Sunday, July 20, 2008

Inviernos-de-un-solo-buzo
Hacía casi un mes que no posteaba nada, principalmente por un examen de Antropología filosófica y una serie de actividades que me mantuvieron bastante ocupado. Un residuo extraño de esta abstinencia, es que al adquirir cierta distancia del vórtice de entradas, comments y counters, uno se da cuenta de que más allá de todas las posibilidades de potenciar de un modo civilizado su egomanía, se instala cierta lógica dentro de algunos de nosotros que nos llevan a recodificar algunas apostillas de nuestra vida cotidiana como posteables. Más de una vez, El fino o Santiago me han dicho “esta situación seguro que la vas a transformar en un post”, cuestión que hace que alguna gente ande absurdamente más cauta a mi alrededor.

This blog could be your life, podría ser un rentable sublema para este blog.
Pero volviendo al hecho en sí, serenamente saturado de actividades, hace unos días tenía la cabeza recostada contra la ventanilla del 121 y entonces al doblar por Bulevar veo extrañado un parque infantil atestado de niños. Nunca me había gustado el parque infantil, personalmente prefería el Parque Rodó, que tenía una esencia más desaforada y cadenciosa –los ecos del Rock and Samba se siguen escuchando hasta ahora, donde los chetos juegan a hacerse los planchas durante unos minutos antes de ajustarse el cuello de su polo rosada y entrar a W Lounge pasados de vino-, y montañas rusas que daban más miedo que las del Parque de la costa, pero más que por su velocidad y concentración de la fuerza G, por la idea de una verdadera posibilidad de descarrilamiento. Pero la cuestión es que me quedé mirando a esos niños y al ser un miércoles aquello resultaba tremendamente extraño. Tardé algunas cuantas paradas en recaer en el hecho de que estaba en plenas vacaciones de julio: de ahí aquel bebé con rostro de vómito inminente sentado adelante mío, de ahí aquella madre con tres niños y globos rosados a punto de estallar, de ahí aquella niña llorosa que me hace pensar que Herodes fue un incomprendido.
Mis vacaciones de julio escolares siempre fueron muy introspectivas, con escasísimos hábitos familiares de vacacionar en el exterior o la costa de oro, y con el karma de tener que cuidar a una hermana menor, por el hecho de que ninguno de mis padres hacía uso de su licencia en aquel período. Personalmente, mis inviernos se reducían a dedos amoratados –posta- de jugar al Super Nintendo, visitas de amigos y ocasionales gripes. Siempre estaba esa película animada de la que toda tu clase hablaba, y generalmente la iba a ver acompañado por mi abuela, a cines como el Trocadero, hoy en día convertido en lo que yo llamo un Centro de Macumbas Cristianas. Pero sin lugar a dudas lo que caracterizaba aquellas dos semanas eran las horas frente al televisor, la coordinación viso motora entrenándose con una disciplina shaolin, los Games Over y los Passwords anotados con crayones en el reverso de cajas de cassetes.
Más allá de que los julios -lejos de ser ese pequeño intersticio de joda antes de que las cosas se pongan serias- en la vida universitaria de la mayoría de nosotros se vuelven fatídicas semanas de estudios para exámenes, había algo más que no me permitía ubicarme dentro de esta estación. Salgo del ómnibus y me quedo viendo en la ventana de un cyber. Atrás mío pasa la gente, taxis y los conocidos vagabundos que convirtieron a Tristán Narvaja en su living. Me quedo fijado en mi reflejo, fundiéndose en computadoras y estudiantes estresados, y en un momento preciso reconozco lo que me llama la atención: un solo buzo. Ni guantes, ni bufanda, ni campera. Esto no es un invierno, che, o más bien, es aquello a lo que llamo invierno-de-un-solo-buzo. Es extraño verme caminando por las calles tan ligero de ropa, cuando no hace más de seis años me apodaban Capullo, no como una diatriba gallega, sino por mi cebollística forma de abrigarme. Incluso, no sólo es mi caso (que de hecho soy un tipo particularmente poco friolento), algunos manyas aprovechan la posibilidad de relucir su camiseta para reclamar paternidad a los de Nacional, y las mujeres quieren seguir sacando provecho de sus tetas hasta que aquellos adiposos seres tengan que invernar y volver a sus cuevas de lana. Los que leen seguido acá, sabrán que hay algo que me obsesiona, y esto es la construcción de una estación por medios más vivenciales y afectivos que cronológicos y sociales. En mi caso, este invierno-de-un-solo-buzo todavía está flotando en un grado de indiferenciación, un espacio transicional que genera una cierta angustia epistemológica. Porque sí, hay elementos de sobra que nos indican que estamos en plenas vacaciones. Caminar por el shopping y no mirar al suelo –con el riesgo de llevarte por delante a un niño- es una actividad tan desquiciada como ir corriendo descalzo en la noche por la Plaza Villa Biarritz, sin esperar encontrar alguno de tus pies untados con mierda, a la vez que, incluso superando a nuestro fastidio por los niños, los púberes se revelan como una de las mayores amenazas, acostumbrándose a salir a la calle cada vez más tarde, tan estúpidos como indomables, bebiendo (poco y mal), yendo en patota y gritándote cosas por inercia (pendejos y minitas a los que uno de golpearlos iría directo en cana), como si fueran versiones pocket de las postapocalípticas hordas de Mad Max, o las piradas pandillas neoyorkinas de The Warriors. Me gustaría poder decir “bueno, yo supe ser como ellos en su momento”, pero no, a aquellos años yo andaba jugando al Nintendo, e ideando planes de imposible concreción con amigos.
Como era de suponer, películas y discos –que casi ninguno tiene mucho de invierno tampoco- enmarcaron esta extraña semiestación, pequeñas obsesiones en los que tramité todos mis impulsos infanticidas. He aquí mis películas y discos de invierno
Películas:
Los amantes regulares (Philippe Garrel)
Los números redondos suelen propiciar el revisionismo de ciertos eventos, análisis de medios, fines, resultados, agentes y contraagentes. Con los cuarenta años del mayo francés no es la excepción, y todas las universidades, medios y políticos se han visto obligados a criticar, romantizar, elogiar, defenestrar, relativizar y todos los ar en disposición con respecto a este tema. Pienso esto mientras me voy de facultad, viendo una pancarta hecha por el CEUP con el famoso lema “La imaginación al poder”. Me contengo un poco la risa, por el hecho de que me es completamente difícil encontrar algo menos imaginativo que el gremio de facultad, con un accionar tiene más de Bréznhev que de Guy Debord. Por estas mismas razones, no fue sorpresa que el Festival de Invierno de Cinemateca incluyera una película que tratara este tema.
Domingo, 22:00. Duración del film: 179 minutos. En cuestión de números y fechas, la opción no parecía muy alentadora, pero recientemente había visto del mismo Garrel Inocencia Salvaje y me había parecido más que buena. Tras una serie de llamadas, con El fino firme al volante llegamos como una flecha atravesando el telón de la lluvia y la noche.
Ya desde el principio se plantean los grandes temas del mayo francés, un chico llamado François –y que eventualmente reconoceremos como el protagonista- plantea que le gustaría publicar un libro con sus poemas, pero teme contradecir a sus principios. Instantes después, le pregunta a un amigo qué le gustaría hacer en un futuro, y él le responde que le gustaría ser un pintor de brocha gorda (es decir, pintor de paredes). Cuando se le pregunta por qué no quiere ser un pintor de verdad, el responde que el pintor de brocha gorda es el único pintor de verdad. Autoría, situacionismo, Isou, Guy Debord: empezamos bien.
La película se centra en la vida de François y su eventual enamorada durante las postrimerías del mayo francés y los siguientes años de resaca revolucionaria. Por encima del mismo tema –ya tomado incontables veces en el cine-, lo que más llama la atención es el ritmo y estilo que Garrel le da a tales acontecimientos y el increíble blanco y negro del film (El fino tiene razón en señalar que cada uno de los planos de la película es una fotografía perfecta). Un ejemplo bien claro de esto es la escena de las revueltas estudiantiles. Estas son filmadas a un ritmo real, con planos fijos de varios minutos, recreando el auténtico ritmo de una defensa tras barricada, prescindiendo de un montaje que las dotara de mayor espectacularidad. Casi se podría decir que estas escenas no están tan actuadas como coreografiadas, un estilo que recuerda al flujo del campesinado anarquista registrado por Theo Angelopoulos en Megalexandro. Incluso, apenas por un back up historiográfico sabemos que la contienda se está llevando a cabo en el barrio latino o en el boulevard Saint Michelle, porque el escenario se mantiene prácticamente indistinguible, con personas, humo, escombros y autos dados vueltas que son como un limo blancuzco que apenas emerge de la homogénea negrura que se levanta detrás.
Tal como Mahoma sabe ser árabe sin camellos, Garrel sabe ser francés manteniéndose confinado a intramuros, y sobre todo, sin recurrir a ese sentimiento revolucionario –festivo o belicoso- que tanto ha prostituido el cine sobre eventos históricos. Los amantes regulares es todo lo que no es Los soñadores, esa visión romántica y autoindulgente del mayo francés visto por los ojos de Bertolucci. Mientras que en el film del italiano el incesto, la revolución y la fascinación por el cine es buscada e hipertrofiada en cada escena, en la película de Garrel las contiendas entre la policía y los manifestantes son oleadas frías y constantes, el consumo de droga dista de ser el bricolage festivo y psicodélico de otros autores, y el sexo libre está, pero lejos de un marco que lo vuelva sexy, intenso, o convulsivo. Incluso, en momentos en donde se podría mostrar otro registro de sentimientos, como el de una fiesta en la que se ve a todos bailando This time tomorrow de los Kinks, la escena se tiñe de una cierta irrealidad, casi como si se estuviesen parodiando a sí mismos, sin tomarse aquella momentánea felicidad demasiado en serio. En todo caso, la película es una de las visiones más amargas y lacónicas sobre uno de los sucesos más citados, estirados y reverenciados del pasado siglo.
La película terminó a eso de la una, y el fino y yo nos encontramos con un Montevideo pasado por agua, con ese tono tan irreal que adquiere 18 de julio los domingos. Conversando del film en el auto, concordamos en que la película nos fascinó en lo que respecta a los intereses e inclinaciones de cada uno: al fino –que está cursando el fotoclub- le resulta difícil encontrar una película con mejor fotografía; yo, por mi parte, creo que es una película fundamental, que tiene la virtud de mostrar un evento bajo sus luces y sombras, tal como lo hicieron películas como La batalla de Argel en su momento.
Sin embargo, algo me dice que probablemente el CEUP preferirá no ver una película tan larga, optando por seguir citando frases “El aburrimiento es contrarrevolucionario”, mientras se realizan sesiones extraordinarias de dos horas y media para decidir de qué color pintan una bandera.


Supercool (Gregg Mottola)
En los primeros minutos de Supercool a uno le vienen sospechas por partida doble: por la temática pansexualista que caracteriza a los diálogos uno huele cierto tufillo de American Pie, y esas chatísimas películas de secundaria. Al mismo tiempo, por su elenco y alguna que otra referencia cinematográfica, uno se ve tentado a hermanarla con esa nueva progenie de películas de autorreferencialidad indie como Juno (a la que Eze dio un buen palo en su blog).
Supercool aborda el conocido trauma de pasaje de etapas, que tan obsesivo se volvió en muchas películas estadounidenses del estilo. Sin embargo, lo hace desde otro registro, más fino donde otras sólo optan por lo directo y choto, más in your face donde otras películas tienen sus reparos. Después de todo, es el clásico tema de ponerla-antes-del-egreso, con dos amigos que tienen encomendada la responsabilidad de conseguir alcohol para una fiesta (una trama en apariencia sencilla, pero que va descarrilándose en episodios tan bizarros como graciosas). Evan, Seth y Fogell (o McLovin!) no son losers in strictu sensu, y las mujeres a las que le tienen ganas se apartan de ese paradigma de la clásica mina incogible que está con quarterbacks y descerebrados por el estilo. De hecho, la película se aparta de esa conmiseración sexual y señala que, más allá de las apariencias, las posibilidades siempre están ahí, sobre todo en esa escena tan poco usual entre Evan y la mina que le gusta, que lima todas las idealizaciones platónicas que se suelen tejer en tales situaciones. Todas las figuras amenazantes están prácticamente borroneadas, y no se trata con rigor epistemológico el clásico tema de lo popular o no popular.
La película es un festejo de la juventud, donde prácticamente los mayores, tales como padres y profesores, no aparecen, y donde de hecho, los que aparecen (como el caso de los policías) se comportan como púberes.
Momentos de la película desembocaron en la situación tan delirante como bizarra de encontrarme a mí, mi cuñado y mi suegra llorando de la risa por unos dibujos de penes venosos. Ya solo con esto, la película vale la pena.


Mi mejor amigo (Werner Herzog)
Ante ustedes: la bestia. Klaus Kinski actuaba tan intensamente que uno cuando lo ve se pregunta si su cuerpo puede aguantar tanta energía, tanto odio y violencia. En sus arranques de ira, como en Woyzek o Aguirre, la cólera de Dios, uno piensa que al final de los mismos se va a agotar y quedar como un juguete sin baterías, como aquella escena final de Cobra Verde, con el blondo que tras intentar mover un bote se deja desfallecer en la orilla. Lo que resulta más interesante al ver este documental hecho por Herzog, es que el verdadero Kinski era tan o peor que los personajes que interpretaba. Ya desde el comienzo del mismo se lo ve actuando en uno de sus famosos actos de Jesus tour, performance en donde se proclamaba mesías y enfrentaba abiertamente al público. En una un tipo del público intenta acaparar el micrófono y Kinski se lo arrebata tan violentamente que se parte a la mitad. Veo esa escena, y ya me da miedo desde la comodidad de mi cuarto con losa radiante; no me puedo imaginar lo que habría sido estar ahí.
Pero si hay algo más interesante que Kinski, es el binomio Herzog-Kinski, una dupla que en sus uniones y separaciones generaban mayor energía que la de dos núcleos de uranio. Uno ha leído, estudiado, e incluso conocido relaciones enmarcadas en una dinámica amor y odio, pero en la bina H/K el lenguaje se queda corto, o al menos hay que repensar la idea de odio y amor desde sus bases. Porque vamos a ser claros, estamos hablando de dos personas que llegaron a planear la muerte del otro, donde incluso, ante la amenaza que Kinski abandonase el rodaje de Fitzcarraldo, Herzog lo obligó a terminarlo con una escopeta del otro lado de la cámara. Ante tales situaciones, uno pensaría, "bueno, acá se acabó", pero luego se dieron nuevos encuentros, nuevas películas en donde los conflictos de siempre aparecían, al borde de lo físico, como si fuesen dos polillas revoloteando alrededor de una lámpara, sabiendo que bastan dos centímetros más, dos centímetros menos, para morir de un golpe de corriente. Y esto se explica por el hecho de que realmente los dos eran imprescindibles el uno para el otro, y esto se ve el mismo hecho de que las películas más recordables de Herzog como director y Kinski como actor, son las que trabajan juntos.
La película ya tenía su antecedente, o más bien, otra cara de la moneda, en la autobiografía de Kinski, un libro en el que se refiere a Herzog con la misma, o mayor vehemencia que en su vida cotidiana. Sólo como ejemplo, acá un pequeño extracto: “Enumerar y describir con detalles todas las vejaciones y malos tragos que nos hizo pasar en la selva -el cretinismo total de Herzog, su desvergüenza, su desfachatez, su brutalidad, su estupidez, su megalomanía y su falta de talento-, así como las consecuencias de todo ello, resultaría verdaderamente vomitivo, y sería una imperdonable pérdida de tiempo y energías. Es el mismo montón de basura podrida de diez años atrás, aunque aún más imbécil, descerebrado, paralítico y criminal”. Y esto es sólo una pequeña muestra”.
A lo largo del documental vemos cómo casi todas las personas que conocieron a Kinski se refieren a él como una porquería humana, como si fuera una enfermedad infecciosa traída por el viento. Sin embargo, lo que descoloca del film es cómo Herzog permite convivir todo aquello con el hondo amor cercan a la devoción que sentía hacia él. Tras una aproximación a Kinski en sus claroscuros a lo Caravaggio, el film termina con una de las escenas más hermosas que he visto, casi un apax dentro de lo que se tiene registrado de Kinski en cámara acá el video:


Dicho en palabras de Herzog: "A veces me parece que klaus mismo se convierte en mariposa. Y todo lo que había entre nosotros desaparece. Y todo está bien. Aunque mi mente se resista, algo me dice que dentro de mi que me gustaría recordarle asi".
Herzog, por su gran cantidad de películas rodadas en regiones tan bellas como salvajes como la selva de Perú, parece haber retomado esa pasión romántica por la búsqueda de aquel eslabón perdido para siempre entre el hombre y la naturaleza. En sus películas, las mismos riesgos que envolvían las quimeras de sus protagonistas se encarnan en el mismo rodaje desquiciado (como la demente tarea de realmente subir río arriba el barco de Fitzcarraldo). Pienso que Kinski fue para Herzog esa porción de naturaleza a dominar, una fuerza civilizadora de una fuerza salvaje, primigenia e informe, al igual que un toro salvaje utilizado para empujar un arado, pero que en una sóla cornada puede acabar con tu vida. Pero entonces veo esta escena, y me doy cuenta –como creo que también Herzog se da- de que detrás de la armonía colectiva de asesinato, también está esa mariposa, que de retenerla o domesticarla se muere.
Discos:
The Replacements- Let it be
Los Replacements siempre me habían resultado una banda simpática, tanto por aquella eterna desfachatez que les terminó traicionando (a diferencia de otras bandas indies más disciplinadas o más radicales en su autodestrucción que terminaron arañando los cielos), como por su fuente de eterna juventud y una afición a la bebida que haría quedar a Robert Pollard como Ian Mackeye.
Más allá de esto, nunca les había prestado demasiada atención, y si bien escuché el Tim (ese que tiene el fabuloso himno generacional de Bastards of young), este disco se venía apolillando en los estantes binarios de mi computadora. Le había pegado un par de escuchadas, principalmente cuando me iba a dormir, y realmente no me dejaba mucho. Fue un viernes que me encontraba estudiando a Habermas, cuando se me ocurrió escucharlo en un estado lúcido, sin esperar tampoco mucho. No resultó ser de esos discos epifánicos, que en el momento te patean todos los cimientos donde estabas parado, pero tras varias escuchas sucesivas empecé a comprender que era un disco fundamental, de esos que tendrían que aparecer no sólo en la pitchfork o medios indie-friendly por el estilo, sino en cualquier Rolling Stone, en entrevistas pedorras de la MTV, en la pecosa boca de Noelia Campo o cualquier programa que central o periféricamente hable de música. Encontré la razón de mi poca deferencia inicial por el hecho de que el disco pega un vuelco cualitativo recién a la mitad del mismo, con unas canciones iniciales que son medio para el olvido. Lo que comienza a partir del quinto tema (Androgynous) es una sucesión de canciones perfectas, por las que Westerberg tendría todo el derecho de escupirle en un ojo a Dios por no haberlas convertido en hits revolucionarios.
Antes que nada: Westerberg se ha convertido en uno de mis vocalistas favoritos de todos los tiempos, un tipo que en técnica y registro obviamente no se acerca a Jeff o Tim Buckley, pero que tiene un carraspeo no premeditado, junto a unas pequeñas inflexiones –incluso desafinaciones- que sirven a la misma canción como a la voz de un actor en una escena fundamental de cualquier película, volviéndolo uno de los cantantes más expresivos que haya escuchado. Incluso, una gran injusticia es que se prescinda de los Replacements y se opte por citar a Pixies o Beat Happening a la hora de hablar de Nirvana. Porque Nirvana tomó, y mucho, de esta banda, no sólo la teenage angst que desborda las canciones –a la que Nirvana amplifica y conduce a terrenos más ominosos-, sino también a la misma voz. Escuchen un poco, y van a ver que hay muchísimo de la voz de Westerberg en los berridos al borde del noise y el pop del Karco.
Pero volviendo al disco mismo, el Let it be –disco que ya se pone los tapones de aluminio desde la misma joda al disco de los fab tour- es muy adolescente, al borde del emo, algo que en cierto momento había mencionado acerca de los mismos Smiths. Sin embargo, mientras las letras de Morrisey tienen esa cuota de autoflagelación y teenage angst enmarcadas en una poesía excelsa y casi romántica, los Replacements hablan de estos mismos temas de una forma más directa, tal como si fuera un drama personal que te contara tu mejor amigo en una visita a tu casa. Toman a lajuventud lo toman en su amplio espectro, y no en un burdo derrotismo que caracteriza a las maquilladas porongas de la MTV de hoy en día. Podría decirse, que lo que hacen los Replacements que les queda tan bien, es tomar los dramas juveniles, pero enmarcarlos en un terreno en donde la reivindicación y la ocupación de nuevos terrenos es posible, es decir, donde no todas las batallas están perdidas.
Este carácter tiene mucho del metal de los setenta-ochenta, y no es sorpresa que en el mismo disco figure un cover de Kiss. La versión de Black Diamond es un temón, y resulta tan buena que no la pude reconocer en la autoría de los maquillados, más allá de que efectivamente la hubiese escuchado cuando era chico en un disco en vivo que tenía mi primo. Lo que hacen los Replacements con esta versión es tremendo: mientras que la versión de Kiss es una mezcla entre power ballad y canción llena de heroísmo, los Replacements la recodifican a su manera, quitándole el amaneramiento y teatralidad de la banda predecesora y conduciéndolas con sus propias bridas. Logran crear un tema completamente diferente, sin cambiar casi absolutamente nada –solo abriendo las ventanas y dejando que se vaya el aire enviciado de los solos de la guitarra humeante de Ace Freehley.
Todos los temas juveniles son tocados, desde la sexualidad hiper confusa e inestable –Androgynous-, hasta el amor incorrespondido –Answeing machine- pasando por el inconformismo –redundante decirlo- de Unsatysfied, el hedonismo festivo de Gary’s got a boner –enough said- y Sixteen Blue (por favor, esta letra: Brag about things you don't understand/A girl and a woman, a boy and a man/Everything is sexually vague [an awkward phase?]/Now you're wondering to yourself/If you might be gay/Your age is the hardest age/Everything drags and drags/One day, baby, maybe help you through/Sixteen blue/Sixteen blue).
Estas canciones me habrían salvado de muchas amarguras, de haberlas escuchado a mis quince.
Robyn Hitchcock-Jewels for Sophia
No debe ser la primera vez –ni será la última- que lo digo, pero hay algo extraño que me sucede con Robyn Hitchcock: no tengo ningún disco suyo, y ciertamente en mi historial afectivo tengo músicos a los que considero o musicalmente mejores, o que dejaron una marca más profunda, y aún así es la persona que más admiro del mundo, una admiración extrañamente profunda que va más allá de su producción artística. Ahora que lo pienso, la lista de personas que más admiro no tiene tanto que ver con mis gustos, o si los tiene, no son los más representativos de mi persona. Aquí un pequeño gráfico para explicar este punto:

Pero volviendo a Hitchcock, es, junto con Tom Waits uno de aquellos tíos que siempre soñé tener. Mientras que Waits entra más en el formato de tío putañero que te pasa whisky en una fiesta de quince, Robyn es de esos tíos pasados, lo suficientemente creativos para hacer de su locura algo pintoresco, y no una jodida carga. No me cuesta imaginarme yendo a su casa para que me de clases de guitarra, hablando sobre enanos, Nixon e insectos.
Mi admiración hacia él fue instantánea, y se remonta a mis diecinueve años, en uno de los veranos más calcinantes que recuerde. Mi primo Lucas y yo estábamos disfrutando del cable recién adquirido por mis abuelos –antes teníamos que conformarnos con aquellas películas ochentosas de trasnoche que pasaban en el canal siete, teniéndonos que bancar cada quince minutos austerísimas propagandas sobre despensas y minimercados de ruta-, posiblemente buscando alguna película soft porn que pensábamos que podía dar TV Globo de Brasil –esa frecuente costumbre de hipersexualizar a los brasileros-, cuando nos detuvimos en un extraño concierto realizado dentro de lo que parecía ser un negocio cerrado, con una vidriera que permitía ver a la gente caminar por las calles enclaustrados en sus pensamientos. Nadie, salvo algunos, se percataba de lo que sucedía adentro, un show con un extraño señorito ingés que entre tema y tema hablaba sobre carne irradiada para astronautas, megacadáveres, la fina línea que separa la tortura de los cosméticos, minotauros y cinta plástica. Como si supiera de antemano que aquel concierto marcaría nuestras vidas, decidí grabarlo en el mero instante que caímos en aquel canal. No parábamos de reírnos, pero no podíamos emitir comentario alguno. Las canciones no se quedaban atrás en su excentricidad, y cuando uno creía que la psicodelia llevaba las canciones al borde de la desintegración, ese tal Hitchcock te bajaba de un ondazo, con unas baladas tan hermosas que eran como un edredón espeso y perfumado del cual uno no podía –ni quería- salir.
Al otro día nos despertamos a las once, pero no fuimos a la playa.
Nuestro cuarto de cuchetas parecía un ómnibus repleto, surcando las calles de Guayaquil a las doce del mediodía, pero en ningún momento pensamos en arena, mar, o bikinis. Aquella tarde vimos tres veces de corrido el video, quedándonos como topos en nuestras madrigueras sabiendo, por el sonido de los venteveos, que el sol se estaba poniendo sobre la chimenea del vecino. Pero no importaba.

Eventualmente terminé por comprarme aquel concierto llamado Storefront Hitchcock, dirigido por Johnatan Demme, quien ya había estado detrás del tan genial como desquiciado Stop making sense. Durante mucho tiempo pensé que probablemente la magia de Hitchcock estaba dentro de sus monólogos y presentaciones en vivo, imaginándome que de escuchar un disco suyo perdería gran parte del misticismo que lo había rodeado. Fueron unos cuantos años los que me negué a escuchar al Hitchcock de estudio, pero un día terminé por bajarme I often dream of trains. Luego fueron Spooked, el reciente Ole! Tarántula y Eye. Me sorprendí al encontrar que ninguno de los discos bajaba de un nivel altísimo, no sólo desde el punto de vista letrístico, sino compositivo. Así también que, por más viejo que pareciera –bueno, no tanto- Robyn cambia de estilo con una habilidad tan camaleónica como la de sus excéntricas camisas.
Hace poco me bajé Jewels for Sophia y no lo pude dejar de escuchar. Creo que van tres días y es lo único que he escuchado en mi computadora. Hasta ahora es posiblemente el disco más parejo de todos los que vengo escuchando. En este álbum Hitchcock le da una vuelta de tuerca a sus influencias de Syd Barret, Robert Wyatt y Zimmerman –incluso, el tema que cierra y da nombre al disco tiene esa cuestión verborrágica a lo Subterranean Homesick Blues-, y es uno de los más electrificados y potentes de todos sus discos.
Uno de los grandes méritos de Robyn es el de poder incorporar elementos de la cultura pop, pero colocándolos con un encanto natural de forma que no parezca un choto namedropping que a más de un artista le queda tan artificial como el falso acento inglés de Madonna, algo que es moneda corriente en el Montevideo camp creado por diez o quince publicistas con ganas de divertirse un poco. Sólo por citar un ejemplo en una canción escondida al final: “i have a warm bath/i have a bottle of wine/i put myself to bed/ and i feel just fine/ but don't talk to me about gene hackman (…) he is in every film/ sometimes wearing a towel/ and if it’s not him/ you get andy mac dowell/ so don’t talk to me about gene hackman.
Gente, todos nos estamos acercando en perfecta paz y armonía a la hitchcockdad, pronto todo se volverá Hitchcock, y todo en cualquier lado será Hitchcock. Es verdad damas y caballeros, la hora ha llegado, es hora de hablar con ese pequeño Hitchcock que hay dentro de nosotros.
boomp3.com
boomp3.com

Pedro Restuccia- Capicúa
Escribir sobre un disco en el que uno formó parte –por lo menos en su inicio, oficiando de pseudo productor y escribiendo algunos temas- es una labor harto complicada, más que por la obvia falta de objetividad, por el hecho de que sólo se puede registrar el movimiento desde un punto estático (y yo me mantuve envagonado en una parte del proceso). La historia de este disco es un poco la historia de mi vida con la música, o al menos de mi condición de músico frustrado. No puedo dejar de pensar en el disco como una construcción que empezó nueve años atrás, cuando comencé a asistir a los ensayos de un trío que aún no llevaba nombre. Los lugares en donde aquello acontecía eran variadísimos, y prácticamente llegué a conocer a todos, desde el estudio de Luis Restuccia cuando aún quedaba en el Cordón, hasta la austera y microscópica sala de ensayo de Antoine, un garage enrejado que daba a la calle, regenteado por un vintenero que en cualquier descuido te cobraba demás. Epocas Nirvaneras (la línea de desarrollo standard de los quinceañeros de mi generación), con Pedro en la batería, Oliver cantando un inglés por fonética detrás del micrófono y Manteca recién aprendiendo a tocar el bajo. Luego fue el primer toque en una fiesta del London en Malvín, la sexta cuerda que siempre se le rompía al Oliver al tocar Rape Me, unos exagerados fuegos artificiales, una rubia que se había quedado mirando a un amigo, hamburguesas con queso, la vuelta triunfal en un auto lleno de instrumentos. Más tarde fueron otros toques, el nombre de la banda elegido espontáneamente en un recreo de quince minutos, una fiesta del Sagrada Familia pasada por agua por la que había faltado a una mega fiesta de quince, el fogón del San Juan como si de un Woodstock se tratase, un miércoles de noche en el boliche La comisaría con una banda difunta llamada Pol Pot, las entradas anticipadas vendidas con rigurosidad bizmarkiana, los primeros temas grabados en un casete que sigo teniendo, el inglés tan imperfecto como convencido del Oliver, la profesionalidad de Pedro, los miedos del Manteca, los eventuales toques en Plaza Mateo, y después el Living, Roxx, Apartado Bar, BJ, Pacha Mama, y yo siempre ahí, viendo aquello no tanto como un cuarto integrante, ni como un manager, sino como un documentalista que sentía que estaba formando parte de la historia.
Tiempo después, Crosstea se disolvió y luego Pedro emprendió otros proyectos a los que seguí con desigual entusiasmo. Pero en sí, este disco corona la historia de mi envidia hacia el dominio de Pedro sobre aquel terreno donde siempre me vi como un extranjero, aquel terreno del que me he limitado a teorizar y cartografiar, pero nunca explorarlo por mí mismo.
A más de dos años de empezado el proyecto, aquel cd-r con temas registrados en una toma por la grabadora multimedia de windows fueron tomando un curso propio, puliéndose, adornándose, o simplemente cambiando. Hay algunos temas que yo hubiera mantenido la belleza low fi del primer espécimen, hay temas descartados que creo que deberían haber sido incluidos, y algunos que me parecen que están demás en el disco.
Capicúa no es un disco romántico, pero está completamente atravesado por el amor. Canciones como Mejor para mí, En el aire y Sinapsis, son de aquellas que a cualquiera le dan ganas de enamorarse, una belleza tan sincera como simple que derriban hasta el más sólido y neurótico muro. Para un axolote que de tanta oscuridad se fue quedando medio ciego, por momentos la luminosidad de este disco puede ser demasiado enceguecedora, pero posiblemente en ello estriba la diferencia entre Pedro y yo, la diferencia entre una persona que se zambulle en el amor, y otro que sólo quiere hacerlo canción.
(Escuchar temas en el space de pedro)


Epílogo:
El examen es a las siete de la noche. Los ojos arden, debajo de mi remera el conocido sudor ácido del estudio –un sudor distinto del sudor deportivo, del sudor sexual, o el sudor febril-, el sueño aplacado, pero esperando trepar como un gato a la pesca de restos de comida en la mesada, y soliloquios centrífugos, las voces de Nietzsche, Gadamer, Habermas y Foucalt, rebotando en las paredes de mi cabeza como una mosca dándose contra un espejo.
Cuando llego me zambullo en la clásica histeria colectiva, abriéndome paso en la masa de gente, el vaho húmedo de respiraciones ajenas, las palabras de varias personas invadiéndome como una enredadera. Cuando llego, un tipo con un amplio canal entre sus dos paletas me dice que van llamando por nombre, y ya van por la B. Saco el machete y comienzo a cortar la maleza. En dos minutos estoy en la puerta. Le digo al profesor mi nombre. Se queda mirando la lista. Me mira. Vuelve a mirar la lista y me dice “Acevedo con s o con c?”. Le respondo sin escandalizarme ante tal obviedad. Me dice “mire, no está en el acta, si quiere vemos ahora después”. Tras unas sencillas preguntas me acabo de enterar de que inscribirme al curso no me daba metía automáticamente en el examen, habiendo tenido que registrarme por medio de internet. Le digo “ah, bueno, me equivoqué”, y el hombre me mira extrañado, como un boxeador con la guardia alta esperando un contraataque que nunca llegó. Dos semanas estudiando al pedo. Salgo de la facultad y camino por una 18 de julio que ya se empieza a poblar de la gente que saldrá en la noche. Hace calor, me quito el buzo y me lo ato a la cintura. Veo en mi sombra la imagen de un escocés caminando en 18 con su kilt, y me doy cuenta de que en el fondo lo sabía. Sin embargo, no me importa. Me toma unos segundos para darme cuenta de que no sólo no me importa, sino que estoy contento por no haberlo dado. Llamo a mis padres, a María y a unos amigos. Todos me tratan de boludo con mayor o menor severidad. Cuando corto y entro al 14, me pongo a pensar sobre lo feliz que estoy por una oportunidad mendigada a un sistema en el que estoy completamente metido, un animalito que se siente libre por cambiar de jaula, mi mala conciencia, ese instinto de libertad reprimido, encarcelado dentro mío y que sólo puede descargarse contra sí mismo.
Desde la ventanilla se ve a la gente caminar, haciendo de estos días de calor su verano privado. Se los ve contentos, o al menos divertidos.
Sobre todo a los pendejos.
Veo mi pequeño rostro en el convexo espejo del ómnibus y al doblar por Bulevar España me digo “sí, Nietzsche sentiría vergüenza de mí”.