Sunday, October 12, 2008

Dueños de la sensación

The only questions worth asking today are whether humans are going to have any emotions tomorrow, and what the quality of life will be if the answer is no.

Lester Bangs

Paso maravillado las páginas de El hombre ante la muerte, un laburo monumental realizado por Philippe Ariès, que intenta analizar y ser documento de todos las transformaciones que se han dado, desde el principio de los días, alrededor de los ritos mortuorios de los hombres. El trabajo no se queda en una mera cuestión taxonómica o fenomenológica, y el tipo a partir de sus análisis hace un interesante estudio, no sólo de cómo ha mutado la concepción de vida y muerte, sino también del pecado, la productividad, el romanticismo, el amor y la sensibilidad propia de una época. Hablar sobre el libro daría para rato, pero lo que particularmente llamó mi atención fueron algunas brillantes apreciaciones sobre la muerte de hoy en día, que levanta sus puentes hacia ciertos aspectos de una sensibilidad que impera en la vida cotidiana, así como en las artes. El período que nos abarca será llamado el de La muerte invertida.
Hasta la primera guerra mundial, al menos en el mundo occidental, la muerte de una persona modificaba el espacio y tiempo de un grupo social, instrumentándose ciertos ritos o hábitos, como podría ser cerrar los postigos, hacer sonar las campanas de la iglesia, o realizarse vistosos cortejos fúnebres. De cierto modo, el duelo no recaía tanto sobre el núcleo familiar, o los más íntimos del difunto, sino que se repartía entre todos los miembros de la comunidad. El tono afectado, casi bullicioso de aquellos funerales, coloridamente patético, y por momentos rozando en algunas aristas con el auténtico festejo, se realizaba para repudiar la muerte, o al menos ahuyentarla temporalmente, es decir, como si la reacción del pueblo fuese más una acción en constructo a la entidad abstracta de la muerte, más que el puro dolor descarnado y desanudado que recae sobre el duelista de nuestros tiempos actuales. Es recién a partir de la segunda guerra mundial –en un mundo que fue testigo del horroroso poder devastador del hombre, al mismo tiempo que iba transformándose conforme a las mutaciones antropófagas del capitalismo- que la inscripción entre individuo y sociedad pierde esa continuidad casi edénica que lo caracterizaba, erigiéndose lo privado, y aflojándose los lazos entre la sociedad (por lo menos en entornos urbanos, o propiamente industriales). En el estado actual de las cosas, la desaparición de un individuo ya no afecta a la continuidad de una colectividad, todo el acontecer transcurre en los días siguientes como si nadie hubiese muerto. Cualquier intento de mostrar dolor ante el resto del mundo es sintomática, o disimuladamente censurado, la muerte se vuelve pornográfica.

De esta manera, se produce un tipo de sufrimiento a huis clos, en donde la sociedad pierde el rol que tenía antes, a la vez que comienza una economización de recursos en lo que concierne a los aspectos ritualísticos y simbólicos (simplificación de los ataúdes, suplantación de los rural cemetery por jardines, etc.). A tal decadencia de ritos le corresponde la totemización de la ciencia como medida de todas las cosas, con la medicalización como principal medidador del hombre en torno a su finitud. A través de ciertos avances tecnológicos-científicos, el médico suplanta las antiguas recetas populares y comienza a poder extender la vida más allá de lo que tenía imaginado. En la medida en que la higiene –por los mismos controles de epidemias- se va convirtiendo en un fin fundamental, la muerte, lejos de ser aquel desenlace dignificador del pasado, se comienza a percibir como algo sucio y repugnante. Las aproximaciones hacia la muerte comienzan a teñirse de esa misma asepsia que caracterizaba a los hospitales, y el mantenimiento de la vida, lejos de ser un criterio más a tener en cuenta, pasa a convertirse en un fin en sí mismo. Tal fin justifica toda intervención, y el hospital va adquiriendo omnipresencia como principal marco en donde la mayoría de las personas dejan de existir. El falleciente deja de ser aquella persona orgullosa y conciente de su destino que impartía sus últimas voluntades desde su misma habitación al resto de sus allegados, y se suplanta por el sujeto débil, entubado, que se muere prácticamente sin saberlo, o lo que es peor, engañado. El mundo comienza a entrar en una etapa llena de Ivanes Illitch, terminales y ancianos a los que son mentidos y conducidos como si fuesen niños (una mentira por partida doble, que no sólo va del médico hacia el paciente, sino que del mismo paciente hacia el médico, haciéndole creer que está creyendo aquello que el otro le dice).
Ante todo, lo que primero impera es la necesidad de mantener a la muerte lo más alejada posible, algo que no sólo se nota en la práctica médica, sino también en los funeral homes norteamericanos. Cuando parecía que las exequias eran parte del pasado, los funeral homes (no solo los velatorios realizados en la casa, sino esos servicios privados que se podían ver en series como Six feet under) descentran de la iglesia los ritos de despedida, pero reconducen los mismos dentro de los imperativos capitalistas: la muerte se vuelve un negocio. Sin embargo, Ariès nos señala que en este negocio de la muerte, hay todo excepto muerte. Mientras que en los antiguos ritos quedaba bastante patente la noción de la muerte, tanto desde su imaginería religiosa, como desde la reacción social hacia ella (sin ir muy lejos, la opción de mostrar el cuerpo en el ataúd abierto), en los funeral homes se intenta mantener una ilusión de vida a toda costa, realizando los velatorios en la casa del muerto, embalsamándolo, maquillándolo, por así decirlo, tuneándolo con el fin de hacerlo parecer lo más vivo posible.
Ahora, ¿qué tiene que ver todo esto con las cosas que suelo escribir acá –dígase música, cine, o la majestuosidad de Claudia Cardinale?- Parecería que hoy en día hubiera una gran desconfianza hacia las emociones. Se generó un miedo neurótico de pasar al melodrama. La fecha no es precisa, pero en la última década, así como ya se intentaba púdicamente callar al muerto a la hora de dar sus últimas órdenes, las canciones –al menos en el ámbito en lo que por antonomasia se suele llamar rock, no tan así en el caso del pop- comenzaron a cortar, como quien corta vino con soda, el caudal emocional que podía prometer una canción (también está el otro lado de la balanza, que ante la utilización de la teenage angst se terminó banalizando la emoción). Las razones, más allá de la patada al hígado que quedó luego de una de las eras más larger than life que se hayan registrado(el heavy metal ochentoso, lleno de esas baladas tocadas en la lluvia y tipos-haciendo-sweetpicking-mientras-se-paraban-en-el-manubrio-de-motocicletas-con-forma-de-dragón-prendidas-fuego-dirigiéndose-al-fondo-de-un-volcán-en-erupción-custodiado-por-orcos-con-motosierras-llenas-de-dinamita), se puede rastrear en la misma estética y filosofía posmo que trata de subvertir todos los grandes discursos (y la muerte no es otra cosa que ese gran e inexpugnable discurso que oímos al final de los días). Cualquier sentimiento purpúreo es tratado con la misma asepsia que un doctor cura una infección, son mirados con una sospecha antigua, como si fuera un aumento drástico en el registro de los glóbulos blancos de un cuerpo, como si fuera un moho creciendo sobre el borde de un pan bimbo.
La vectorización de tal repudio da lugar a dos vías de solución:
a) O bien se elimina de lleno todo sentimentalismo o creencia; o bien se los toma, se abusa de ellos, hinchándolos como a un perro con anabólicos hasta convertirlo en algo completamente diferente.
b) Las dos soluciones toman forma o en recurrir al cinismo para exorcizar la casa del fantasma de la cursilería, o atrapar al mismo fantasma y llevarlo a una tienda ambulante, en donde la gente se ríe y le arroja maní a través de la jaula, pero seguro que detrás de esos barrotes no hay nada que aquel freak pueda hacer.
c) La primera solución se puede ver en el detachment cool de toda verdad o posicionamiento, en las fiestas Compass, en los escritores que malinterpretaron a Carver, en los cineastas que no entienden a Wes Anderson, o en el 90% de las películas indies, como puede ser Juno, con ese rechazo casi neurótico a todo tipo de pathos
La segunda solución se puede ver en Dani Umpi, Miranda!, Closet, el electroclash, Max Capote, Architecture in Helsinki, el pseudo kitsch del diseño de Galería del Virrey.

Interludio I, tiempo es oro
El fino tenía una hot date y me pidió que lo acompañase al shopping a comprarse una camisa. En mi caso, ponerme una camisa significa o que pasó algo muy importante o algo muy terrible (asistir al quincuagésimo aniversario de casados de mis abuelos, o a un funeral, respectivamente), por lo que no soy de las mejores compañías a la hora de asistir en la compra de tal prenda.
Soy alguien que firmemente cree en la posibilidad de elegir y tener preferencias con respecto a prácticamente cualquier tema, ya sea poder determinar si la Patricia es mejor a la Pilsen, si Ráfaga era mejor que Monterrojo, si es preferible la cera a la pinza de cejas, o cual de todas las ex de la Tota Santillán está más buena.
Soy un tipo que ama las decisiones (y que extrañamente votará anulado para las próximas elecciones, aunque eso también es elegir), pero por extraño que parezca, todas las camisas me parecen iguales. Básicamente puedo dividirlas en tres categorías:
a) Las normales
b) Las ridículas
c) Las demasiado gay
Como el fino sabe esto, suele decidir incluir un tercero a la búsqueda, en este caso Santiago, un hulk rosado reformado, que mediante un cese progresivo de los fierros logró volver su cuerpo adaptable a la ropa en general.
Vamos por diferentes tiendas y se suceden las mismas camisas una tras otras, el fino y Santiago hablan de texturas, tonalidades y cortes, pero yo sólo veo pedazos de tela a rayas o a cuadros. La cosa se me va volviendo media aburrida, pero entonces a el fino se le ocurre ir a Zara. Ya había hablado sobre dicha tienda en este post, pero debo volver a señalar que es la máxima expresión de la ropa (al menos la masculina) tan complicada como risible. En el diseño de Zara siempre subyace la filosofía de cuanto más, mejor. Parecería que los dueños tuvieran encadenado a un viejo que decide poner telas polares, parches y bolsillos de forma aleatoria a cualquier cosa que le cae por un tubo, en una celda en donde ni siquiera se llega a ver las manos.
La cosecha de primavera no resulta tan ridícula como la de otras veces, pero entonces me encuentro con este buzo. Es una prenda escote en v, y detrás del mismo sobresale el cuello de una camisa. Pensando que es un extraño descuido de uno de los hiper-masculinos vendedores de la tienda, tomo la percha, esperando separar la camisa del buzo y entonces me doy cuenta de que los dos forman parte de la misma prenda. Me quedo consternado. Cuando era chico había algunos cuantos fanáticos de Kurt Cobain que se ponían una camiseta de manga larga debajo de una de manga corta (algo que hice un par de veces, pero que me resultaba particularmente incómodo), pero al menos compartían las mismas texturas, y podían sacarse una de ellas cuando quisieran. Esto era distinto, y de sólo pensarlo me molestaba. ¿A qué se debe esto? ¿El vértigo de los tiempos modernos, a lo Paul Virilio ha llevado a intentar ahorrar el tiempo hasta el punto de solucionar el trámite de ponerse dos ropas en un mismo movimiento? ¿Una nueva revolución sexual ha llevado a que la gente a tal libertinaje que es necesario privarse de la ropa en meros instantes? ¿La crisis financiera estadounidense ha impactado el mundo de la indumentaria al punto de que hay que ahorrar en material, simplificando el diseño de dos costosas prendas en una sola?.
Cualquiera que fuesen las razones, se me ocurrió diseñar una nueva indumentaria que se acople a la simplificación y sincretismo características de las necesidades del hombre de hoy.

Hipsters
De todos estos cambios culturales que venía hablando, los hipsters son la última monstruosa creación.
El gran virus que se escapó de un tubo de ensayo estrellado contra el suelo.
Hace poco menos de dos meses, cuando alguien hablaba de hipsters para mí se refería a Neal Cassady, o esos tipos tan interesantes como marginales que aparecían en las novelas de Kerouac. Sin embargo, en cuestión de unas semanas, y posiblemente a causa de este artículo de Adbusters -que llegué via elbailemoderno- comencé a conocer la redefinición de esta palabra que en un inicio asociaba a personajes más bien simpáticos.
Luego de lo leído en muchos blogs, ya sea este, este, o este, saco la conclusión de que a determinada temperatura y expuestos a cierta luz del sol, los hipsters son un Chernobyl cultural, un inesperado error de fábrica, un sea monkey devenido en monstruo de Leviatán.
Una -en apariencia- insignificante burbuja de oxígeno dirigiéndose tranquilamente hasta el centro del corazón.
Es el Sida pronunciado en su lengua social, la idea de un virus autodeformante, tan poderoso en su completo apartamento de todo –incluso de sí mismo- que es imposible de ser tomado por alguno de sus partes. No es cuestión de esgrimir el mandato moral de que todo nuevo movimiento tiene la obligación de ser contracultural desde el vamos (siendo el hipster un individuo apático y más bien cómodo, e incluso podría decirse, adaptado a su medio social), sino que tiene efectos, más que políticos, humanos. Es una negación radical, pero no ese there’s no future for you! desgarrando la garganta de Johnny Rotten, sino un no, un nah, irónico, risible, pronunciado entre dientes, desvaneciéndose como el humo que sale de sus cigarrillos Parliament colgando de sus bocas.
Por ahí todo esto que digo parece demasiado apocalíptico, y resulta más digno de una veterana en una junta de padres, un psicobolche indignado en una reunión de la FEUU, o un pseudo brasilero predicando en una iglesia improvisada sobre un antiguo cine, pero la construcción de esa nueva identidad es más falsa, y a la vez más culturalmente nociva que cualquier plancha, dark, emo, punk, o hincha de Peñarol que pueda existir.
Incluso los hipsters fracasan en su hedonismo. En su caso, el hedonismo es un mero ensayo, una mala fotocopia de placer sin restricciones, ya que la búsqueda de placer se atiene a un código, una agenda que vuelve todo demasiado autoconsciente, más bien una radical vuelta de tuerca al ideal franciscano de llegar a la unidad por medio de la privación de todo (en este caso, no lo material, sino cualquier posicionamiento, cualquier contenido emocional).
El problema reside en su misma naturaleza escurridiza, que impide agarrarlos, o atacarlos por un mismo flanco, tal como lo dice Douglas Haddow:
“But it is rare, if not impossible, to find an individual who will proclaim themself a proud hipster. It’s an odd dance of self-identity – adamantly denying your existence while wearing clearly defined symbols that proclaims it”.
Un plancha –la persona que se define con orgullo como tal- se tiñe cada mechón de su pelo, mete sus pies en las naves Nike, se coloca su camiseta del Barcelona, su visera ligeramente inclinada para arriba, o la campera Alpha Polar, pero a diferencia de los lentes de armazón grueso sin aumento y las camisetas con mensajes irónicos de los hipsters, esa vestimenta es casi una preparación para el campo de batalla. Aunque la cotidianeidad convierta la ropa de uno algo tan, a la larga, intrascendente como cuando yo me pongo una remera de Suicide, aquello es un soy plancha y qué, una razón por la cual algunos bares o boliches no lo dejarían entrar a su establecimiento, una razón por la que un policía acariciaría su cachiporra.
Cuando iba a Keops, cuando se cortaba una canción de, supongan, los Buitres y comenzaba a retumbar en las paredes el último tema de Pibes Chorros, uno por un momento entendía la estructura nitrogenada de la cumbia villera, el tum-tu-tu-tum que era un marcapasos directamente conectado a la chota de uno, la pauta, el ritmo ofrecido al franeleo, la necesidad de sacar a una tipa y hacer un simulacro de cópula, al menos en los tres minutos que durase esa canción. Esas noches, si bien a la larga me terminaron cansando, me resultaron más reales, en cuanto a coincidencia entre medios y fines, que cualquier jornada bolichera pseudo cool que uno pudiera vivir en La ronda, o El living, incluso en verdaderos toques de bandas. En Keops la cosa quedaba clara, las mujeres y los hombres salían a la pista y sabían a qué se atenían, era la règle du jeu, y en el fondo –mas allá de que había gente que no iba en plan exclusivamente erotómano, a no engañarnos, que tampoco era una orgía romana-, sabían que todos estaban –en parte- para eso. En otros boliches de la esfera montevideana, lo que uno nota es que la gente no sabe realmente para qué está. Más bien parecería estar ocupando un lugar, un espacio que está reservado para ellos, y que si no lo ocupan, corren el riesgo de ser relevados por otros.

“The dance floor at a hipster party looks like it should be surrounded by quotation marks. While punk, disco and hip hop all had immersive, intimate and energetic dance styles that liberated the dancer from his/her mental states – be it the head-spinning b-boy or violent thrashings of a live punk show – the hipster has more of a joke dance. A faux shrug shuffle that mocks the very idea of dancing or, at its best, illustrates a non-committal fear of expression typified in a weird twitch/ironic twist. The dancers are too self-aware to let themselves feel any form of liberation; they shuffle along, shrugging themselves into oblivion”.

De todo el movimiento hipster no quedará una canción, un renglón de novela o cuento, un mililitro de pintura bien aprovechada. Cuando mucho quedará una broma, una broma que quedará en el aire, como polvo flotando en el terreno devastado tras un intensivo cultivo de soja transgénica.
Interludio II, Ortelli, dixit
Estoy seguro de que en alguna época llegué a apreciar la Rolling Stone.
Prácticamente compré todos los números desde mayo del 2005 hasta marzo del 2007, pero con el tiempo comencé a darme cuenta de sus errores, de la incomodidad que me daba al leerla, como quien descubre a la verdadera tipa que se estuvo apretando cuando las luces de la mañana atraviesan el boliche. Agregando a esto, la revista comenzó a mostrarse cada vez más ideológicamente funesta, tal como puede ser la mamadera que le hacen a las majors (oh, Agustín, me has abierto los ojos), la cola de paja tras Cromagnon, que los ha llevado a hacer un embolante artículo recordatorio en cada puto número desde diciembre del 2005 y esa nota odiosa y oscurantista sobre la persecución a quienes bajan música de internet).
Fue así que decidí saltar del barco.
Para mi sorpresa, ni bien dejé de comprar la revista, fui subrogado por mi hermana, quien comenzó a comprarla con la misma religiosidad que yo lo había hecho unos años atrás.
Ojo, la Rolling Stone ha tenido sus buenos momentos, como una entrevista con tonos de folletín melodramático realizada a Bárbara Lombardo (fue a partir de ahí que me comenzó a parecer atractiva la ex paquita), unos artículos geniales sobre fútbol las finales de Argentina en el 78 y el 86, algunas notas de Hunter Thompson extraídas de la versión yanqui, y la mayoría de las entrevistas a Calamaro, al que siempre consideré un excelente entrevistado.
Sin embargo, la revista –o mi entusiasmo- ha venido decayendo, y en los últimos días me he dedicado exclusivamente a buscar las cosas que escribe Juan Ortelli, posiblemente uno de los escritores más incomprensibles (no se confunda con incomprendido) y divagantes que han figurado por la revista.
La mención a Ortelli la había escuchado por voz de Darío, en donde básicamente el periodista argentino llegaba a la perlita de decir que Bicicletas son como Los gatos, pero con zapatillas Pony (lo que me hace pensar que Carmen San Diego es como The Jesus Lizard, pero con botitas de gamuza), y pensando que no iba a poder mantener tal ritmo de pelotudez, llega esta genialidad de un número posterior:
Sobre el último disco de MGMT:
“(…) lo que le da una atmósfera lisérgica a la obra. Ahí se respiran los tests del Harvard Psychedelic Project, el tufillo de la comunidad Black Bear, David Bowie, Wayne Coyne, por qué no los Small Faces y el Jagger salvaje de Sus Majestades satánicas. Todo en manos de dos pibes que pueden pasar (o no) por un par de extras de La playa”.
Esto último me llevó a pensar en algunos remates para la nota de algunos discos recientes:
*Sobre el Neon Bible, de Arcade Fire:
Todo esto en manos de un colectivo que puede pasar (o no) por un par de extras rechazados para una versión de Macbeth ambientada en el espacio.
*Sobre el Modern Guilt, de Beck:
Todo esto en manos de un tipo que perfectamente podría figurar (o no) en el cast de Gummo
*Sobre el último disco de Jorge Nasser:
Todo esto en manos de un tipo que podría ser tomado (o no) para interpretar el vaquero en una versión cinematográfica de los Halcones Galácticos.
Se aceptan propuestas, gracias Ortelli por darnos tanto que pensar.

Camp
Si uno intenta seguirle a los hipsters sus cadenas de carbono, posiblemente encuentre en el camp a uno de sus candidatos.
En Notes on Camp, Susan Sontag hace una excelente disección de dicha sensibilidad, no intentando encorsetarla en un constructo teórico, sino articulando precisiones de un modo flotante, como una serie de puntos que uno puede unir de la manera que le parezca (ya que ninguna sensiblilidad puede convertirse en un sistema: si puede ser reducida a sus blueprints, deja de ser tal, es algo en perpetua evanescencia).
El Camp es el culto al artificio, a la exageración, una sensibilidad despolitizada, una risa socarrona cuando un cuarto en donde todo se ha vuelto velatoriamente serio, una guiñada afectuosa en un ojo de vidrio, patear el tablero de ajedrez y ponerse a bailar con la parca.
El modus operandi básico del camp es volver lo serio en frívolo, y lo frívolo en serio.
Pero detrás de toda su estética ridícula, hay un verdadero convencimiento, una pasión subyacente que lo diferencia al pop art más warholiano, que más que referirse a las cosas con comillas (tal como lo dice Sontag), lo hace con asteriscos y notas al pie de página. Toda la inocencia que podría haber en el camp, en la cultura pop se vuelve mero cinismo. Andy Warhol tomó a todas estas personas, las convirtió en ratas y convirtió a su factory en su propio laberinto skinneriano. Detrás de la celebración igualatoria de “In the future everybody will be famous for fifteen minutes”, había subyacente, como una maldición tallada en una sala faraónica mortuoria “I create you and I can destroy you”. La gente se suele quedar con lo de la fama, pero se olvida el detalle de los quince minutos, algo que me preocupa en un país como Argentina, en donde un personaje con fecha de vencimiento como Wanda Nara, no sólo se pasa de los quince minutos, sino que regresa a su país disfrazada de princesa rusa. Incluso desde la cínica perspectiva de Warhol, como un solo de batería, si se pasa los quince minutos, deja de ser divertido.
Cuando la imitación del camp no se torna cínica, entonces se vuelve inocua, empaquetable. Es el caso de esta estética que ha tapizado Uruguay en estos últimos años.
En el camp había un intento de lograr algo monumental y hermoso. En el caso uruguayo, hay un intento de ser camp, nada más que ello.


La homosexualidad de Dani Umpi no tiene valor intrínseco, sólo se entienda por y al servicio de dicha estética. La comunidad gay, incluso en su desfiles, etc se parecen a ese genial sketch de Little Britain, en donde el gordo gay anda proclamando su homosexualidad, creyéndose el único hay del pueblo y defendiéndose a uñas y dientes de cualquier tipo de intolerancia, cuando a nadie le importa su orientación, y cuando de hecho sus padres intentan conseguirle una pareja. Como señalaba Benito en este post, “no hay una cultura amarga, opresiva y omnipresente contra la que rebelarse en nombre del glamour, apenas algunas estructuras y conceptos residuales, despreciados por cualquiera que haya seguido leyendo durante los últimos 20 años”.
El camp uruguayo es autoparodia, nada más que eso.
Más que autoparodia, son espectáculos de afirmación ideológica, in the naziest way.
Y la autoparodia no es más que esos otro, poner quotation marks sobre cada emoción o posicionamiento.
Pero cuando uno dice que el camp ha tapizado Montevideo, hasta dónde se puede decir esto.
Más que tapizarlo, se nos ha hecho creer que está tapizado.
Montevideo, a diferencia de Buenos Aires, es una ciudad fácil de tomarla.
Sólo necesitás veinte personas con medios y conexiones y ya tenés un movimiento.
Y el camp uruguayo no es más que eso, el chiste interno de dos bares, tres conductores radiales, quince publicistas y diez diseñadores gráficos.
Un país donde la nostalgia cada vez más le pisa los talones al presente (tanto por falta de ideas como por cierta mórbida pasión por el pasado –y la nostalgia no es más que la alterofilia del recuerdo) es un perfecto caldo de cultivo para la estética camp.

Interludio III, Hijos de los barcos
Sin contar los ya memorables avisos de grappamiel (después de los de médica uruguaya, lo peor que se ha producido en televisión nacional), difícilmente haya un comercial tan odioso como este.

El aviso en cuestión viene de una larga tradición de comerciales tan deplorables como nacionalistas, como Mi país, de Rada, o el nuevo spot de Pilsen con ese espantoso tema compuesto por el pelotudo vocalista de Snake. De hecho, el verso princeps de la canción, ese “nací celeste”, más que algo propiamente nacionalista, me trae la imagen de un niño que sale muerto del canal vaginal de la madre, celeste tras morir asfixiado por el cordón umbilical rodeando su cuello, pero posiblemente eso sea sólo idea mía.
Pero volviendo al aviso en cuestión, el tema trae a murguistas dando un largo inventario sobre todo lo que es uruguayo, lo cual no sería nada fuera de la norma, sino fuese por el final. Luego de una frase tan exagerada y casi utilitaria como “la identidad que sus hijos van sembrando hoy/ la grande historia que engrandece nuestro uruguay” –una frase que sin mucha dificultad se podría encontrar en algún discurso de Mussolini-, aparece el logo de la empresa: Schneck
Schneck, autoctonísimo, che.
Después de todo, somos hijos de los barcos.



Cazadores de sueños

Pero ahora que lo pienso, en referencia al aspecto autoimpuesto y emparchado que tiene dicha movida en Uruguay, prácticamente todo ha seguido el mismo carácter y horizonte ideológico.
En una larga caminata que hice con astllr, comentamos sobre el aspecto casi de espejismo, de todos los movimientos que han formado a la ciudad. Ante el aspecto cambiante y embalsamador de la cultura, yo intentaba preservar, por medio de lo que escribo, pequeñas imágenes de lo que era un Uruguay próximo a mutar y olvidarse por completo. La posición de astllr era más radical, queriendo extirpar de una vez por todas todos estos modelos, para crear algo nuevo y perdurable (quemar la tierra para sembrar, como lo hacían los mayas).
De una forma u otra, Uruguay no ha sido más que eso, una sucesión de movimientos que se solapan y se tapan unos a otros, sin pasarse postas, simplemente mutando. No hay un desarrollo, una maduración, sino simples mutaciones, sin efectos puntuales, sobre el organismo pluricelular de la ciudad. En los próximos años las revistas freeway, las NEO y las Bla se tirarán a la basura, y la epidermis camaleónica de Uruguay tomará otro cromatismo, buscando un nuevo chiche, una nueva broma privada que todos pretenderemos entender. Pero pensándolo de otro modo, remitiéndonos a las palabras de Sontag, quizás el camp siempre estuvo acá. Cito el punto 24:

“24. The pure examples of Camp are unintentional; they are dead serious. The Art Nouveau craftsman who makes a lamp with a snake coiled around it is not kidding, nor is he trying to be charming. He is saying, in all earnestness: Voilà! The Orient!”

Si uno va por el centro, no le cuesta más de dos cuadras encontrar estos detalles. El pastel de merengue neoclásico del Palacio Legislativo (frase sujeta al copyright del fallecido mentiraestelamento, el falo solitario de la Torre de las Telecomunicaciones, las casas quinta venidas a menos en Lezica, el postmodernismo del Palacio Díaz (con las luces de neón de un bowling instalado en su subsuelo), el Art Decó náutico de los primeros edificios de Pintos Risso... Este último ejemplo es bastante peculiar, ya que muestra cuan extrínsecas suelen ser las ideas que se nos meten por los poros: a uno le llama la atención de por qué Uruguay es una ciudad tan gris, y lo es por una razón tan fútil, como el hecho de las revistas europeas que le llegaban a los arquitectos uruguayos estaban en blanco y negro. Y por ahí a uno le parece algo típicamente de los comienzos de construcción de una nación, pero después aparece Natalie Kriz promocionando el Diamantis Plaza, ofreciéndole a la gente esos nichos de cristal, preguntándoles si alguna vez pensaron vivir en un hotel cinco estrellas. Uno ve aquello, y ya sabe que en el menor traspié económico, aquello quedará como un galpón lleno de piscinas enmohecidas, un gigante muerto, tan muerto como los comercios y galpones que quedaron tras el fracaso del plan Fénix.
Este aspecto de querer llegar a una seriedad, una seriedad que falla, es propiamente camp, aunque tampoco me pondría en plan de promocionar a la arquitectura uruguaya como exclusivamente eso.

En una de las cuantas puteadas que estaba haciendo sobre la malintepretación del camp, iba a citar que ella se puede entender de la misma forma en que L.A. Confidential es un film memorable, y La Dalia negra una película acartonada y ridícula. La versión de De Palma no es más que una parodia, un patchwork de toda la imaginería noir, mientras que en L.A. Confidential se permite una comunión de dicha estética con los imperativos de la trama. Pero el ejemplo viene doblemente a mano, porque sirve para citar un detalle de dicha película. En una parte, se revela que uno de los principales sospechosos, un magnate y productor de películas, amasó su fortuna creando Hollywoodland, un barrio barato a partir de la utilización de la madera de la cinematografía residual de las películas de la fábrica de sueños estadounidense, para crear un montón de casas y edificios altamente inflamables. Más o menos eso es lo que es Montevideo, una ciudad hecha de tablones y escenarios de antiguas películas, prestadas de las ideas de otras personas.
Vivimos y caminamos en los sueños de treinta personas que se han dedicado a soñar los sueños de otros.
A mí lo que me preocupa es qué pasará cuando nos despertemos.