuevas armas que ofrecía la internet. Finalmente había accedido a truculentas imágenes de escenas del crimen, y en mi haber tenía fotos de Shannon Tate, los desmembramientos de Jeffrey Dahmer, o los cuerpos sin vida de las jovencitas de Ted Bundy, frente a las cuales uno incómodamente percibía que eran generalmente bellas.
Mi fascinación por The X-Files no ayudó a desligarme de esos temas, y ciertamente la obsesió se mantuvo durante mucho tiempo, incluso siendo uno de los principales motores para inscribirme en facultad de psicología.
Con el tiempo, Jacobo se entregó por completo a la liberación de Palestina y la causa anarkista y de Juani ya ni sabía qué cosas le gustaban. Yo, sin embargo, había decidido que iba a ser psicólogo forense.
Es extraño ver ahora a mi novia estudiar psicología jurídica, mientras que yo abandoné aquellas antiguas pasiones para abocarme a lo más clínico.
De cierto modo es un barómetro para medir cuánto ha cambiado uno en todos estos años.
Sin embargo, hay algo que parmenece ahí, debiendo ser uno de los únicos que al ver una foto de Onoprienko, u Otis Toole no siente fascinación, miedo o rechazo, sino dulce nostalgia.
En cuestión de años, la música, la literatura y el cine fueron ocupando un lugar cada vez más predominante en mi vida, dejando un poco por fuera a cuestiones de índole criminalístico, psicológico y afines. Sin embargo, y de cierta manera reconciliadora con mis antiguas obsesiones, los filmes sobre asesinos abundan en mi videoteca –no así las novelas policiales, a las que siempre me resultó difícil hincarle el ojo-.
Me gustaría salir con alguna película underground de Lituania, pero, a mi parecer, la película de asesinos fue, y será por mucho tiempo, El silencio de los corderos. Nótese que la menciono en su traducción literal, y no como “El silencio de los inocentes”, parte de ese compendio de castellanizaciones lastimosas que parecen tener a su disposición un diccionario de treinta palabras. Es una lástima que películas como esta caigan a la miopía selectiva de traductores, que se olvidan que, en este caso, el título en inglés adquiere una dimensión mucho más profunda y psicológica que la obviedad alambrada de la palabra “inocente”. Precisamente, a diferencia de la comúnmente alabada actuación de Hopkins –que sí, está genial- lo que diferencia a esta película del cualquiera del género serial killer movie, es que Hannibal Lecter patea la pelota en cancha de la protagonista, convirtiendo aquello en una búsqueda personal por un asesino interno que difiere de la estereotipada y noir imagen del detective atormentado por su pasado. Sin embargo, mucha sangre –ficticia y real- tuvo que correr debajo del puente para que el refinado señor Lecter se hiciera un lugar en el salón de la fama.
Más allá de que el concepto serial killer es considerablemente reciente, con otros nombres han abundado en la historia personajes que con toda justicia podrían ser catalogados como asesinos seriales. Incluso, posiblemente los grandes monstruos del pasado, como puede ser Drácula, los licántropos, etc. perfectamente podrían ser deformaciones narrativas y poéticas de aquellos grandes devoradores de vidas. No es mi intención hacer un extensivo repaso de estos asesinos –después de todo, es probable que puedan encontrar información más detallada en la página de algún fanático de una banda de Funeral Doom-, sino más que nada, vincularlos con sus diferentes reverberaciones en la cultura popular –siendo el cine y la música posiblemente la via eferente par excellence de la cultura pop del pasado siglo (si es que hay pop fuera del siglo XX)-. La introducción histórica encaja como anillo al dedo porque los primeros registros cinematográficos de asesinos en serie precisamente provienen del cine de terror de los 20’ y 30’, con Vlad Tepes y sus diferentes encarnaciones, ya sea el más primitivo Nosferatu de Murneau, o los subsiguientes, más acartonados, elegantes o románticos Dráculas, encabezando la lista de importancia y vigencia. Sin embargo, sacando fechas, a mi parecer la primer película sobre un asesino serial es la genial M, el vampiro de Dusseldorf. La película de Fritz Lang está adelantada, quizás demasiado adelantada a su época, y es un codazo al hollywoodcentrismo de muchos críticos que consideran The Shadow of a doubt (de Hitchcock) la primer película basada en un asesino serial. Más allá de esta cuestión de fechas y condecoraciones, Hitchcock más que su grano de arena, aportó algunas cuantas islas y montañas para la adaptación de asesinos a la pantalla. La ya mencionada Shadow of a doubt –que sirvió de inspiración a uno de los temas más fascinantes de Sonic Youth- enfrenta a la chica protagonista con la disyuntiva de su amor -bastante incestuoso, de paso- hacia su tío y la revelación de que él es un asesino viudas dispuesto a matarla, de ser necesario para mantener su secreto. Después de ésta, vino Psicosis, con el Norman Bates parcialmente inspirado en Ed Gein (asesino muy creativo que debe haber sido, sin tantas muertes en su haber, uno de los más inspiradores asesinos de la crónica roja estadounidense -Buffalo Bill, Leatherface, entre otros) y Frenzy, con claras resonancias a Albert de Salvo, el estrangulador de Boston, con la sutileza de matar con una corbata en vez de las medias de nylon de sus víctimas.
Peeping Tom, o El fotógrafo del pánico, también dirigida por un inglés (Michael Powell), tiene el mérito de humanizar al asesino, haciendo un recorrido arqueológico de su vida, marcado por la frialdad de un padre que lo trataba como su más ambicioso experimento, investigando en él el miedo y sus relaciones psicofisiológicas (algo así como una versión más terrorífica e hipertrofiada de lo que pudo haber resultado Jean Piaget para sus pobres hijos). La cuestión genealógica se convirtió en una materia obligatoria, no sólo en muchas películas de terror, sino en los estudios criminalísticos, y eventualmente se terminó convirtiendo en un cliché tan burdo como un psicólogo hablando de los adolescentes en Buen día Uruguay. Una película que justamente le pasa el trapo a muchas de su época, profundizando en la humanidad del personaje, pero no cayendo en ese facilismo explicativo, es El carnicero, de Chabrol, que tiene el gigantesco mérito de manejar la idea de un asesino sensible, incluso querible, que se entremezcla en una relación amorosa con la protagonista. En ningún momento se plantea la pelotudez de personalidades múltiples, en ningún momento se planea una historia plagada de violaciones o demás justificativos, en ningún momento uno llega a pensar que el cortejo hacia Audran es un mero rodeo para un eventual asesinato. No, El carnicero es una historia de amor con un asesino múltiple.
Otra que maneja cierta economía de recursos y que mantiene una tensión ambigua que la convierte de las mejores del género es Henry, retrato de un asesino. La película está propiamente inspirada en Henry Lee Lucas, posiblemente uno de los asesinos más volubles y cirqueros que hayan existido en la historia, pero no por ello menos brutal. Cuando fue capturado por la policía apenas se le imputaba una decena de asesinatos, pero luego, con la inclusión al ruedo de Otis Toole, su menos brillante –pero no por ello menos jodido- camarada y fluctuante amante, el tipo comenzó a hablar y aquello fue como la escena del water destapado en La conversación, de Francis Ford Coppola. Los números empezaron a ascender y fueron pasando las decenas y centenas hasta llegar a la ridícula cifra de quinientas personas. Además de esto, Henry Lee empezó a confesar proveer niños para sectas satánicas internacionales y los oficiales empezaron a pensar que al tuerto medio como que se le había ido la moto. A la ya jodida naturaleza mediática de Lucas se le agregan las efemérides de su relación con Toole, con pequeñas delicias de la vida cotidiana como el hecho de decir que no compartía el caníbal gusto del petiso, diciendo sencillamente que no le gustaba la salsa barbacoa que le ponía a la carne de sus víctimas. En todo caso, con Henry Lee Lucas se termina de redondear un proceso de incorporación del asesino a la cultura pop, que desde el mismo Jack el destripador se venía gestando desde unos cuantos años, algo que han intentado mostrar películas como Asesinos por naturaleza –adaptación de la ruta sangrienta de Charlie Starkweather y la teen Caril Fugate, que resulta un tanto redundante en la sobreexposición de esta idea- y la más jodida, aunque menos conocida por acá Ocurrió cerca de su casa, película belga que se articula en torno al reality show de un asesino múltiple. Siendo una gallina de huevos de oro, Greil Marcus en Rastros de carmín habla en términos marxistas precisamente de esta escalada pop por el asesino en serie más exitoso: “Pero entonces Theodore Bundy llegó a los cuarenta; Henry Lee Lucas reclamaba ciento ochenta y ocho víctimas, luego seiscientas. La inflación superó cualquier posibilidad de significado; el único valor de uso de un asesinato era su valor de cambio”.
Incluso las cadenas de carbono se van conectando, y Starkweather estaba obsesionado con el cine, específicamente con el James Dean de Rebelde sin causa –basta ver fotos de cuando fue apresado para darse cuenta-.

De cierta forma, el corto y ruidoso periplo del asesino de Nebraska es el director’s cut que Nicholas Ray nunca podría haber filmado en el Estados Unidos de los cincuenta. Viendo cómo la muerte, y sobre todo la muerte no ficticia vende tanto, a uno le surge la idea de que la cantidad de películas inspiradas en asesinos seriales, el entusiasmo de cierta gente por saber todos los métodos de los torturadores, el interés de seguirle la pista a un asesino o a un caso no resuelto, no se debe a la tranquilizadora idea de informarse para que no ocurra de nuevo, sino la incómoda noción de colocarse, por lo menos inconscientemente, no del lado de la víctima, sino del perpetuador. Tal como la obsesión por las infidelidades, los asesinatos en pantalla, en hoja, o en música ocultan el deseo de sacar a pasear -con correa- al frío asesino que llevamos dentro, por más que seamos veganos de GreenPeace, y tengamos en nuestro haber la discografía completa de Jorge Drexler.
Faltarían muchísimas películas, pero el post, más que cinéfilo o sencillamente morboso, se plantea la siguiente cuestión: ¿Tienen los asesinos en serie una buena adaptación al lenguaje musical?
Más allá de que la génesis de las crónicas rojas se encuentran en el medio musical -llevadas a cabo por los bardos de otras épocas-, los asesinos en este lenguaje suelen ser utilizados como meros arquetipos de virilidad rockera y lobotomizada, metáforas de amores románticos llevados a las últimas dimensiones de la carne, tácticas de shock, o mero snobismo transgresor. El Metal es una máquina vomitadora de subgéneros que sólo exige en su formulario de inscripción un poco de oscuridad, y los asesinos ya tienen su pequeña parcela en este reino, con el término Murder Metal, que es una clasificación más temática que estilística, capitaneada por bandas como Macabre, o la japonesa Church of misery. La mayoría de los temas de estas bandas son una cagada, y tendrían que ser tomados con la misma seriedad que las canciones de Banio Químico (aunque los argentinos son mucho más graciosos y divertidos). De la misma forma, al escuchar temas como los de Cradle of Filth -inspirados muchos de ellos en Bathory-, o Guyana (the cult of the damned), de Manowar –basada en el ocurrente Jim Jones, tipo que bautizó parcialmente a Brian Jonestown Massacre-, uno piensa en tirar la toalla.
Sin embargo, hay algunos casos que habría que rescatar. Precisamente, realicé un compilado con canciones de asesinos, intentando principalmente abarcar unas cuantas fichas que marcaron la crónica roja de este siglo, y procurando mantener un nivel de canciones más o menos bueno. Además de esto, como fetichista que soy, me tomé la molestia de hacerle una tapa y contratapa, a modo que quien quiera tenerlo orgullosamente en la estantería, pueda tener algo mejor que un Benq escrito con liquid paper.
Acá la lista de temas, ordenada por asesino/banda/canción, respectivamente:
01-Charles Manson: Sonic Youth/Death Valley 69'
02-Jeffrey Dahmer: At the drive in/Arcarsenal
03-Charlie Starkweather: Bruce Springsteen/Nebraska
04-Lee Shelton: Nick Cave and the bad seeds/Stagger Lee
05-David Berkowitz: Elliott Smith/Son of Sam
06-Ian Brady & Myra Hindley: The Smiths/Suffer little children
07-Albert de Salvo: Rolling Stones/Midnigth Rambler
08-Brenda Ann Spencer: Boomtown rats/I don't like mondays
09-Gary Ridgway: Neko Case/Deep red bells
10-John Wayne Gacy: Sufjan Stevens/John Wayne Gacy jr.
11-Zodiac killer: Melvins/Zodiac
12-Edmund Kemper: Throbbing Gristle/Urge to kill
13-Bonus track: Suicide/Frankie teardrop


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(si, faltaron nombres Albert Fish, Onoprienko, Jerry Brudos, Dennis Nielsen, Unabomber, Rifkin, Speck, Garavito, Willliam Suff, Pichushky, es porque no tienen canciones que realmente valgan la pena escuchar)
Morrissey está en la línea de los mejores letristas de los últimos tiempos, y ciertamente sabe tomar la posta en las canciones inspiradas en asesinos ilustres. Suffer little children se encuentra en el disco homónimo de la banda, y está inspirado en los famosos asesinatos de Moor –lugar donde se encontraron sepultadas la mayor parte de las víctimas-, perpetuados por Ian Brady y Myra Hindley en Inglaterra. La dinámica se centraba principalmente en la blonda Hindley llevando a niños por engaño a un páramo donde generalmente su novio Brady los violaba o estrangulaba. Los tipos siguieron con este infalible estilo por unos años, llegando a grabar en cinta los gritos de una niña de diez años que raptaron y asesinaron, también sacándole unas cuántas fotos de su cuerpo. Sin embargo, como la mayoría de los asesinos seriales, terminaron resultando demasiado entusiastas para su propio bien y en un asesinato medio caótico tuvieron que confiar en la confidencialidad David Smith, el cuñado de Hindley, que no dudó en contactar a la policía. Efectivamente, esa tapa que tantos de nosotros amamos y llevamos estampadas en remeras –me refiero a la portada del Goo- es una foto del tal Smith y su esposa –la hermana de Hindley- luego de testificar en el circense juicio de la sangrienta pareja. Morrissey, que por la época de los asesinatos debería tener cuatro o cinco años, debe haber incorporado el miedo de aquellos tiempos –por lo menos, de sus padres-, resurgiendo y adaptándolo en una de sus muchas hermosas letras. Lo más interesante de Suffer little children es la forma en que está organizada la letra, encarnando la voz de todos los implicados, desde Hindley hasta las pobres víctimas, pasando por el llanto de la madre de una de ellas. No escatima en mencionar nombres y no queda ningún cabo suelto. O quizás al contrario, se los presenta a todos, pero de una manera vaga, casi flotante, que es lo que genera una de las emociones más perturbadoras y a la vez hermosas de la canción. Quizás por estar hechas unas cuantas canciones a cuatro manos -con Morrissey escribiendo las letras y Marr llevándolas a música-, suele haber una ambigüedad desconcertante, aunque no shockeante entre las melodías de las guitarras y la naturaleza lírica. Precisamente, en Suffer little children uno nunca logra saber qué tipo de canción es aquella, saltando entre el llanto, la canción de juegos infantil y la mera perversión truculenta. En realidad es algo más bien distintivo de los Smiths, con canciones líricamente devastadores y melodías que no las acompañan precisamente en el sentimiento, pero que terminan produciendo algo cualitativamente nuvo y distinto. Los dos momentos más jodidos de la canción llegan cuando aparece en escena Myra Hindley (Hindley wakes and Hindley says/Hindley wakes, Hindley wakes, Hindley wakes, and says:/"Oh, wherever he has gone, I have gone"), teniendo su participación una cosa muy vaga, como si fuese la incorporación a escena de una actriz de cine mudo, como si fuese el terrorífico acontecimiento livianamente recordado por uno de los niños. El segundo momento que hiela la sangre, es el final coro de los muertos, con los llantos de los niños perdidos entre la música, generando un efecto sobrecogedor similar al tema The Kids, del tío Reed.
No menos sobrecogedora es la representación de John Wayne Gacy llevada a cabo por Sufjan Stevens. Ezequiel mantiene que el simpático Stevens es el germen de todo lo que está mal con el indie, y sin confirmarlo, reconozco que tiene sus razones, pero canciones como estas me impiden afiliarme a su sociedad S.S.S.F.D (Sufjan Stevens Should Fucking Die). Posiblemente esta es una canción que por su sentir, melodía y oscuridad no se la merece tanto un tipo tan jodido como Gacy y sí uno más trastornado y dramático Jeffrey Dahmer (que no tiene la frialdad sádica de Pogo el payaso, sino un drama homosexual de querer poder retener –aún muerta- a la persona que siempre nunca se queda a desayunar en su cama-. De Gacy ya se ha hablado bastante, siendo la principal inspiración para la esperadamente cagada It, de Stephen King –un tipo que, ya sin gustarme, tiene la horrible costumbre de crear los finales más absurdos y espectacularmente estúpidos del mundo-.



La canción maneja el tema con una sensibilidad desbordante, llegando a picos inimaginados para un tipo de guante blanco como Stevens, en versos como “Look underneath the house there/Find the few living things, rotting fast, in their sleep /Oh, the dead (…) He'd kill ten thousand people/With a sleight of his hand/Running far, running fast to the dead/He took off all their clothes for them/He put a cloth on their lips/Quiet hands, quiet kiss on the mouth”. Cuando menciona underneath the house there, hace referencia al infame sótano donde Gacy torturaba y violaba a la mayoría de sus víctimas, tal como dice Stevens, Twenty-seven people /Even more, they were boys/With their cars, summer jobs/Oh my God. El tour de force de la canción llega en la estrofa final, en la que, tras permanecer horrorizado con lo perpetrado por Gacy, reconoce que en el fondo no hay mucha diferencia con él.
And in my best behavior
I am really just like him
Look beneath the floor boards
For the secrets I have hid
En esa ligera referencia a Poe hay algo más allá de la letra que te eriza hasta el culo, y es la disonancia del piano final. Debe ser uno de los mayores usos del claroscuro que haya escuchado: a uno, quizás tal como con la canción de los Smiths, le resulta difícil hacer concordar el tono dulce con el contenido horrorizante que se encuentra detrás de la letra, y sin embargo, cuando termina el último verso y llega ese piano, cambia por completo la atmósfera, y deja abierto el misterio tal como podría haberlo hecho David Lynch en el capítulo final de Twin Peaks, o en tonos más dramáticos, en vez de misteriosos, Ettore Scola en la, hasta los últimos dos minutos cómica, Brutos, Feos y Sucios.
Siguiendo la línea de discordancia entre contenido y melodía, está el tema de los Boomtown Rats, una banda que en criterios generales me parece insoportable, y que es más conocida por haber sido liderada por Bob Geldof, quien ya todos lo conocemos de sobra. En este caso parecería que se van un poco al carajo, y con cierta desfachatez hacen una especie de Opera Rock inspirada en un tiroteo perpetrada por Brenda Ann Spencer a fines de los setenta. Como buenos norteamericanos, los padres de la Spencer, para su cumpleaños de dieciséis optaron por regalarle, en vez de una radio –como ella había pedido-, algo mucho más instructivo y estimulante como un rifle. La mina había aprendido rápido, y solía practicar con latas, botellas y patos. Sin embargo, no fue conocida como la nueva Guillermo Tell, sino por un famoso incidente –y principalmente por una frase vinculado al mismo, que precisamente inspiraría a la canción- que sacudió a San Diego no mucho tiempo después. Un día, Brenda sacó el rifle y como una buena sniper comenzó a disparar a la gente desde su casa a la puerta de su colegio (que al parecer quedaba en frente). Llegó a matar al director y a un conserje, también hiriendo a seis niños. La casa de la Spencer estuvo sitiada por más o menos seis horas, y cuando finalmente se la pudo capturar, en el interrogatorio ofreció pequeñas perlitas como “no tenía particular preferencia, me guiaba principalmente por las camperas rojas y azules”. Cuando se le preguntó por que lo hizo, respondión “I don’t like Mondays”. A mi tampoco me gustan, actuando mi disgusto en no darle mi asiento a mujeres en el ómnibus, pero bueno, cada cual tiene su manera particular de hacer catarsis.
La lista también incluye incuestionablemente a Nebraska, de Bruce Springsteen, canción que figura en el disco homónimo, el cual posiblemente sea de lo mejor que ha hecho The Boss hasta la fecha. Nadie puede discutir la capacidad de storyteller de Springsteen, pero me gustaría remarcar la influencia -que reconoce y se nota tremendamente en determinadas partes del disco- de Suicide. A uno le podría parecer extrañísimo, pero la herencia de una banda tan avant la lettre como Suicide, prefigura, no sólo en cualquier disco electrónico que se haya hecho a partir de los setenta, sino en tipos que hacen –en apariencia- cosas diametralmente opuestas. No tanto en este tema, sino en State trooper, uno puede reconocer algunos elementos de Frankie Teardrop, como ciertos inesperados gritos de Springsteen similares a los de Vega que por momentos llegan a saturar los parlantes, y una guitarra repetitiva que imita, de cierto modo, los hipnotizantes sintes y cajas de ritmo de Martin Rev. En todos los discos de Springsteen uno puede ver cierta repetición de temas como el anhelo de libertad, las situaciones familiar o económicamente jodidas, o un pasado que acompaña carverianamente en pequeños gestos y detalles a los estoicos personajes. Es parte de esa reconstrucción mítica de Estados Unidos, el Estados Unidos interior y pobre, en el que se encuentra las raíces del folk, el blues, quizás toda la música popular de dicho país. Y precisamente, este tema no sale de esa línea, siendo el frenético destino de dos jóvenes fanáticos de James Dean (Starkweather y Fugate, de los que ya venía hablando) una búsqueda de una libertad radical, tan radical que resulta mortífera para el resto de las vidas.
En estas reconstrucciones míticas, un frontman como Nick Cave no se queda atrás, un tipo más que obsesionado con el destino de una nación, con imágenes bíblicas y vocación oradora propiamente trasmitida por su padre, pastor en sus años de infancia en Australia. Nick Cave toma una posta de trovadores de larga tradición, cantando sobre las andanzas de Stagger Lee, inspiradas parcialmente en la vida de Lee Sheldon. Stagger Lee está inspirada en un fiolo que mató de un disparo a un compañero suyo en una riña de bar. Lo llamativo de Stagger Lee es precisamente su cuestión mítica, por el lado de que, por más de ser un asesino prácticamente nimio al lado de miles de asesinos mucho más crueles y prolíficos, es un tipo que ha inspirado a miles de versiones –entre las que incluyen a bandas como The Clash, The Grateful Death, Bob Dylan, Duke Ellington y propiamente Nico Cueva-, cada una agregándole nuevos atributos y mayor violencia. Precisamente, Cave en su versión se concentra en lo más violento de la historia, incluyendo blow jobs y todo. Como si fuera un teléfono descompuesto, un mediocre asesino pasional terminó convirtiéndose en arquetipo de la virilidad, llevada a sus máximas y violentas consecuencias.
Sonic Youth siguen esta senda, siendo una banda que siempre estuvo obsesionada en conjugar elementos de la alta cultura con la vida Pop estadounidense. Pruebas de sobra son el álbum Ciccone Youth, The crucifixion of Sean Penn y una interminable lista de referencias. El Bad moon Rising (precisamente, un título en referencia a una canción de Creedence, otra banda muy norteamericana) era una vuelta hacia los orígenes del rock, sólo que vista por otro lente, tal como lo habría hecho Nietzsche, que había desenterrao todo lo dionisíaco de los griegos, apecto que tantos antropólogos habían intentado tapar, por el anhelo de mantener una herencia fundacional del pensamieno racional de occidente. Bad Moon Rising, y sobre todo Death Valley 69’ es la exploración esa cara de la época no iluminada por el sol.


Los crímenes de clan Manson fueron un punto de quiebre de algo que ya se estaba gestando desde hace unos años, y que como matar dos pájaros de un tiro, hizo colisionar dos mitos de felicidad que habían permeado a la juventud de esa época: el fin de la utopía hippie y el mundo de los sueños de Hollywood. Precisamente en 1969 se comienza a barrer el papel picado del mayo francés, los Rolling Stones muestran la contracara de los festivales hippies en aquel fatídico concierto gratuito en San Francisco y se registran las famosas muertes en lo de Shannon Tate y LaBianca –en fin, creo que saben la historia-. Lo genial de Death Valley 69’ es que como letra es casi indescifrable, parece como retazos de vivencias y sueños escurriéndose por los dedos, con imágenes y frases que por sí solas son neutras, pero que juntas crean una mega pesadilla, como llevar un malestar a imágenes, más que a conceptos, como si mediúmnicamente hubieran traído al espíritu que pobló aquel fatídico año y lo pusiera en la mesa de disecciones.

And you wanted to get there
But I couldn’t go faster
It couldn’t go faster
So I started to hit it
So I started to hit it- hit it- hit it- hit it
Coming down- Sadie I love it
Now now now Death Valley 69’

Me gustó la idea de terminar con Throbbing Gristle, una banda que ha empujado los límites de lo permitido a lugares que sólo habían llegado los accionistas vieneses –y posiblemente con más idea que los segundos-. En sus toques de COUM transmission Cosey Fanni Tutti y Genesis P- Orridge se enterraban las uñas entre ellas, habían tipos con el rostro embalado en alambres de púa y se exhibían esculturas hechas de tampones usados. Todos los toques tenían el fin de impactar, y ciertamente cuando la gente empezó a esperar la violencia, Cosey y Genesis creaban atmósferas aterciopeladas en donde no había lugar para el dolor –incluso, había un lema que era “Decepción Garantizada"-. En la jodida banda de Manchester, siempre se utilizó imaginería militar y burocrática, y ciertamente nunca quedaron muy por fuera los asesinos. Urge to kill es un tema grabado en vivo e inspirado en Edmund Kemper, asesino de más de dos metros que como un sueño de Wes Craver, se dedicaba a matar casi íntegramente a colegialas. Tal como Ted Bundy-que también tenía afición por las colegialas-, no era un asesino que se lanzara a su presa como perro sobre comida, sometiéndolas a una concienzuda revisión, casi como si fuera un casting (Kemper más allá de su apariencia tosca, era un tipo bastante inteligente que supo burlar durante mucho tiempo los peritos psiquiátricos).


Genesis P-Orridge es un/a tip@ bastante inteligente, y en todas las entrevistas siempre uno puede extraer cosas mucho más interesantes que las ideas de Bono sobre la guerra en Irak. En esa compleja idea de evolución y autodiseño genético y corporal que tiene Genesis P-Orridge (alguien que no es un he, ni un she, sino un it), sostiene que las únicas especies que han sobrevivido son aquellas que hacían algo completamente impensable para el resto. Mantiene que esas excéntricas especies son los freaks de hoy en día, personas que experimentan con las posibilidades de alteraciones que ofrecen la cirugía plástica, que desafían los esteriotipos y que crean nuevos valores. Acá está lo interesante: nunca llegó a decirlo, y dudo que si lo piense lo diga –aún siendo alguien tan outspoken como Genesis P-Orridge-, pero habría que pensar, en esa fascinación por los asesinos que tienen COUM o TG, si no está la implícita la idea de que los mismo asesinos son los freaks de los que habla, los genes desviados que harán posible la supervivencia de la especie.

Epílogo:
El domingo me quedo a dormir en lo de María. Como muchas casas del Prado, su casa tiene una extraña acústica que hace sentir pasos y crujidos en lugares donde uno bien sabe que no hay nadie. Mis cuñados se fueron a casa de sus respectivas novias. Mis suegros duermen en un bloque apartado. Una sobredosis de ravioles me mantienen postrado en la cama, sin poder moverme mucho. María y yo no tardamos mucho tiempo en dormirnos, pero por una extraña razón me despierto a las cuatro de la mañana. Me doy cuenta al toque de que estoy completamente despabilado, casi sin lagañas. No quiero despertar a María, por lo que no me levanto a ver algo de televisión. Es entonces que escucho el teléfono sonar dos veces. Pienso que podrían ser mis padres, por no haberles avisado a dónde iba a quedarme a dormir. Aún así, es extraño, muy extraño y los unicos dos tonos marcados dan tanto la opción de alguien que desistió rápidamente su llamado, así como alguien que levantó el tubo tempranamente. Me quedo pensando esto cuando escucho el teléfono nuevamente, acompañado de una voz que lo atiende. No es la voz de mi suegro, más bien se parece a la de mi cuñado. Pero mi cuñado ya se fue, pienso con la frazada hasta el mentón. Tampoco es costumbre de mis suegros estar deambulando por la casa a tales horas de la noche, y todas las conjeturas posibles orbitan alrededor de mi cabeza, comenzándome a invadirme el miedo como si fuera un niño. Estoy sudando y la idea de que hay gente invadiendo la casa ya prácticamente es ciencia. En un mes se robaron del fondo dos garrafas. Pienso que son los mismos, esta vez se van a llevar todo, el televisor, el DVD que traje para ver El Proceso, la misma película, alquilada en Video Imagen, mi mochila con un libro apenas empezado de Bolaño, mi lapiz, mi buzo, mi bufanda. La idea de ellos robándose todo y yéndose parece tranquilizadora en comparación a las otras posibilidades que comienzo a poner sobre la mesa. Recuerdo el reciente caso de Colonia, pienso que quizás nos maten una vez robado todo. Podría levantarme y ver qué sucede, enfrentarlos de ser necesario, pero algo me dice que lo mejor es hacerme el dormido, e intentar que María permanezca igual mientras que se desvalijan toda la casa. Pienso que hasta podría dormirme efectivamente, pero mientras me esfuerzo en apretar los ojos, siento unos pasos en la cocina y lo único que puedo hacer es sudar y esperar. Caminan erráticamente por la casa, van al living, abren canillas, sacan papeles. Pienso en la historia que me contó una vez una compañera de liceo. Unos ladrones habían entrado a la casa de su padre y este se percató de ellos ni bien entraron. Con miedo a la reacción de los ladrones al enterarse que está despierto, el tipo se hace el dormido lo que dura el robo en su casa. Cuando se están yendo, uno de los ladrones se le acerca, y ante él, aun con los ojos cerrados, le dice: “Hiciste bien en hacerte el dormido, así me gusta”.
Pienso en la escena una y otra vez, y toda idea sartriana de libertad se esfuma, no pudiendo hacer otra cosa más que esperar. Llegan los pasos a la puerta cerrada del cuarto, pienso que podría pegar un salto y trancar, pero se darían cuenta. Es entonces que la puerta se abre y se escucha en “Tricolores, tricolores”, la voz burlona de mi suegro hacia un anónimo auto que se estacionó frente a la casa. Mi cuerpo se ablanda por fin, y pienso hasta qué punto podría haber llegado con tal miedo, habiendo pensado en la posibilidad de llamar al 911. Me intento imaginar la graciosa imagen del malentendido, con mi suegro siendo esposado por policías por hurgar en su propia casa, pero por alguna razón no logro cobrar la tranquilidad.
Intento dormirme y me doy muchas vueltas por la cama de una plaza. María no puede evitar despertarse, y me pregunta qué me pasa.
-Los ravioles-, le digo, dándome cuenta de que voy a presenciar el amanecer en las próximas horas.