Thursday, June 19, 2008

Snob

“El problema, my friend, es que nosotros evaluamos a las personas no por lo que son, sino por sus gustos”.
“El asunto, Agustín, es que usted viene cabalgando con una neurosis obsesiva desde su infancia”.
Con estas dos frases de comienzo similar culminó mi maratónica semana, en la que tuve un parcial de Psicolingüística –nota: Saussure no es lectura de verano-, un trabajo sobre Los Idiotas, de Lars von Trier, desde la perspectiva de Deleuze y Guattari, y las visitas a una paciente que vive en las afueras de Montevideo.
La primera charla fue fruto de una conversación telefónica con un amigo y la segunda ocurrió en mi sesión psicoanalítica del viernes. En apariencia diferentes, las dos terminan hablando de lo mismo.
No hay vuelta, desde mis tres años que vengo coleccionando cosas. En aquellos tempranos años chicanos, un amigo de mi padre me solía comprar un Thunder Cat o Cazafantasma cada vez que visitaba mi casa. En cuestión de unos años tuve casi todos los muñecos de estas series, confirmándolo a través de un catálogo que figuraba en el reverso de la caja de los mismos. La primera letra que aprendí posiblemente no haya sido la A de mi nombre, sino la X con que marcaba los juguetes que ya tenía. A esos se le fueron agregando los Superamigos, los GI Joe –que no me entusiasmaban mucho-, las Tortugas Ninja (siempre anhelé tener el Tecnódromo, pero en Uruguay no se vendían, y si así lo fuese, habría valido un riñón), el elegantísimo Subbuteo y los dementes Dragon Ball Z y Masked Raider -fruto del pasaje de mi padre por el fútbol japonés.
Los coleccionistas más pro suelen mantener a sus action figures dentro de sus respectivas cajas, perdiendo una gran cantidad de valor de ser extraídos de las mismas. Sin embargo, yo no llegaba a tales extremos, jugando bastante con ellos. Una característica particular de mi afición a los juguetes era que, a diferencia de mis compañeros, cuyos cuartos parecían un Hiroshima repleto de cabezas y miembros de muñecos articulados, más allá de haberle dado un tremendo uso, son muy pocos los que se han roto en todo este tiempo.
Hace un tiempo mi madre estaba conversando con mi novia y hablando sobre enfermedades, la muerte, la vejez, etc. terminó diciendo “a mí lo que me preocupa es el desorden que quedaría si yo me muriera”. Es un comentario que, más allá de lo trágico, es tremendamente gracioso, y ciertamente, una linda postal de la obsesión por el orden de mi madre. Como la usina del significante dando cause transformando en energía lo real, mi madre diseñó un cierto orden en mi cada vez más dilatada estantería, separando a los muñecos por categorías, tamaños y exigencias de postura –los más enclenques solían ser recostados contra la pared, por razones obvias-. Algunos años después vendrían los álbumes de figuritas, las Pepsi Cards, los dados de Rol, los discos y los libros, y eventualmente todos aquellos muñecos fueron a parar a un baúl, pero de cierto modo lo que permanece de aquello es el orden, como un espíritu que persiste reencarnándose en los diferentes objetos que desfilan en esos estantes.
Sin lugar a dudas, mi mayor obsesión son los discos, al extremo de querer comprar el Velvet Underground and Nico, cuando mi hermana ya lo tiene en su repisa del cuarto de al lado, a dos escasos metros de mi habitación. No es un mero impulso exhibicionista, cada disco contiene, detrás de su cajita de plástico o de cartón, un momento encapsulado, como esos mosquitos prehistóricos solidificados en ambar, portando en su ADN la huella de un tiempo y lugar pasado, inaccesible por otros medios. Tomo el Pablo Honey de Radiohead, y recuerdo el día nublado en que terminó en mi estantería, el trayecto de ómnibus desde el cementerio del Buceo (donde acababa de presenciar el entierro de mi abuelo) hasta el Punta Carretas donde lo compré con expectativas que se derrumbarían ante la segunda o tercera escucha. Tomo el Daydream Nation, recuerdo el gusto de las Lays con Salsa Valentina, la teenage angst tardía en un viaje que más que viaje era exilio. Tomo el Uno con uno y así sucesivamente, y recuerdo la encarnizada competencia entre Santiago y yo por ver quién era el que lo compraba antes, la retención en la aduana que retardó la llegada del disco, la cara de Santiago baboseándome mientras me lo mostraba en sus manos el retratos de Pedro Dalton comiendo cerebros, sin permitirme siquiera tocarlo. Tomo el vinilo de Love songs for patriots, recuerdo el sentimiento de saber que nunca lo iba a conseguir, y aquella mañana de sábado que lo encontré en las bateas de Ernesto, luego de un parcial fatídico. Y recuerdo incluso esos otros discos, de los que ni siquiera me gusta traer a mención, también comprados en las circunstancias más variables posibles. Ocho años atrás le mostraba los 3:47 minutos de un tema a un amigo, poniendo el tubo de teléfono contra uno de los parlantes, compartiendo aquel hallazgo como si hubiera encontrado petróleo tras un balazo en el suelo; hoy en día me encuentro con ese disco observándome desde el estante y le respondo su mirada con una cariñosa vergüenza.

Hace unos cuantos meses Brunomilan escribía sobre la historia de su primer compilado, derrotero por el que casi todos los nacidos en los ochenta pasamos alguna vez. El hecho de que el 90% de nuestros músicos favoritos de la adolescencia van a tener que pasar por sus juicios de Nuremberg a nuestros veinte-veinticinco años es un hecho casi científico, pero más allá de eso, tal como lo señalaba antes, uno no puede terminar odiando a aquellos discos, ya que los gustos de uno se sostienen por los sucios andamios de sus fanatismos pasados.
En aquel post, ya que todos andábamos sacando los trapitos al sol, se me ocurrió buscar entre los casetes algunos de mis compilados quinceañeros. En aquellos tiempos internet era visto como una cuestión exclusiva de pornocos, cazadores de ovnis y fanáticos del Command and Conquer, quedando la posibilidad de bajar material musical bastante fuera de cuestión. Más allá de que existiera el Napster, las descargas no solían pasar la velocidad de los 5k por segundo, y bajarse un tema de seis megas era una labor que exigía demasiada paciencia, por no decir ataraxia budista. Por esta misma razón, el método era las grabaciones hechas por amigos, generalmente disgregadas en ensaladas, con canciones que en algunos momentos se solapaban, entremezclándose con antiguas grabaciones, o simplemente desintegrándose. Me llama la atención la intensidad del miedo por el resurgimiento de la cultura del single, circunstancialmente impulsada por la internet y las frenéticas descargas en celular. Si hubo una época single-oriented, era aquellos años del casete, en que un amigo te grababa un tema amputado del resto del disco, a veces afanados directamente de la radio, sin siquiera saber el nombre del artista, o mucho menos el disco en cuestión. Recuerdo particularmente el caso de un compañero de inglés que para grabarse un tema unplugged de Kiss aproximó el micrófono de una grabadora al televisor, poniendo rec y capturando las tres cuartas partes de aquella canción que tanto le gustaba. Incluso, en una parte del solo de Ace Freeley se escuchaba el timbre y los ladridos de una perra Rottweiler que mi amigo solía pasear (o que lo paseaba a él, considerando las dimensiones de hobbit del flaco). A varios de mi grupo proto-melómano del instituto les gustaba ese tema, e hicieron algunas cuantas copias de aquella cinta. Calco sobre calco sobre calco. Me da risa imaginarme cuál debía ser el producto final de todo eso, posiblemente una granulosa pasta de ruido, con algunas versos y estribillos reconocibles emergiendo como apéndices dispersos. Pero sí, la verdadera cultura del single estaba inconscientemente en su apogeo en aquella época, donde todos consumíamos lo que podíamos, de la forma más irresponsable, inmediata y poco ortodoxa que estaba a nuestro alcance.
Ahora reviso y en ese rizoma de cintas y plástico encuentro algunos cuantos de estos compilados, uno con canciones predominantemente románticas para escuchar en la noche, otro con temas sueltos de Pearl Jam, otro titulado “Colección de canciones bizarras grabadas por el Oliver”, con algunos temas de Marilyn Manson y Chopper (sí, Chopperrr), entre muchos otros como el que les dejo abajo (y que incluye a ciertas bandas imperdonables, ya lo sé, but we we're young and innocent)
Entre muchas algunas que figuran en el reverso de aquel casete hay una en especial que me llama la atención: Live. Ahora que lo pienso, aquel era un gusto desconcertantemente original. Porque no era sencillamente que me gustara. No era que me hubiera colgado con Selling the drama, o algunos de esos escasos hits que mantuvieron en sus manos como majugas en calderín. No, era un verdadero fanático de la banda. Pongo el casete, escucho los temas y más allá de ciertos falsetes incómodos del pelado y una lírica con muchos lugares comunes onda Krishnamurti for dummies, reconozco que, quizás movido por cierta nostalgia, algunos cuantos temas suyos me siguen gustando. Sin embargo, lo verdaderamente extraño es que nunca conocí a nadie que le gustara la banda. En ocho años lo más cercano a un fan que conocí fue un compañero de facultad que sabía interpretar en la guitarra algunos temas de la Live, sin recordar dónde los aprendió.
El asunto intrigante de Live es que encontrar a alguien que se declare fanático de ellos es más extraño que ubicar a alguien cuya banda favorita sea Nurse with wound. Siendo la última perteneciente a un terreno sólo reservado para melómanos en terapia intensiva, Live juega a la gallinita ciega en ese terreno de transición entre lo maintream y lo indie, lo populachero y lo culto, sin ser lo suficientemente buenos para entrar en los anales indiscutibles del rock, ni lo suficientemente malos para generar alguna especie de culto bizarro. Incluso, no tiene un sonido particular que lo identifique con su época, pudiendo ser una banda de los noventa tanto como de los ochenta. No, Live queda en un Sarajevo, un lugar asintótico en el cual no hay ninguna arista que toque de lleno a ningún lado, siendo el resultado de esto quedar ninguneado por todos los subgéneros. Y eso, para el Agustín de quince años que le supo dedicar muchísimas noches de escucha, era algo muy bueno.
Uno de los mayores miedos para los melómanos incipientes era precisamente que aquella banda que tanto le gustaba se volviese popular. Ahora que lo pienso, no era tanto el hecho de que le gustara a mucha gente, sino a quién le gustaba. Que algo le gustara a una considerable cantidad de personas –salvo los axiomáticos Beatles, o los Rolling Stones- era algo sospechoso, y que aquel grueso de personas estuviese integrado por rugbiers o ex tarimeros, era la confirmación definitiva de que la banda había fracasado como candidata de formación identitaria. Pero mientras las cosas se mantuviesen controladas y nos sintiésemos especiales, no había nada de qué temer, y ciertamente encontrarte con alguien que fuera fanático de Radiohead, The Cure, o la banda que a uno le gustase formaba un lazo de hermandad automático.
Recuerdo la primer fan de Radiohead que conocí en mi vida. Dentro de mi generación eramos pocos los que conocíamos a Radiohead, y muchos menos los que lo seguían tan incondicionalmente como yo. A las mujeres, por su parte, no parecían gustarle nada específicamente, y de gustarle algo, solía ser una banda que le gustaban a sus novios, o alguna banda que tuviera en la radio una redundante y absurda incidencia comparable a la boda de Wanda Nara en los medios argentinos.
Me había tomado varios días dibujar una camiseta enteramente tapizada con letras, logos y e imaginería iconográfica de la banda. Incluso había logrado algunas caricaturas de Thom Yorke y Johnny Greenwod en cada una de las mangas que aún en el presente me siguen pareciendo convincentes. El lugar: La fiesta de la canción, un festival realizado anualmente en Los Maristas con bandas wannabes de los Guns’n Roses y La vela puerca. Era la tercer versión de Sweet Child o’ mine en la noche y algunos de mis amigos se fueron al fondo, mientras yo me quedaba escuchando al torpe imitador de Slash, movido por el ánimo morboso de ver cuántas veces la pifiaba. En aquella época era un cero redondo con las mujeres, y más allá de que había algunas cuantas tipas bastante lindas a mi alrededor, la tradición de fracasos parecía tan inexorable y naturalizada que me había desentendido del asunto del levante. Como dije, estaba sólo y viendo cómo la banda terminaba de tocar como pidiendo la hora, cuando sentí una uña tocar mi hombro. Giré hacia mi costado y entonces la vi. Era una tipa bastante pálida, con una bincha negra apartándole el pelo de la cara y lentes de armazón negro. Tenía un tapado acampanado, de esos sintéticos y acolchonados que solían verse en las indumentarias de los góticos, pero la chica no tenía el maquillaje distintivo, ni crucifijos, ni cualquier barroquismo del estilo. Me había quedado viendo cómo movía la boca, cayendo tarde a la noción de que me quería decir algo. Le pedí que hablara más fuerte. Se acercó a decirme algo en el oído. Me acuerdo de su cachete rozando el mío, y las palabras gritadas contra mi oreja. ¿Te gusta Radiohead? Le dije que sí, que si lo decía por mi camiseta, pero ella no me escuchó, por lo que esta vez yo tuve que acercarme a su oreja, cosa que me gustó aún más, porque mientras le hablaba podía olerle un casi imperceptible rastro de perfume. Le gustaba Radiohead, pero los discos de la línea más brit pop, como el The Bends. En aquellos tiempos yo andaba fascinado con el Kid A, pero hablé maravillas de los dos primeros discos, incluso del Pablo Honey, que en realidad no me convencía para nada. Además de Radiohead le gustaba Led Zeppelin, Los Beatles y algunos discos de música clásica que había en la casa de su viejo. Sus padres estaban separados, y aparentemente era una situación cargada de disputas y resentimiento. No tenía novio, o al menos nunca lo trajo a mención, y había cursado un solo año en el San Juan, liceo del que guardaba los peores de sus recuerdos. Yo trataba de seguirle la conversación, pero funcionaba con piloto automático, dándole la razón en cosas que ni siquiera llegaba a escuchar del todo, y tratando de retomar el tema de la banda. El hecho de que le gustara Radiohead y que hubiera reconocido algunos de los logos de mi camiseta eran un hecho sobrecogedoramente emocionante, y no tardé en darme cuenta de que me había colgado con aquella tipa. La conversación en sí duró el repertorio de una banda que naturalmente ni la noté en el escenario. Cuando terminó la última canción, ella se levantó diciéndome que se tenía que encontrar con sus amigas. Nos saludamos y vi cómo se iba con aquel tapado que le pasaba las rodillas, ideando formas para encontrármela algún día, en otro momento, en otro lugar. Fue ahí que me di cuenta que nunca nos pasamos los nombres. Me había quedado tan pendiente de sus gustos musicales que me había olvidado de su nombre. Pensé buscarla y preguntárselo, pero aquello iba a resultar pesado o incómodo. Recuerdo la vuelta a casa, un duelo de diez cuadras en el que ideábamos con mis amigos formas de volverla a encontrar. Me acosté sin poder dormir y escuchando el The Bends, imaginándomela a ella escuchando aquel disco en ese mismo momento. Fue en Fake Plastic Trees que se iluminó la habitación. Saqué los anuarios del liceo, revisando una por una las clases del 98’, 99’ y 2000’. Ante su anonimato, su búsqueda era complicada, y a primera vista no la había encontrado. Casi me estaba rindiendo cuanto la encontré como si fuera un Wally sin el buzo a rayas, perdido entre el torrente hormonal del 3ero C. Tenía el pelo largo y enmarañado, más castaño y diferente al corto, lacio y cubierto por una vincha que había visto en aquel concierto. Su ropa también era diferente, una gruesa polera verde, junto a unos jeans azules que contrastaban con el monocromo sintético de aquella noche. Fue ahí que supe su nombre y apellido. Incluso llegué a conseguir su teléfono, via una amigo de ella que me contó que andaba con problemas en la familia y dándole a la ketamina bastante seguido, pero entre mi inoperancia y las faltas de buenas coartadas para llamarla, terminé hasta olvidándome de su nombre.
Ahora escribo esto y trato de acordármelo, y ciertamente podría disiparme la duda con sólo consultar aquel anuario, pero entonces me doy cuenta de que la prefiero dejar así, como aquella chica Radiohead que conocí a mis dieciséis años.

Con el tiempo y ante la apertura de ciertos círculos uno va conociendo gente más afín a sus gustos. El grueso de mis amigos no liceales se caracteriza por una serie de intereses e inclinaciones afines, ya sea dentro de la música, el cine o la literatura. Al mismo tiempo, es prácticamente insoslayable el handicap que se le forma a alguna tipa que diga que tiene posters de Axel en su cuarto, o algún compañero de facultad que afirme que su escritor favorito es, pongámosle, Jorge Bucay...
Sin embargo, uno se va dando cuenta de que los gustos afines con las personas, y más que nada con las del sexo opuesto, si bien suelen ser algunas extra balls para la relación, es algo bastante engañoso en términos sexuales o amorosos.
En mi momento más enfermizamente cortazariano comencé a salir con una fanática de Rayuela. Era primero de facultad, ninguno conocíamos a nadie y nos hicimos automáticamente amigos (precisamente nos conocimos porque llevaba un ejemplar de la novela bajo el brazo a todo lado que fuese). El libro era verdaderamente un nexo, el tablón que cruzaba el vacío conectando los dos apartamentos, la piedrita que nos hacía avanzar de casillas. Después empezamos a salir. Sin embargo, con el tiempo me di cuenta de que ella estaba colgada conmigo, pero yo estaba colgado con la imagen que ella tenía de mí. Fue recién después de cortar con ella que me di cuenta de que nos habíamos enfrascado tanto en el libro y sus personajes que en la relación hacíamos como una interpretación de Oliveira y La Maga con resultados poco auspiciosos. Tuve que darme unas cuantas veces la cabeza contra la pared para darme cuenta de que por más romántico que parezca andar sin buscarse pero sabiendo que se anda para encontrarse, Oliveira no es un tipo muy crá que digamos, y salvo alguna persona muy optimista, todos sabemos lo que pasa con él en el capítulo 56.
Unos efectos extraños que no estaban en las contraindicaciones de la cultura es toda esa movida indie o cool que se autosuntenta hoy en día, pero a base de limar sus aristas, ser simplificada a meras formas, gestos y poses. El concepto se diluye en el logo, la música en mito –o el chisme-, y la autorreferencialidad indie se convierte en un mero guiño-cuando no un tic- de un producto o subproducto que intenta rellenar cual grano incipiente un nuevo jueco en la epidermiz del mercado(y si no, vean la indie-über-cute Juno). En fin, la vieja historia de un impulso empaquetado y vendido en serie... nada de qué aterrarse.
Sin embargo, antes de que las bananas warholianas se vieran estiradas por la tetas de quinceañeras ignorantes de nombres como los de Lou Reed o John Cale, me sucedió un hecho que posiblemente podría haber sido el comienzo del fin.
Cuando estaba en primero de facultad fui a sacarme unas foto-carné exigida para comienzos de clases. Luego de batallar desganadamente con una fotógrafa que quería ser Mapplethorpe, metí dentro de un sobre las cinco copias que más me habían gustado y me aproximé hacia la caja. Había una cola de unas cuatro personas, y no tardé en reparar en una rubia muy veraniega que estaba delante de mí. Tenía una hawaianas, una musculosa y una pollera blanca hasta los tobillos, de esas con algunos cuantos volados que están en la fina línea que separa al hippismo de lo cool y lo sucio. Tenía el pelo lacio, cayendo recto hacia los hombros tatuados blancamente por un bikini intransigente. Es así que en una de esas se hace una colita de caballo y en aquel sector del cuello que tanto le obsesionaba a Onetti, esa pequeña parcela de nuca donde el pelo no es cabello, le veo el símbolo de
EINSTÜRZENDE NEUBAUTEN!!!
Aquello era desconcertante. Todas las ideas que me había hecho de aquella mujer se me hicieron añicos. Traté de contenerme durante unos minutos, pero inevitablemente terminé cediendo a mi éxtasis de emoción, hormonas y snobismo. Me acerqué, y desde atrás le dije
-Qué grande Blixa Bargeld…
La tipa me dijo “¿QUE?” como si le hubiera dicho un piropo onda con ese culo te invito a cagar a mi casa en alemán.
La charla posterior fue muy diferente de las emocionante fusión de almas que me había imaginado, teniéndole que explicar en varios minutos que aquello que tenía en el cuello no era un dibujo tribal, y que su tatuador de Floripa debió haber sido un tipo con mucha onda.


Epílogo:
Había alquilado La cáscara, dudando considerablemente de que fuera buena ante la cara de gil de ese tipo que aparece en la portada del DVD. En todo caso, la había alquilado un poco para ponerme al día de cómo es la actualidad cinematográfica uruguaya, y otro poco para encausar de una manera civilizada mis instintos más sádicos. Estrenábamos aparato de DVD y nos acercamos la estufa para resguardarnos del frío. María había trabajado diez horas, y la posibilidad de que resultara una baja en el transcurso del film era más que posible. Sin muchos preámbulos pusimos play.
La música se escucha bastante baja, y en unas oficinas en donde predominan los colores pálidos. Se ve a Pedro preparándose para una importante entrevista de trabajo. Luego aparecía Camarotta, que al parecer era el compañero de trabajo del protagonista. La historia hubiera seguido su transcurso normal, a no ser por un detalle: no se escuchaban los diálogos. No, ni una palabra. Cada tanto se escuchaba la música, algún automóvil que pasaba, la voz en off del protagonista, pero todo lo que sucedía entre los personajes era presenciado como ver a una pareja discutiendo en el apartamento del frente, sin tener idea de qué específicamente se está hablando. Fue más o menos a los cinco minutos que María llamó la atención sobre lo raro que era que por más que se vieran los labios moviéndose, no se registrara diálogo alguno. Sacando algo de academicismo del baúl, le contesté a María que en realidad era un interesante movimiento, el de proponer diálogos mudos y abiertos, en los que el espectador rellene las guestalts a su parecer, consolidándose así tantas versiones del film como espectadores. Cada uno podría crear mentalmente su historia de diálogos, y así aquello terminaría como un metaguión coescrito por los miles (¿?) de espectadores que verían el film en el cine o en la casa. María aguantó unos minutos más de charlas mudas, y al final terminó preguntándome si estaba seguro de si no había ningún problema con los cables, o el televisor. Con demarcada autosuficiencia le contesté que en todo caso, fueron las ideas del director, y que algo de interesante tenía todo aquello. Maria resopló y se terminó durmiendo a los pocos minutos. Yo estaba concentrado en ir esculpiendo las ficciones que se creaban entre aquellos espacios vacíos y mudos. Sin embargo, a eso de los veinte minutos comencé a percatarme de que me sentía incómodo. Entendía la intransigencia vanguardística del director, pero a partir de cierto momentos, la labor de relleno comenzó a resultar desgastante. Fue ahí que se me ocurrió salir de esa escena e ir a la sección de menú, donde se podía elegir el formato de audio. Ahí me di cuenta de que la película había estado todo el tiempo en formato 5.1, cuando el aparato nuevo de DVD sólo podía registrar los 2.0. Realicé este pequeño ajuste, y entonces escuché por primer vez en la película la voz de Gonzalo Cammarota. Literalmente sonrojado, reboviné y comencé a ver la película desde cero, descubriendo los verdaderos diálogos que mis guestalts y snobismo intentaron tapar.
La película resultó ser no muy buena, pero tampoco tan mala como me la prefiguraba. María se despertó justo cuando estaban los créditos. Me pregunta qué había sido de la película y decido no contarle sobre el pequeño gag tecnológico, diciéndole que a eso de los cuarenta minutos recién aparecen los diálogos. María dice “que embole”, y antes de que yo pueda inventar una defensa o divagante excusa cinematográdica, vuelve a cerrar los ojos, diciéndome entredormida algunas palabras pastosas que no puedo decodificar. Es ahí que viéndola dormida, hecha un ovillo sobre el sillón, me doy cuenta de que cosas como estas me recuerdan por qué estoy ennoviado con ella.

Monday, June 02, 2008

Cumtemporary Art
"En la desnudez, todo lo que no es bello es obsceno"
Robert Bresson

Ando leyendo Putas asesinas, de Roberto Bolaño, un libro que cuando tenía alrededor de quince siempre ojeaba, interesándome por el osado título y las piernas envueltas en látex de una posible prostituta, cuyo rostro quedaba sin revelar. La reciente fiebre por Bolaño –al menos así lo consideran algunos libreros de Montevideo-, yo la interpreto por tres lados:
1) En un país tan necrófago como el nuestro, la lectura de un muerto reciente suele resultar más atractiva que la de insulsos cuerpos vivos
2) Más allá de los elementos de la vagamente llamada “alta cultura” que abundan en sus cuentos, hay cierta autorreferencialidad pop que se acopla bien al relativamente nuevo perfil pop de Montevideo, ese divagante espejismo que nos han intentado hacer creer algunos un par de publicistas hoy en día
3) El tipo escribe bien.
Pero en realidad no es Bolaño de lo que me interesa hablar, sino más bien del Pajarito Gómez, un personaje abrumadoramente interesante que aparece en el cuento Prefiguraciones de Lalo Cura. El cuento relatado en primera persona por un posible narco –matón o capo, no se sabe a ciencia cierta- trata puntualmente sobre el mundo de la pornografía, pero más allá de ello, de los lazos sociales más espesos que la sangre, la mística más allá de la suma de las partes en ciertas personas, la posibilidad de encontrar lo sublime hasta en los medios más impensables. El narrador es el producto de la unión entre un predicador tan loco como combativo y una mesera que labura ocasionalmente como prostituta. Ni bien nace, el predicador desaparece –el apellido Cura proviene precisamente de la forma en que llamaban al misterioso tipo- y la madre de la criatura incursiona en el mundo porno –presentado con pinceladas casi surrealistas, trascendiendo la prefigurada idea de aquello como el último anillo del infierno. Es interesante cómo se presenta todo el proceso de filmación, conformándose una especie de familia, en la que se incluyen el productor, los actores, las actrices y el mismo Lalo, que suele jugar con unos ganzos y perros que cría el director en el fondo de su casa. Pasan los años y Lalo termina accediendo a las películas estelarizadas por la madre, pero más allá de presentarse la situación como un espectáculo tórrido y traumatizante, el narrador describe con pasión ciertas películas, incluso las más jodidas, entre ellas una llamada Pregnant fantasies, que no creo necesario precisar de por dónde viene la mano. La cuestión es que terminé uniéndome a la fascinación del narrador por la trama de algunas películas que va mencionando a lo largo del cuento. Cito el resumen que hace de la película Barquero:


“(…) Las chicas recorren basureros y caminos despoblados. Luego se ve un río de cauce ancho y aguas tranquilas. El Pajarito Gómez y otros dos tipos juegan a las cartas iluminados por una vela. Las chicas llegan a una fonda en donde los hombres van armados. Sucesivamente hacen el amor con todos (…) El pajarito Gómez es el barquero, al menos todos lo llaman de esa manera, pero no se mueve de la mesa. Sus cartas son las mejores. Los maleantes comentan acerca de lo bien que juega. Qué bien que juega al barquero, qué suerte tiene el barquero. Poco a poco comienzan a escasear los víveres. El cocinero y el pinche de la cocina martirizan a Doris, la penetran con los mangos de enormes cuchillos de carnicero. El hambre se enseñorea de la fonda (…) Mientras los hombres van cayendo enfermos las chicas escriben como posesas en sus diarios pictogramas desesperados. Se superponen las imágenes de un río y las imágenes de una orgía que nunca termina. El final es previsible. Los hombres disfrazan a las mujeres de gallinas y después de pasarlas por el aro se las comen en medio de un banquete nimblado de plumas. Se ven los huesos de Connie, Mónica y Doris en el patio de la finda. El Pajarito Gómez juega otra mano de póquer. Tiene la suerte apretada como un guante. La cámara se coloca detrás de él y el espectador puede ver qué cartas lleva. Los naipes están en blanco. Sobre los cadáveres de todos ellos apareen los títulos de crédito. Tres segundos antes del final el río cambia de color, se tiñe de negro azabache.”





Discúlpenme, pero si existiera esa película la vería ya. Uno intenta proyectarla mentalmente y aquello es un jodido guiso de Richard Kern, David Lynch, Armando Bó, Kenneth Anger y Cannibal Holocaust. Son de esas películas que ni bien son vistas se quedan en el espectador, pudiendo ser amadas, odiadas o temidas para la eternidad, pero nunca olvidadas. Es como una cicatriz importante, uno no puede emitir juicio sobre ella, simplemente sabe que está ahí y que ya es parte suya más allá de lo que piense o desee (escribo esto mientras veo un ilustre tajo que siempre me gustó como queda en mi antebrazo izquierdo). Más allá del sexo explícito –es decir, unas tipas penetradas por mangos de cuchillos de carnicero no entran precisamente en la categoría PG-, para la comúnmente compartida noción que se tiene de la pornografía, aquello dista mucho de lo que se suele esperar de una película porno, género que generalmente se resume a escenas inconexas con prólogos de no más de cinco minutos en los que una colegiala (generalmente interpretada por alguna veterana con pigtails) seduce a su profesor en un período de detention, o algo por el estilo. Lo peor es que posiblemente tengan razón, por más placeres fugaces y cuotas de porn culture nos ofrezcan muchas de las películas de the black side of the valley, ya no se estila crear cierta trama o clima siquiera, y ciertamente se perdió bastante del mismo erotismo de las escenas, pareciendo las performances, más que sexuales, gimnásticas. Sin embargo, no siempre fue así y ciertamente, en el pasado el cine underground, el gore, las películas clase b y la pornografía se entremezclaban, siendo varios nudillos del puño contracultural que daba en la nariz –o si quieren, las bolas- del establishment norteamericano. Como ejemplo tardío de esto está el cinema of transgression, con las películas de Richard Kern o Thessa Huges, que si bien presentaban sexo explícito, no tenían el mero fin de que algún espectador anónimo se bajara una mano viéndola en su casa o un cine desierto (aunque algún que otro enfermito ya lo debe haber hecho), sino generar un impacto tal en que el eros y el thanatos se convirtieran en una misma pasta oscura y tan oleosa como el cine del primero.
En el cuento de Bolaño, más allá de la inclusión enigmática de esa escena de las cartas, se refiere a Pajarito Gómez como un hombre que más allá de sus dieciocho centímetros –una medida tan desestimable como un metro setenta en la NBA- tenía una mística propia que hechizaba, generando una mezcla de fascinación y miedo. La forma en que Bolaño describe las escenas, así como la personalidad y el físico de Gómez, me impulsó a escribir este post, por el hecho de rescatar cierta belleza, o cuando menos, cierta magia que tiene el cine porno, defensa a tal arte frente a la cual la mayoría de la gente simplemente reaccionaría calificando aquello como un mero snobismo, o la onanista fascinación de un porno geek terminal.
A fin de cuentas, a uno no le extraña que aquellas películas no sean consideradas buenas -que muy difícilmente llegarían a serlo-, sino que sean automáticamente descartadas y no tengan un lugar en los corazones de ciertas personas -al menos en Uruguay- como así lo tienen películas también malísimas como Plan 9 del Espacio Sideral (B movie elevada a film de culto), o Showgirls.
Pero para hablar sobre el porno, olvidémonos de Jenna Jameson, de Raven Riley, de Jayden James o de Tera Patrick, y volvamos al principio, o mejor, volvamos a mi principio.
No me sorprende decir que la cartografía libidinosa de mi existencia comienza, no por la vida cotidiana, sino por las películas (salvando el detalle de las pulsiones orales infantiles y todo el rollo psicoanalítico). Hasta cuarto año de escuela difícilmente me interesaban las mujeres, y ciertamente me gustaba más dibujarlas que hablar con ellas. Por supuesto, había alguna que otra chica que me gustaba, pero entre mi mala suerte, falta de tacto y cierta puerilidad, aquello era no man’s land. Sin embargo (y sabiendo lo caprichosos que suelen ser los archivos de mis recuerdos), gran parte de eso cambió en uno de mis veranos en Atlántida, donde escuché hablar por primera vez de Ultimo tango en París.
Era la sobremesa de un asado y mi primo Lucas y yo andábamos recolectando tomatitos de un gratebus mientras mis padres, tíos y abuelos se sumían a una de esas extensas charlas de sobremesa. Los mayores se habían dispuesto a conversar sobre las escenas más fuertes (el eufemismo común que utilizaban mis padres para referirse a escenas de sexo) del cine. En aquel momento no había pasado mucho del furor de Bajos instintos (estamos probablemente en 1994, siendo la película estrenada para salas en 1992), y la famosa escena de la apertura de gambas de Sharon Stone circulaba y era moneda común para todos los allí presentes. Sin embargo, mi abuelo comenzó a exponer ciertas escenas que habían causado furor en su momento, llevando a mención una escena de las piernas de una mujer en un arrozal (que recién a mis diecisiete reconocí en la Silvana Mangano de “Arroz amargo” –de por cierto, fascinantemente sexual) y Ultimo tango en París. Que pronunciara aquel enigmático nombre fue suficiente para que todos los mayores asintieran y mi padre me descubriera en la hamaca, diciéndome que me fuera a acostar. Yo era un pibe bastante obediente, y me fui con Lucas a las cuchetas, preguntándome qué habría detrás de ese film. Unos días después, en una jornada de pesca le pregunté a mi abuelo qué era Ultimo tango en París y me respondió, de manera igualmente hermética, que era una película muy fuerte. Ciertamente pasó mucho tiempo desde aquella conversación hasta alquilar efectivamente la película (y conocer los varios usos y propiedades de la manteca), habiendo pasado entre medio muchos films que me quemaron el bocho, como Sliver y algunas de la Coca Sarli o de Shannon Tweed, pero sin duda la película de Bertolucci fue el puntapié inicial, como un mito que empezó a hacer funcionar engranajes que nunca antes habían sido puestos en funcionamiento.
La primer película porno que vi –sin saberlo, es más, sin siquiera saber qué era realmente pornografía- fue Garganta Profunda. Tenía doce años y yo creía que por haber visto las Emanuelle de Laura Gemser ya sabía todo lo que había que saber de sexo en cámara. Algunos compañeros míos me habían dicho que en la casa de Renato, un compañero brasilero, había un canal llamado Bandeirantes, en donde todos los sábados se pasaban películas mucho más zafadas que las que se acostumbraban dar en Space. Yo no les creía mucho, y ciertamente las pocas veces que fui a lo de Renato, la familia tenía hábitos demarcadamente noctámbulos que nos impedían despacharnos de ese supuesto festín de la carne que solo se podía ver en la tele del living.
Una tarde con mi casa vacía fui a buscar unas medias en el cajón de mi padre. Entre la ropa del cajón había dos videocasetes, muy pesados, de esos que en ciertas velocidades pueden albergar hasta ocho horas de películas. Los inspeccioné, intenté encontrar alguna señal que delatara su contenido, pero no, eran dos casetes desnudamente negros, sin ninguna inscripción de cualquier tipo. Esperé unas cuantas tardes para poder ver el material. El primer video, más ligero de peso, era una película erótica en la que dos parejas se intercambiaban en una serie de juegos y malentendidos entremezclados con mucha –demasiada- masturbación femenina. Estaba bastante bien, pero no era nada que no hubiera visto antes. Sin embargo, el otro video se resistió a mostrar su contenido. En el video de mis padres no funcionaba, y en el mío apenas podían vislumbrarse ciertas imágenes que no arrojaban mucha información de nada. Devolví los videos al cajón, intenté mantener la escena del crimen intacta, pensando que mi padre me podría descubrir por veinte centímetros de desplazamiento de un par de medias o calzoncillos. Pasaron varios días y cuando quedó nuevamente la casa libre me dispuse a ver ese video. Traté de todo, pero ninguna de las videocaseteras funcionaba, y pensando que debía ser un problema de norma, decidí por sacar del fondo del ropero un apolillado aparato que nos servía en México, pero acá no. Intenté conectarlo como pude y metí el video. Funcionaba. Aparecía un bigotudo en escena, un tipo que en los subtítulos se hacía llamar como Dr. Young. No entendía mucho la trama –ahora creo que sencillamente estaba nervioso, o excitado, o ambos- y puse stop y ffw para ver que pasaba a unos cuantos minutos de distancia. Fue ahí que al presionar el el verde botón del Play apareció de lleno, casi osando atravesar la pantalla, un pene gigantesco, que al principio pensé que sólo podía ser una prótesis, o algo por el estilo. El hecho era que una pecosa que parecía salida del reparto de Breakfast club, de golpe y porrazo se tragaba un gigantesco miembro que a simple distancia de la cama al televisor parecía que iba a sacarle un ojo a uno. Seguí haciendo ffw y descubrí que no era sólo el pene del bigotudo –Harry Reems-, sino que todos eran una especie de superhombres con paquidérmicos miembros que largaban esperma como una planta de extracción de petróleo. Aquellas imágenes eran impactantes, y realmente eran tan asombrosas que dejaban poco espacio al placer. Estaba todo el tiempo urdiendo en posibles efectos especiales, entre ellos, las posibilidades de que los penes fueran cilindros huecos con un sistema de bomba que pudiera controlar al parecer de los directores los famosos chorros que caían sobre el rostro de la actriz. Hasta donde yo creía, el semen era algo cuasi tóxico, y la posibilidad de que una mujer se tragase aquello era tan improbable como perturbadora.Como prometía el peso del casete, este contenía algunas cuantas películas, entre ellas uno sobre un spa de iniciación sexual, otro de voyeurismo y ala delta (¿!) y algunos videos de la Doctora Ruth, capilarmente más ochentosos que los anteriores. Había otro de Harry Reems que era bastante oscuro, uno en que nuevamente era un doctor – este caso un psiquiatra, vayan a saber qué lo mantenía tan enquistado en ese papel-, que atendía a una psicótica con un pasado plagado de violaciones, filmadas por una cámara fascinada por la oscuridad y texturas jodidas. Incluso la pobre internada era sodomizada -aunque no le jodía mucho-por una de las enfermeras, una veterana evidentemente lesbiana, y el final del film era tan abierto como oscuro, dejando la escena final de una violación en que la protagonista muere como una escenificación de su propia desestructuración psíquica, o un macabro hecho que realmente sucede.
Cuando presentía que iba a llegar alguien a casa, corría al cuarto de mi padre y disponía todo tal cual estaba. Aquellas sesiones no eran algo precisamente erótico, enfocándome a aquellas películas más como si fuesen algunas de las de Jason o Didavisión, que un propio jerking material. Una o dos veces a la semana, miraba aquellas películas, y trataba de entender de qué se trataban, estando la mayoría de ellas sin subtítulos. Viéndolo desde cierta perspectiva, aquel videocasete era una verdadera piedra Rosetta del lenguaje pornográfico, siendo un popurrí de thrillers, comedias, sexo de todas las posiciones, y una filmografía que incluía a fichas como Rocco Siffredi, Gina Lynn, Annette Heaven, el titánico John Holmes y Reems y Loveleace, de los que ya venía hablando.
Extrañamente, mi cinefilia pornográfica tiene cierta sincronía con el propio curso de la industria azul. Garganta profunda, film arquetípico que resultó ser la película seminal -en todos los sentidos de la palabra- de la industria del porno, posiblemente no sea el mejor film del género, pero sí la más importante. Para entender lo que significó la película recomiendo tremendamente mirar Inside deep throat, documental que refiriéndose a un film pornográfico, termina hablando de los caminos del arte y la historia de una nación en uno de sus períodos más voluptuosos, es decir, los setentas. En el film se entrevista a Damiano –director de la película-, Harry Reems –con canas y sin su característico bigote-, junto a abogados, distribuidores y personajes que formaron parte o que fueron testigos de tal gigantesco acontecimiento. Lo que queda claro es que la película terminó siendo lo que es, más que por sus propios méritos artísticos, por la caza de brujas que se inició a partir de su estreno, con Nixon y todos sus caballeros intentando censurar a toda costa la reproducción del film –incluso se llegó a enjuiciar a Harry Reems, siendo la primera vez que se condenaba a un actor por interpretar un papel. Lo que no mata fortalece, y tal como los Sex Pistols encabezando el puesto número uno de Gran Bretaña con un disco que la Billboard intentaba ocultar de su listado –ese 1) con un espacio en blanco que aparece en el documental de Julien Temple-, la película llegó a boca –y mano- de todos, comprobándose ese dicho de Oscar Wilde, de que es mejor la mala fama que no ser conocido.

Como decía, hay películas mejores que Deep throat, como la super arty Behind the green door –película de los hermanos Mitchell en donde se funde coreaografía, orgías y psicodelia, con la belleza particular de Marilyn Chambers-, la fáustica The Devil in Miss. Jones –otra de Damiano-, o The opening of misty beethoven –mi favorita entre todas ellas, una especie de My Fair Lady pornográfica de alto presupuesto, y con algunas escenas verdaderamente cómicas. Incluso, se está equivocado creer que la primer película porno es efectivamente Deep Throat, siendo Mona un precedente exhibido en San Francisco. John Waters, tipo ídolo si los hay, afirma que el cine pornográfico comenzó propiamente en el documental Pornography in Denmark, película que mostraba penetraciones, pero que por estar amparada en un cierto velo de artisticidad, había escapado la neurótica censura de la land of the free. Incluso volviendo más atrás, varios autores consideran que los verdaderos puntales sobre los que se basó la industria pornográfica son las películas de Russ Meyer (un viejo entrañable, que tenía un plantel entero de Cocas Sarlis dispuestas a bañarse y saltar y saltar y saltar hasta que el lo dispusiera) y las clandestinas stag movies, películas de más o menos diez minutos que consistían simplemente en una persona siendo filmada mientras tenía sexo con otra –de hecho, hace poco salió a la luz uno de estos videos interpretado nada más y nada menos que por Marilyn Monroe, pero al parecer un überonani desembolsó unos cuantos billetes para hacerse del material y no compartirlo con nadie. De las stag movies se tomó propiamente gráfico, y de las de Meyer, su ritmo y su predisposición al humor –es gracioso ver una película de este señor que siempre me recordó a Hitchcock, por el hecho de parecer en sus diálogos y comportamientos a los propios de una peli porno, por más que a penas se muestre alguna teta. La búsqueda genealógica realmente puede alargarse hasta donde uno quiera, pudiendo pasar por el orgasmo femenino de Extasis de Machaty, los pies de la estatua besados por aquella chica en La Edad de Oro (película de Buñuel que despertó un quilombo parecido al de Garganta Profunda), o propiamente El beso, de 1896, que a más de uno le pareció un acto tan indecente como filmar a dos niñas siendo violadas por cerdos mientras que pasan de fondo se pasa You're ths sunshine of my life, de Steavie Wonder. En realidad la cosa se puede extender hasta donde uno quiera, y puede llegar hasta Sade, Safo, la Venus de Milo, y pará de contar...
La cuestión es que desde que el hombre es hombre sus actividades masturbatorias o fantasiosas han buscado ficciones sobre las cuales apuntalarse, y el arte siempre estuvo a mano como vehículo de tales anhelos. Sin embargo, en ese camino que parece más una meta para un fin, el mero acto masturbatorio ha sido elevado a la dignidad de cosa, y ciertamente el tiempo cinematográfico entre garche y garche ha sido reducido, hasta convertirse aquello en una mera recopilación de escenas. Precisamente, hoy pareciera que en realidad, más que una degeneración, es un back to the roots, con una fascinación con las filmaciones tremendamente low budget, o sencillamente amateurs, que no difieren en absoluto de las stag movies del pasado. Tanto Inside Deep Throat, como The Other Hollywood: the uncensored oral story of the porn film industry (libro de Legs McNeil, que es como una especie de Please kill me del porno que me interesaría comprarme un día de estos) recalcan el hecho de que fueron los ochenta, y específicamente la tecnología del videocasete lo que mataron al porno como arte. Antes las películas pornográficas se estrenaban con ceremonias similares al teatro chino de Hollywood, los directores eran personas que querían ser famosas por lo que hacían, más que ganar unos pesos, y ciertamente hacer una película era algo que requería más que viagras, fluffers y una steady cam. Con el videocasete, la gente ya no tenía que meterse en el poco privado mundo de los cines, y podía ver hasta empacharse las películas en su casa. Esto llevó a que las exigencias de rodaje fueran menores, volviéndose cada vez más barato el budget, ampliándose el espectro a directores que más que directores eran tipos con poca imaginación que fueron recortando todo tipo de trama, hasta dejar la historia pelada, tan pelada como las vulvas de las pornstars que desfilan por los lentes de las películas de hoy en día. Si el vhs fue un acierto para la mayor privacidad, la internet fue el paraíso descubierto a un machetazo en la jungla, con películas que al poder ser descargadas, podían ahorrarle al comprador el vergonzoso acto de acceder a un sex shop, o tener que encontrar un secreto alojamiento físico para dichos films. El mundo virtual suplió ambas necesidades, y ante la vorágine del vértigo, los kbps y la banda ancha, muy poca gente disponía del tiempo –y disco duro- para bajarse películas enteras, por lo que sencillamente se optó por filmar escenas. A no engañarnos, empresas como Vivid siguen haciendo ficciones, pero al parecer firmas como BangBros y Reality Kings (estos últimos más caracterizados por falsos realities y audiciones que juegan con el morbo del espectador) se han vuelto los casos paradigmáticos de hoy en día. Las películas duran veinte o treinta minutos, el tiempo necesario para que el agitado hombre del presente pueda bajarse la bragueta, fantasear un cacho y quitarse un peso de encima –sí, la masturbación ha adquirido dimensiones más propiamente escatológicas.
Si uno lo piensa bien, la pornografía es una mini historia del arte, condensada en apenas dos décadas, en que se muestra cómo se va olvidando el camino para primar la meta o el resultado, principalmente bajo el imperativo del dinero.
No es difícil conseguir una erección en un hombre, a la mayoría de nosotros nos sucede en el omnibus sin tener mucha idea de por qué. La idea de la pornografía era trascender eso, hacer que uno se sentara en su pene, aguantándose para ver qué sucedía después. Personalmente, mi estilo siempre congenió más con la dinámica del erotismo, no porque no me guste lo gráfico –que sí, muchas veces me gusta- sino por su mayor conciencia de la sexualidad y lo que realmente calienta, al menos para seres complicados como yo. Ya había hablado sobre la disección del guante de Rita Hayworth, esa desnudez de un brazo que calienta más que todas las vulvas microscópicamente inspeccionadas por cámaras que pueda haber, y ciertamente mucho más que films no pornográficos, pero sí explícitos, como puede ser la anémica 9 songs, que también encontré espacio para despacharme en puteadas hace un tiempo. En el cine, desde los stándares de arte, cuando se abre la senda de lo gráfico, sus resultados suelen ser bastante lejanos al erotismo, con resultados como el blow job de Sevigny a Gallo en Brown Bunny, la sádica y desapasionada Saló, o la desconcertante orgía de Los Idiotas, flmada con el nervioso pulso del dogma danés. En todos estos casos, y me atrevería a meter en la misma bolsa al Imperio de los sentidos, el fin es, si no deserotizar la escena por su excesiva cercanía, sí mantenerla lejos de cualquier complacencia masturbatoria.


A mucha gente le extraña, pero la película más insoportablemente erótica a la que me vi enfrentado es El silencio, de Bergman. En dicha película, la sensualidad se mantiene tensa, tan tensa que parece una cuarta cuerda de bajo, tirante a punto de reventarnos sobre el rostro. Recuerdo haber visto esa película en el marco de una jodida abstinencia sexual, por lo que desestimé el verdadero alcance del erotismo del film. Sin embargo, la vi nuevamente este año, y realmente, por razones que no son tan fáciles de precisar, la película te da vuelta como una media, y Gunnel Lindblom es una bomba, una tipa que desde el principio te lleva de la correa y te pasa el hocico por tus propios percances. (Ahora que lo pienso, lejos del viejo obsesionado con la muerte y la culpa, el Bergman –haciéndole honor a su apellido- realmente desborda en sexualidad, con películas como Un verano con Mónica, Juventud, divino tesoro, o Persona –con esa narración del encuentro sexual que por no estar amparada en imágenes logra un efecto completamente impensado; de yapa, el ralato de la primera vez del sueco, via elbailemoderno, que figura en el libro La linterna mágica).
Pero volviendo al porno, creo que más allá de los cambios acarreados por el cambio de formato, hay algo propio del pasaje de décadas y el sentir de la sexualidad que habla sobre la misma transformación de los recursos y objetivos. En cualquier porno de los setentas –especialmente las de San Francisco, que se diferenciaban de las de las neoyorkinas por ser más sueltas, menos técnicas y más alegres-, resultaba visible el desenfadado hedonismo de aquella época, los restos del hippismo que todavía circulaba renovado en la música disco, el estudio 54 y la merca, que todavía parecía una droga recreativa. Con los ochenta apareció Reagan, el neoliberalismo y el paraíso yuppie, sepultándose toda aquella ingenuidad en una resaca de rimel corrido y cabellos oxigenados y frondosos. Para aquella época siguen habiendo alguna que otra película perdurable, y algunas figuras siguen actuando –como Holmes, raquítico y con Sida, pero con esos treinta y cinco centímetros de carne que hacían pensar en la necesaria implementación del formato widescreen-, y otras despegan –como por ejemplo, Ron Jeremy- pero la cosa ya no es la misma. Ciertamente, como muy bien captó la película Boggie Nights, la fiesta había terminado y gran parte de la familia estaba desintegrada.

Ya para los noventa, y el 2000, la cosa se llena de glitter, los AVN se convierten en una institución y las pornstars lanzan best sellers, pero gran parte de la mística se ha perdido. Llama la atención cómo mientras en los ochenta y setenta las pornos condensaban todo el estilo y desfachatez de la época –no hay pelos más batidos que los de las modelos de los ochenta, y a uno le basta con ver la ropa de John Holmes en su personaje de Johnny Wadd para saber que está en los setenta- en las de los noventa y dos mil hay pocos elementos típicos de la década, al igual que la ropa, que –cuando la hay- más que ropa parece material de utilería. Incluso la música se ha perdido, y mientras que en los setenta habían canciones folk o disco realmente bellas –no estoy jodiendo, péguenle una escuchada a ciertas escenas de algunas pelis pornos de esa época y después me dicen-, en estos tiempos no suele haber música, y cuando la hay, es prácticamente una radio encendida con alguna canción de hip hop, que obviamente no forma parte del original score, y frente a la que la mayoría de las veces ni siquiera fueron pagados los derechos para su utilización.
El porno ha tomado el camino que pavimentó el mercado: la especialización. Hoy en día, ya sea por tube8, pornkolt, porntube, poringa, o xvideos, uno especifica el campo que quiere abarcar y se sorprende de cuán específicas pueden ser las búsquedas. A unos pocos clics de distancia, aparecen para el exigente paladar, amateur, anals, facials, blowjobs, titjobs, tugjobs, footjobs, bukkakes, creampies, ass to mouth, D.P., POV’s, deepthroat, face-fucking, fist-fucking, cum gaggers, cum-on-eye, dildo action, fingerin’, swallowers, squirters, sybian, solo, pussy drillers, glory holes, monster cock, bondage, voyeur, bestiality, midget sex, busty, naturals, hairy, teen, coed, lolita, asian, asian nurses, latino girls, ebony, czechs, brazillians, 2 girls one cup. A tanta especialización, según este artículo que me afané via Le Petite Claudine, la sobreoferta marea a la gente, y ciertamente el verdadero gusto del fetiche, algo que sólo jugaba dentro de nuestra fantasía como innombrable, prohibido, o ciertamente inconcretable, se termina perdiendo ante las ofertas que cosquillean nuestras narices.
Las actrices ya sólo aspiran a una rama en la cual creen que pueden explotar su potencial. Por ejemplo, Naomi Russell difícilmente haga un film en donde no haga uso de esa cola suya que hace ver a Agustina Keyra como Twiggy; la rumana Sandra Romain ha logrado la milagrosa hazaña del triple anal –algo que apenas se insinuaba como posible en la película Orgasmo-, y Belladona… bueno, Belladona hace todo, y mucho más jodido que cualquiera.

Uno de los determinantes más claros de la decadencia estilística –no económica- del porno es la misma ausencia de actores masculinos relevantes. Prácticamente no hay ningún actor que sobresalga, y los hombres suelen ser reducidos a sudorosas máquinas de jadeos, muchas veces meros penes parlantes, objetos parciales que entran y salen de cámara.
Más allá del paupérrimo nivel general, hay algunas cosas por las que alegrarse. En un terreno donde los recursos técnicos y estilísticos están tan pasados por el barro, hay veces que a tantas infracciones de las normas del arte se logran verdaderos productos de vanguardia, como si fueran ejemplos de cinéma discrépant.
Un ejemplo demasiado genial sobre esto figura en un post de benito en fuckyoutiger, en referencia a la película John Wayne Bobbit uncut. En esta película, en el medio de una escena, de la nada sale Ron Jeremy y se bombea a la actriz principal, con la que uno de los actores estaba tenienendo sexo. Lo gracioso es que Jeremy era el mismo director, por lo que habría que pensar si aquello fue algo pensado como parte del guión, o si fue una lección de una buena cogida ante un actor que venía frustrándolo por su incompetencia. De una u otro forma, aquello, por el barrado de la implicación director-obra, se vuelve algo vanguardístico y meta cinematográfico, que en la cámara de otro director podría ser considerado como un tremendo tour de force. Personalmente, no vi la escena –me encantaría poder verla, ya me estoy riendo mientras escribo esto-, pero me trae a memoria una que sí vi, y no hace mucho. Era una historia prototipo, un tipo va a consultar a su compañero de buffet, y lo atiende la esposa del mismo, invitándolo a tomar algo, no durando más de tres minutos en quedar completamente en pelotas -como era previsible. Pasa todo lo que tiene que pasar, y tras quince minutos de puro traqueteo, el tipo termina sobre la cara de la mujer –creo que era Shyla Stylez, pero puede ser que me equivoque. La escena sería completamente desechable, si no fuese que de la nada, la cámara se acerca a la modelo, y se desenfunda un pene que en cuestión de unas pocas sacudidas vierte su blacuzco líquido en la bronceada espalda de la esposa del abogado. En ningún momento se había hecho hincapié en la existencia del camarógrafo, es decir, la cámara estaba por fuera del universo diegético del film, y sin embargo, de la nada la misma cámara tiene pene y como si fuera objeto parcial se desagota, rompiendo aún más edgier la estructura narrativa del film.
Hay otras cosas buenísimas del cine porno, entre ellas los complicadísimos y creativos seudónimos –ej: el director Dick Cocks- o nombres de películas –Shaving private Ryan es uno de mis favoritos-, pero más allá de estos elementos que son más bien folclóricos y, en algunos casos, no pensados, o accidentales, hay una nueva producción que considero una idea esperanzadora entre tanta chatura.
Beautiful Agony está subtitulado como facettes de la petit mort, y tal como lo indica, sólo son primeros planos de personas alcanzando el orgasmo. La mayoría de los videos son enviados de forma amateur, y en ellos no se ve más que el rostro de las personas. No sabemos en qué circunstancia están, cómo se están masturbando, o que les pasa por su cabeza, sólo se ve el rostro, de una forma que a veces impacta por lo fiel y auténtico de los mismos. Dejo como ejemplo este video. Hay un momento preciso en que la morocha después de acabar, mira a un costado y sonríe con cierta vergüenza, una vergüenza genuina que lo termina comprando a uno. En mi caso, me parece que ese cambio de mirada es de las cosas más fascinantes y eróticas que he visto en films y pornografía. Ciertamente, el órgano de la sensualidad, por mal que le pese a los cirujanos, son los ojos. La mirada es la erección del ojo, dicen, y si hay algo que es irreproducible e intraducible en la mirada de una persona. Los cuerpos se pueden tunear, con los milagros de la cirugía plástica una mujer se puede agregar gomas, afilar pómulos y vencer momentáneamente la ley de la gravedad. Sin embargo, la mirada no, y es algo que se salva de cualquier maltrato, abaratamiento o sobreexplotación. La mirada es intuneable. La gente detrás de Beautiful Agony entendió eso, y tiene en su haber una de las pocos faroles más allá del tunel.

Epílogo:
Un amigo me dijo que si escribo sobre pornografía, mejor que lo haga con los pantalones bajos, porque si no, no es divertido. Pienso en ello, pero no puedo posicionarme ante esta idea. Personalmente creo que gran parte de mi ideología se basa en bajarme los pantalones en circunstancias donde ameritan tenerlos puestos y subirmelos en donde se espera que los tenga bajos, por lo que estoy lejos de poder llegar a tomar partido en el asunto. Una vez me dijo mi psicólogo que mi forma de proceder ante todo es como la de un coleccionista. Posiblemente, de las mayores verdades que he extraído de la terapia. He acumulado todas estas actrices, todas han pasado por mi televisión, mi vhs, mi computadora y mi retina pero por alguna razón no las desecho, me gusta acordarme de sus nombres, analizar su forma de actuación, insertarlas en una especie de estantería imaginaria. Casi la mayoría de las eternamente perdurables son figuras de los setenta, con algunas excepciones como Belladona (a la que mucha gente le pide que le firme bates de baseball, y no precisamente por su cantidad de home runs) y Dani Woodward (una de las pocas, que cuando menos, sabe actuar mal). Pienso una vez más sobre ello, y es una tarde larga y fría. Luego de escribir este post voy a buscar medias al cuarto de mi padre, y ahí, tal como lo dejé años atrás, está el video. Me quedo observando el video, y luego de decidirme por unas Reebok abrigadas, pienso para adentro
Here's to Lovelace
And Chambers
And Holmes
And Metzger, and Damiano
And Spelvin
And all the strange porn heros
You know you're doing all right
So hold on to each other
You gotta hold on tonight