Monday, August 11, 2008

Los escritos técnicos. Love and stuff, vol.1
How can I explain I need you here and not here too

Me quedo sorprendido viendo el set fotográfico parisienese de Natalia Oreiro en la nueva Oh la la, y mis pensamientos se interrumpen ante la pregunta de si voy a llevar algo, por parte de una de las empleadas del lugar. Le digo que andaba buscando un cuaderno de 200 hojas, y me señala un estante con una torre de Babel hecha de Papiros, Artes y otras marcas. Winnie Pooh, windsurf, la banda Doberman (puaj), todas las tapas parecen demasiado gays, ochentosas o simplemente chotas, por lo que me quedo hojeando más del tiempo promedio. Siento la incómoda presencia de la empleada observando mi cuerpo agachado, como esperando a que haga algo y cedo ante la presión, eligiendo un cuaderno con un poco inspirado dibujo de Sid Vicious como portada. Mientras me pregunto cómo es que Sid se convirtió en semejante baluarte iconográfico, le pregunto a la empleada por unos grafos de lápiz mecánico. Mientras los busca, vuelvo a mirar de reojo la portada de la Oh La La, y me sigue sorprendiendo la opacidad de la piel de la Oreiro, que a base de maquillaje logra un rostro que podría haber aparecido en la corte de Versalles –o al menos en la versión pop que Sofía Coppola hizo de ella. De vuelta medio embobado, la empleada prácticamente me pone en las manos unos grafos Faber Castell, y me los quedo mirando como si fuese un niño a punto de probar su primera hostia. No me gustan los grafos Faber Castell. Especialmente los HB, que tienen un trazo ultra suave, y se suelen quebrar ante la menor presión. Soy un tipo de rituales, y no puedo usar otros grafos que los Pilot (2b, en lo posible). Incluso, la ceremonia de quitarle el grafito restante –ese centímetro incómodo que siempre queda en el compartimento- e insertarle uno nuevo tiene un efecto particular en mí, que si intento rastrearlo se remonta a mi fascinación por los brazos picados de Trainspotting y las subsiguientes drugmovies que marcaron mi adolescencia (y de las que ya hablé en este post). De hecho, ahora que lo pienso, suelo meter una puntita del grafo, y luego lo inserto todo haciendo presión sobre el brazo, de modo que parece como si de hecho me estuviera dando un chute sobre una vena.
Pero así que no, estos grafos que eligió la mina son una mierda, y si no tienen los Pilot que yo quiero, me voy a buscar en otro lado. Justo cuando estoy por preguntarle, aparece un tipo de sobretodo en escena. Se para firmemente en frente de ella, y con una voz monocorde, casi protocolar, le dice:
-Sólo pasaba para avisarles que ya no voy a comprar en esta tienda.
Intento ver hacia otro lado, pero mis ojos se posan en los del tipo, que se mantiene fijo mirándola, y luego en los de ella, que tiemblan, sin pestañear. No me gusta caer en lugares comunes, pero son cinco segundos en los que parece haberse detenido el mundo. El celeste de sus ojos se vuelve acuoso, y el espeso rimel es como el último dique que impide que la lágrima se lance a la mejilla como kamikaze. Es extraño pensar que afuera la gente sigue haciendo sus cosas, quejándose de taxis que no llegan, juntando la caca de sus perros con bolsitas de supermercado, cruzando la calle mientras intentan escribir un mensaje de texto. Acá, en esta papelería, nosotros tres no podemos hacer otra cosa que temblar. Es así que al sexto segundo el tipo del sobretodo se va, abriendo la puerta y perdiéndose en la calle. Pienso (bueno, pienso ahora, en aquel momento no puedo pensar en nada) que la escena se habría completado con un portazo, pero son de esas puertas de vidrio que tienen un sistema que evitan estos riesgosos –aunque pintorescos- accesos de furia. Cuando vuelvo a la cara de la empleada, tiene un poco de sombra corrida hasta la sien. Como una patinadora que se reincorpora tras una caída en el hielo, ensaya una sonrisa y me pregunta con voz quebrada:
-Vas a llevarte los grafos también?
-Eh, sí, sí, claro.

Butchering the Fictions
Hace varios años que no escribo un cuento de amor. Es algo que me tiene obsesionado, sintiéndolo como uno de mis mayores frustraciones de este último año. No es sólo que no sepa cómo generar ciertos climas, o delinear ciertos personajes, directamente no se me ocurre nada, ninguna trama o personas que puedan estar atravesados por tales sentimientos, casi como sentarse en el water, sin haber comido en días, esperando a que algo suceda. De manera casi directamente proporcional, los cuentos se están sobrecargando de sexo –un sexo a lo Antonioni y a lo Selby jr- sintiéndose de una manera tan extrínseca que parecen como si fueran fruto de una macumba que me hizo Ercole Lissardi. El único cuento que llega a acariciar ciertas aristas del amor es uno que me resulta tan personalmente triste, que generalmente me cuesta llegar a la última parte. Siempre me gusta pensar en una determinada producción artística –un libro de cuentos, un conjunto de novelas, un disco, una serie de películas coaguladas por cierto nexo- como una población o una geografía determinada, y pienso que el lugar que he ido construyendo en este último año, es un sitio difícil para vivir.
Es muy extraño hacer convivir cierta visión romántica del mundo con una neurosis que intenta enterrar todo deseo. Cuando tenía dieciocho –luego de unas cuantas masacres amorosas en donde yo fui el principal responsable- llegué a la conclusión de que estaba más enamorado de la sensación de estar enamorado, que de las personas mismas que catalizaban dichas sensaciones. Invirtiendo la famosa frase: “love the game, not the player”. Había llegado a un punto donde, citando a mi amigo Pedro, el dolor –el ajeno, pero sobre todo el propio- servía para hacerlo canción, como si de escarbar en busca de petróleo se tratase. Comparto con Lacan una visión particular del acto sexual que la mayoría de la gente me discute, pero que de cierto modo se extiende a una vastedad de otras sensaciones. El sexo, garchar, coger, follar, hacer-el-amor, es imposible de apreciarlo en su totalidad, en su real realidad, por así decirlo. Sí, una porción de mi cuerpo está de hecho intercambiando fluidos corporales con el de otra persona, pero no puedo apreciar aquella situación desde lo real, sin ficciones accesorias. No, aquello sería demasiado, enloquecedor, traumático, por lo que nos sentimos obligados a mediar aquello por medio de lo simbólico. Todo el sexo está mediado por ficciones, y por esto no me refiero a que mi novia se vista de policía, o que alguno de la pareja esté pensando en el verdulero de la esquina. No, el impulso ficcionalizante va más allá, toma lugares donde sólo creemos que está la simple percepción. Esta ficción se articula de una manera más sutil, está en el hecho de concentrarnos en una parte determinada del cuerpo de nuestra pareja, en una palabra que susurra entre jadeos, en la ficción de poder o sumisión que se representa en el escenario, o en apartarnos un segundo y hacernos una imagen de nosotros haciéndolo –voyeurismo y exhibicionismo en su original estado indisociable, sin necesidad de sextapes, ni nada por el estilo-.
El sexo como acto sexual en sí, no existe.
De todo esto sólo nos quedan las ficciones.
(Esto es un gran consuelo para los onanistas: ya pueden decir que no hay diferencia entre lo que llevan al acto ciertas personas en hoteles y lo que hacen ustedes en sus cuartos).
De hecho, entre los últimos descubrimientos de la neurología, se ha comprobado que ante la percepción y la representación mental de un mismo objeto, se activan las mismas neuronas. Percepción, memoria e imaginación en el plano fisiológico es materialmente lo mismo. Este pequeño descubrimiento científico pone en tapete todas las nociones comunes que entendemos sobre la realidad de lo real. Todo es tan real como ficticio.
El asunto es que ni bien uno entiende la premisa, va estirando el hilo y se da cuenta de que, así como el sexo, todo en el mundo está mediado por ficciones, y probablemente muy pocas cosas lo estén tanto como el amor. A este nivel, se podría decir que sí, nosotros no amamos a la persona, sino al personaje, o más bien, el papel, el fragmento de guión que nuestro actriz/actor interpreta en la obra dramática de nuestra vida.
Lo particularmente extraño es que en este último año, a pesar de mi estancamiento a la hora de escribir cuentos atravesados por el amor, gran parte de lo que me obsesionó en la música o en el cine estuvo mediado por este sentimiento.
Primero, Wong kar Wai.
Siempre que termino de ver una película de Wong kar Wai –a no ser la última, que es un film considerablemente menor-, salgo de aquel mundo con una sensación que en una disección fenomenológica no podría ser otra que de enamoramiento. En el compendio de sensaciones es exactamente eso, aquello se siente igual a esas noches en donde uno se da cuenta de que se está colgando con cierta persona, recordando miradas, o cosas que dijo.

Algunos lo acusan de formalista –no estoy de acuerdo- y que siempre hace la misma historia. En este último punto, la verdad es que sí, más allá de la conocida trilogía formada por Days of being wild, Con ánimo de amar y 2046, casi la completud de su filmografía se basa en el amor siempre buscado y perpetuamente perdido, un perro que intenta morderse la cola, mareándose y desfalleciendo tras varios intentos. La asintótica búsqueda por la reciprocidad, esa derrota firmada y confirmada una vez tras otra. Al parecer, desde la óptica de Wong kar Wai el único amor es el amor perdido, o el amor incapaz de concretarse, y aún así, sus films no son amargos. Al contrario, una y otra vez me termino enamorando de los personajes, ya desde el policía consumiendo ananás en almíbar expirados y la chica que pone una y otra vez California dreaming en Chungking Express, hasta la entrópica pareja homosexual de Happy together, pasando por las bellezas que desfilan por la vida de Cho-mo Wan, entregado a su más abyecta soledad en 2046, y los inquilinos despechados, pero incapaces de traicionar a sus parejas en ese film monumental que es Con ánimo de amar. Nacimos para perder, uno lo tiene bien claro cuando entra en el mundo de Wong kar Wai, pero quiere presenciar esa derrota, hacerla suya, vivirla y sufrirla dulcemente, tal como lo hacen los personajes de sus películas.
Y este síntoma me preocupa, porque voy viendo que tales personajes se van convirtiendo un patrón en mi vida.
Este post me cuesta escribirlo porque tengo que complementarlo con mis frenéticas bajadas de todos los capítulos de The office (Estados Unidos). Me es imposible señalar cuan genial me parece la serie. Me impresiona la forma en que los personajes se van enriqueciendo capítulo a capítulo. En este sentido, no me preocuparía al afirmar que algunos cuantos personajes son mucho más multidimensionales que los de Seinfeld. A no malinterpretarme, Seinfeld es probablemente la mejor serie cómica de todos los tiempos, y con ella llegaron a una perfección tal que me resulta imposible elegir a uno de los cuatro protagonistas (aunque internamente creo que la cosa está entre George y Kramer). Sin embargo, tal como indica el último capítulo de la serie, ninguno termina aprendiendo realmente nada, y en ese pequeño detalle se encuentra el gran bastión de The Office. Steve Carrel en el papel de Michael es políticamente incorrecto, choto, egomaníaco, chanta, en pocas palabras, un pelotudo. Sin embargo, es mucho más que eso, y lo que comienza siendo un personaje desagradable que a uno hasta le incomoda verlo en la pantalla, se muestra en su amplio espectro, con desconcertantes claroscuros para una comedia norteamericana. Y así con casi todo el resto de los personajes (hasta el bizarrísimo Dwight tiene su costado tierno, sobre todo en su relación con la frígida Angela).
Ahora, ¿a dónde va todo este rodeo? Diferente de lo que me imaginaba, el principal hilo conductor de la serie no son las cagadas que se manda Michael, sino la relación entre Jim y Pam, dos de los empleados de la empresa. Con el genial recurso de la cámara dentro del universo diegético de la serie, junto a algunos recursos que hacen recordar a lo mejor del Dogma 95’, el lente registra gestos, miradas y silencios que nunca –al menos que yo recuerde- los había visto en ninguna serie de televisión. El efecto que da es como si todos los actores actuaran en cada escena, ya que la cámara rápidamente enfoca a uno haciendo algo, y lo desenfoca en un segundo centrándose en el efecto que esa acción tuvo en otro empleado. Uno se siente casi como esa persona que sabe un secreto, y que intenta corroborarlo en silencio cada vez que se presenta una situación en particular.
A medida que transcurren los capítulos, uno se da cuenta de que Jim y Pam están enamorados entre sí, pero no se llega a presentárselo de forma verbalizada, situación frente a la cual una serie lobotomizada como Friends se encargaría de exponer en una divertida confesión llena de my gods!!! y risas de relleno. Uno sabe que la relación de ellos está marcada desde el principio, ya que Pam está comprometida con un no tan elocuente, pero aún así bueno, trabajador del depósito de la compañía (volviendo a los ejemplos, cualquier serie se habría encargado de pintarlo a este como un hombre de cromagnon o un ser completamente despreciable, a modo de que empatizáramos mejor con el amor de los protagonistas), al mismo tiempo que ella y Jim se encuentran en una insostenible condición de amistad. Es una relación en donde los pequeños gestos y miradas se van acumulando capítulo a capítulo, y uno termina enamorándose de aquella relación.
Parece medio repetitivo esto, pero quiero señalar un punto. Cuando digo “uno termina enamorándose”, no es un mero recurso expresivo para decir que la presentación de la pareja nos parece tierna, cautivante, o que está muy bien trabajada. Cuando digo “uno termina enamorándose”, me refiero concretamente a eso. Es una ficción que uno la va internalizando, y que comienza a tomar ciertos espacios de su vida. Y la sintomatología es la misma, de igual modo que uno se puede excitar con una pintura, o llorar con una canción. Un post atrás señalaba en mi pirámide de gustos cómo es que uno sin conocer a cierta persona –dígase músico, actor, futbolista, escritor, jugador profesional de mikado- puede desarrollar frente a la misma auténticos sentimientos de cariño o devoción, casi como si realmente conociese a esa persona. Cuando veo a Chan Marshall, me viene una sensación de abrazarla, ayudarla a mudarse, intercambiar bufandas y quedarme hablando con ella, como si fuese mi mejor amiga, así como Tom Waits me parece alguien a quien admiraría con ojos de niño, como ese tío al que uno lo termina tomando como ídolo o role model. Uno piensa que tales sentimientos son solamente propios de enfermizos fans que se suelen disfrazar de su ídolo y asistir a convenciones con otras personas que también se disfrazan de ellos y hacen festejos en cada uno de sus cumpleaños. Siempre se ha tendido a pensar que el fanático ocupa un rol periférico y pasivo, como si sólo se limitase a recoger las migajas de genialidad que arroja el ídolo. Sin embargo, Henry Jenkins en Textual Poachers, en su análisis de la cultura de fans señala que el rol de ellos es más activo de lo que parece, reescribiendo y adueñándose de sus películas o personajes favoritos tras una serie de técnicas, como la recontextualización, refocalización, cruces entre distintos textos, junto a otras. De este modo, la actividad del fan tiene un elemento de adquisición de poder: “Los fans efectúan sus incursiones y saquean lo que pueden; emplean los bienes saqueados como cimientos para construir una comunidad cultural alternativa”.
El enamoramiento en sí no es más que eso, una idealización de la persona y un saqueo de esa idealización, que puede hacer convivir a una persona con alguien que hasta puede resultar auténticamente peligroso para su vida –es un elemento que resulta omnipresente en los casos de las mujeres golpeadas.
Ahora que lo pienso, la parábola del amor cortés, en donde los personajes se acercan sin llegar a tocarse, es una particular obsesión mía, que se remonta a mi pubertad, o incluso antes. Posiblemente la relación inacabada e inacabable de la década de los noventa es el binomio Fox Mulder- Dana Scully. Es difícil hacerles entender el papel que los Expedientes X ocuparon en mi vida. Esto se los dice alguien que llegó a hacerse una placa del FBI poniendo una foto carné suya. Así de limado. Pero más allá de la serie, casos paranormales, intrigas gubernamentales, para mí, llegando al hueso mismo de la serie, todo aquello es un mero decorado para desarrollar la relación entre Mulder y Scully. En su esencia, The X-Files es una telenovela con elementos de ciencia ficción. Uno siempre esperaba que uno de los dos finalmente bajara sus puentes, pero al mismo tiempo iba deseando que se mantuviera esa eterna procastinación, como ver hasta cuando se puede inflar un globo, aún con el riesgo de que se explote en la cara. Eventualmente la serie se fue desvirtuando, y con la ida de Fox Mulder y la eventual concreción del amor, quedó un resabio amargo, pero volviendo a ver las primeras seis temporadas, especialmente la tercera, creo –la temporada del cáncer de Scully-, uno puede certificar que, mientras duró, fue una de las mayores historias de amor contadas en la televisión.
En estos últimos años me fui percatando de mi amargura, pero toda esta idea que se me hacía en la cabeza se hace añicos cuando me veo como una quinceañera, sufriendo y deseando que Jim y Pam puedan estar juntos.
Cet obscur objet du désir
“El amor hacia una mujer es sólo posible si no se consideran sus cualidades reales, y por lo tanto si se reemplaza su realidad psíquica por potra realidad diferente y en buena medida imaginaria. El intento de realizar el propio ideal en una mujer, en lugar de tomar a la mujer por sí misma, implica necesariamente la destrucción de la personalidad empírica de la mujer. Por ello el intento es cruel con la mujer; el egoísmo del amor pasa por encima de la mujer y no se preocupa en lo más mínimo por su auténtica vida interior […] El amor es un asesinato”
Es difícil tomar al pie de la letra esto, cuando sabemos que quien lo dijo fue Otto Weininger, un nazi-judío-homosexual (qué combinación, che), en cuyos textos su misoginia haría ver a Gerardo Sofovich como un continuador de Betty Friedan. También, el hecho de que se haya suicidado a los veintitrés años, no le da credenciales como ejemplo de una persona muy equilibrada. Sin embargo, como dice el viejo refrán, hasta un reloj roto da bien la hora dos veces al día (bueno, los analógicos, al menos), y efectivamente el tipo, quizás sin saberlo, dice una gran verdad. Si lo podamos de sus ataques a la mujer, y consideramos lo dicho en criterios más generales, señala algo que se repite en las relaciones amorosas, que es una cuasi mutilación del otro en pos de adaptarlo a la imagen que uno tiene de él (como si de un Bonsái estuviésemos hablando). En boca de Lacan, “te quiero, pero inexplicablemente quiero en ti algo más que a ti –el objeto a-, y por eso te mutilo”.
Este juego de idealizaciones por momentos resulta tremendamente perverso. Volviendo al tema de la mujer, y lejos de posicionarme desde la óptica de Weininger (por Dios, no), en la producción cultural predominantemente masculina, siempre la mujer resultó como algo escurridizo de entender, y de encerrar dentro de cierta intelección (de ahí la frase “la mujer no existe, hay mujeres”). Ante ese miedo epistemológico, se ha erigido el mito de la mujer como ese oscuro objeto del deseo, la Lillith de la Biblia, la femme fatale del cine noir, las sirenas de los mitos griegos, la Salomé que hace rodar cabezas por el encanto de sus caderas. En dichas producciones, la mujer suele aparecer en un principio como la parte débil del binomio, pero conforme transcurre la obra (película, novela, lo que sea), termina devorando al macho, y siendo testigos nosotros de cómo lo realiza.
Haciendo un repaso mental, me doy cuenta de cuántas veces se repite este modelo en el cine. Posiblemente, una de las películas que mejor ilustran esto es El ángel azul, viendo como el profesor Rath –Emil Jennings- va cayendo en picada bajo los encantos de Lola (la histórica interpretación de Marlene Dietrich). Al principio Lola parece una dulce bailarina de Burlesque, pero eventualmente va tomando pequeños territorios de la vida del profesor Rath, hasta convertirlo en un payaso más del show de variedades al que ella pertenece. Es difícil encontrar escenas más dolorosas que la de su decadencia presentada en esas sesiones de maquillaje delante de su espejo. Incluso, si uno rastrea ciertas escenas claves, vemos que Jennings muchas veces está a los pies de Dietrich, viéndola hacia arriba como si fuera un niño esperando la gratificación de un mayor.
Y conforme uno sigue viendo películas, se da cuenta de que la femme fatale se repite una y otra vez. Es casi un arquetipo jungiano. En La Viaccia, Belmondo cede ante los encantos de una prostituta, robando para seguir asistiendo al prostíbulo donde ella lo atiende (todo esto cobra más sentido por el hecho de quien lo atiende es Claudia Cardinale, lo que convierte el asunto en algo mucho más entendible, y hasta obvio). Le chienne, de Renoir es prácticamente lo mismo. Con el cine noir, ni me meto, el mismo término femme fatale fue acuñado en torno a sus distintivas protagonistas femeninas. Y, en películas más recientes eso se repite, desde Ran, de Kurosawa, hasta Bajos instintos, de Verhoeven, pasando por Lost Highway, de Lynch, Audition, de Takeshi Miike, –que en realidad es como un tremendo ensayo sobre la fantasía masoquista llevada hasta su últimos límites- y la no tan reciente Ese oscuro objeto del deseo, de Buñuel, en donde las dos versiones de una misma mujer –literalmente- van convirtiendo a su pretendiente en un pelele –qué palabra tan buena que no suelo usar-, hasta la escena en que una de las Conchitas -no me malinterpreten, ese es el nombre del personaje- pretende tener sexo con un español delante de él.
Sin embargo, una película en la que el rol activo de la mujer suele pasar desapercibido, pero que es fundamental, es Último tango en París. Casi como si fuese la versión europea de El imperio de los sentidos, es posible que la película de Bertolucci sea uno de los mejores ensayos del duelo y la perversión.
Nota: en este párrafo hablo sobre la trama en sí, así que quien no la vio, le recomiendo que se lo saltee y siga leyendo a partir del siguiente.
Ah, y si quieren mi ensayo completo sobre la película, lo pueden bajar acá (era para facultad, así que si les embola Lacan, no se los recomiendo)
No sé si lo he dicho, pero Último tango en París contiene mi interpretación masculina favorita de todos los tiempos. Lo que hace Marlon Brando va más allá de lo que puede hacer cualquier ser humano, cada escena en que aparece el mundo parece temblar, pero no sólo dentro del televisor, en la casa misma, en la cama donde uno está sentado viendo aquello. Marlon Brando es Paul, un reciente viudo que tras un ocasional encuentro sexual con Jeanne (Maria Schneider) comienza una extraña relación, en donde ninguno de los dos sabe el nombre del otro, y donde se establece un aparente sistema de dominación, que va in crescendo, hasta el final, en donde la balanza de dominación se termina desbarajustando, con Paul asesinado por Jeanne (fíjense que en su esencia es casi un calco de la película de Oshima). En esta relación, al comienzo Paul se muestra como el gran perverso. El esfuerzo de la perversión está dirigido a no extraer consecuencias significantes acerca de su saber de la falta, para lo que se va a prestar como objeto de las fantasías del otro, queriendo pervertirlo, convertirlo uno de los suyos. No se puede encontrar algo más parecido a este sentido didáctico perverso que en las frases en contra de la constitución de la familia, que obliga Paul a Jeanne a recitar mientras la viola analmente (the butter incident). A fin de cuentas, el ideal del perverso se apoya en el objeto inanimado, siendo el goce no otra cosa que presenciar la entrada en juego colocándose a sí mismo o al otro como mero objeto. En un principio uno pensaría que Paul es el dominador, siendo la pobre Jeanne una mera súbdita, sobre la que cae de la manera más violenta todo el aprendizaje. Sin embargo, en el sadomasoquismo no hay un polo pasivo, y el final mismo nos da para pensar si, al final de cuentas, no es Paul, sino Jeanne la verdadera titiritera detrás del biombo, ya que ni bien le cuenta su verdadero nombre, su ocupación, la verdad de su esposa y su pasado, una mueca de desdén se le llena en el rostro. En ese preciso momento, Paul deja de ser el objeto que colma su placer masoquista y se convierte en algo desechable: una persona. Es precisamente en el momento en que Paul se presenta como sujeto y no objeto que el deseo perverso de Jeanne se extingue. Es preciso abandonar el sujeto. De cualquier manera.

Lo que prima en el perverso es la incapacidad de amar, la capacidad de anudar goce con amor, establecer el único acto duradero con el objeto. En la perversión todos los objetos son substituibles. Más allá de los objetos en sí (tacones, latex, cuero), incluso, en el mismo sistema de libro negro que se aplica en ciertos hoteles refinados (una especie de carta especializada de prostitutas a domicilio), uno puede seleccionar exactamente cómo quiere a su acompañante, y posiblemente siempre ante la falta de una pelirroja de trenzas, una mera tinta capilar resuelve el escollo. En el amor, gracias a Dios no. Uno no puede enamorarse muchas veces, y mucho menos de varias personas al mismo tiempo. El Amor reclama exclusividad y es en esa exclusividad que se encuentra lo eterno –es una observación analítica, mis ánimos están más que lejos de promulgar el mito cristiano de “hasta que la muerte los separe”. (Pensándolo bien, esta es una conclusión bastante jodida para quienes creemos que la poligamia debería ser el estado natural del ser humano).
El amor es la gran carnicería de las idealizaciones.
Ahora, lo que –al menos teóricamente- me preocupa es:
¿Esta idea de el amor como mutilación de una persona a una imagen preformada e internalizada, no es en esencia, por sus caracteres de meros moldes intercambiables, no más que otra definición de la perversión?

Epílogo
María tiene examen el sábado. Es viernes de noche, y se tiene que quedar en su casa estudiando. En Azabache se está festejando el cumpleaños de alguien perteneciente a mi círculo de amigos. Sin embargo, decidí quedarme en mi casa, intentando terminar un cuento que he tenido en la cabeza los días anteriores.
Son las tres de la mañana. He estado viendo y reviendo estos capítulos de The Office. Recién me doy cuenta de que durante cuarenta minutos he estado salteando episodios que ya vi, buscando exclusivamente las escenas que muestran la relación de Jim y Pam.
Hay una en particular, que me fascina:
Hay una extraña costumbre en la oficina, que es que cuando dos personas repiten una misma frase al unísono, uno de ellos no puede hablar hasta que le compra a la otra persona una Coca. Al comienzo del capítulo, Jim repitió una frase de Pam, por lo es él quien tiene que comprársela. Cuando van a la máquina expendedora, resulta que no quedan más. Conclusión: Jim no puede decir nada el resto del día –al menos hasta que consiga una Coca para Pam en otro lado. El capítulo sigue y pasan otras cosas muy divertidas, que nada tienen que ver con este hecho en particular. Lo que sí importa es que Jim está enamorado de Pam, y en los últimos capítulos ella ha estado organizando su casamiento (y por supuesto, no sabe de lo de Jim –o los sabe a medias, aunque es muy probable que en el fondo los sepa, es decir, que su coworker está enamorado suyo /y, de paso, que ella también lo está). Casi al final del capítulo Jim está sentado con ella –todavía sin poder hablar, siendo fiel a las reglas del juego-, y ella le dice you look that you got something really important to say but you can't for some reason, sólo para joderlo y babosearlo por su mudez temporal. El se ríe y ella lo jode de distintas maneras, por momentos en tono serio, pero con una risa eventual que sella las cosas como un mero chiste. Es ahí que ante esa insistencia en joda, en el último “You can tell me anything”, Jim sigue sonriendo, pero se la queda mirando un poco más serio y tras unos segundos mira hacia abajo, como diciendo “me gustaría decirlo, pero vos sabés bien que no puedo”. La cámara muestra la cara de Pam, y su sonrisa se le descompone en un rostro invadido por una seriedad momentánea que resulta indistinguible del miedo. Pero ninguno de los dos dice nada. Son veinte segundos grandiosos. Y no puedo parar de verlos.
Es mi tercer whisky en la noche. Tomo uno, y cuando el liviano mareo se me va, me vuelvo a llenar el vaso. En otras noches pensaría que servírmelo resultaría una patética imitación a Bukowski, como un ridículo ejercicio de decadencia y bohemia. Pero me doy cuenta de que realmente necesito tomar este whisky.
Había pensado que podía aprovechar esta noche solo para hacer cosas que no puedo hacer cuando estoy con María.
Había pensado que podría terminar ese cuento, o comenzar uno que hable de una pareja como Jim y Pam. Sin embargo, me doy cuenta de que no puedo.
Estoy escribiendo esto, y pienso que estoy desperdiciando el tiempo, cuando en unas semanas extrañaré estas noches para mí mismo. Y sin embargo, me doy cuenta, pero no lo quiero reconocer, de que la estoy extrañando esta noche.
Me recuesto en la cama, manteniéndome ligeramente erguido sobre el codo. Pongo Bohren und der club of Gore. Ya había hablado de ellos acá, es un jazz lento, pastoso, con un saxofón que se arrastra por la habitación. Es casi un doom jazz, más propio de una película de Lynch que de un policial negro. Tomo un sorbo de Juanito el caminante. Por la posición de mi cuerpo y como si mi sistema digestivo se mimetizara con la música, adoptando su ritmo y su tempo, siento cómo el líquido desciende lentamente, casi como una serpiente, por las profundidades de mi organismo. Tras el ardor inicial a la altura de la garganta, el sorbo baja por el esófago. Lo siento abrirse paso lentamente, quemando al principio, dejando una estela de frescura después. Mi cuerpo parece insignificante, casi descartable. Es como si el mundo se fuera cerrando sobre mí, como un libro.
Y entonces lo siento, lento como la miel, el whisky llega al estómago.