Thursday, November 20, 2008

No tan Buenos Aires

The hungry and the hunted
Explode into rock'n'roll bands
That face off against each other out in the street
Down in Jungleland
Bruce Springsteen, Jungleland

Don’t try to be a hero, me repito ni bien pongo los pies en la terminal de Buquebús de Buenos Aires. Me sorprende haber entrado sin ningún chequeo. De hecho, ni siquiera pasé por migraciones, lo cual vuelve las cosas extrañamente excitantes. Pienso que tranquilamente podría salir a la calle Córdoba, disparar tres tiros a la espalda de un empresario y volver cruzar el charco de regreso. El vidrio del lugar se mantendría estoicamente resquebrajado por unos segundos, y luego se desplomaría, ahogando los gritos de yuppies y comensales de aquel lugar que salen del lugar en esas corridas gachas que siempre me resultaron tan graciosas. Yo me iría caminando, mezclándome entre la gente, arrojando el revólver con la tranquilidad de aquellos gangseteres de películas, que se vuelven y se meten en cachilas negras estacionados en segunda fila. Si la policía investigara, no habría nada que pudiera incriminarme, yo nunca estuve en Buenos Aires. Reviso por vigésimo cuarta vez la mochila, tres remeras, un calzoncillo, un pantalón, medias, el libro “Vírgenes Suicidas”. En un sobre de Rumbos efectivamente está mi pasaporte y los cien dólares para arreglarme en la jungla de neón.
A diferencia de las anteriores veces que viajo a Argentina, en esta subyace la idea de que aquello no va a ser precisamente una aventura. Es una visita puramente teleológica: ir al Personal Fest--> ver a Mars Volta--> de paso pispear algo de REM. Hace unos días el novio de una prima mía me había comentado lo bien que la pasó en el toque de Dave Matthews Band, realizado en esa misma orilla, no hace más de un mes. Había tenido noción de aquella presentación, pero por alguna razón no se me había movido un pelo. Ir a aquel toque nunca figuró en mis planes, aún contando el hecho de que por aquella fecha mi calendario estudiantil –y mi bolsillo- estaba bastante holgado. Pero no hice nada y prácticamente me había olvidado del asunto, hasta que en aquel cumpleaños me puse a conversar con el novio de mi prima. Me comentó sobre la lista de temas, el swing del baterista, lo avejentado que está Tim Reynolds, cómo se suplió la ausencia del saxofonista, muerto no hace mucho. Yo escuchaba todo aquello con una sensación de extrañeza, como si fuera un preso al que se le cuentan los asuntos cotidianos, sin poder evitar sentir aquellos cuentos de libertad como abstractos, demasiado lejanos. La tristeza que me invadió una vez de regreso a casa, mientras digería la industrial cantidad de sándwiches de Las gaviotas que me había comido, no era un reproche por habérseme pasado, ni siquiera por sencillamente habérmelo perdido. No, lo que más me jodía es que en realidad aquello no me importaba demasiado. Era la tristeza de aquel amigo al que se va dejando de llamar, de aquella canción que ya no logra erizarte la piel, de aquella mina que te gustaba que te la cruzás por la calle, quedándote hablando con ella y encontrandola mucho más fea de lo que recordabas. Todo aquello era un miedo similar al que comenzaba a sentir por The Mars Volta. Los últimos discos –si bien el último está bastante bien- están muy lejos de la altura de los primeros dos, dejándole las llaves de la casa a Omar Rodríguez López, un tipo que sin una persona manipulando el carretel, se le va demasiado la moto.
Compararlo con los primeros toques de los Sex Pistols en el Lesser Free Trade Hall de seguro es algo exagerado, pero, al menos para mi acotado grupo de amigos, en un marco en el que MTV era el único standard asimilable –al menos para nosotros, ignorantes chicos sin hermanos mayores de buen gusto-, la primera vez que vimos a Mars Volta tuvo un efecto bisagra similar. Eran las entregas de los MTV Latinos y posiblemente todos en nuestras casas esperábamos desganados otro premio inventado para que se lo ganara Shakira, Juanes, o bolsas de humo por el estilo, cuando Zack de la Rocha presentó a esa banda de apariencia setentosa (afros, camisas abiertas, jeans tan ceñidos que parecían tatuados en los muslos). Uno ve aquella presentación y no se le acerca a otras presentaciones netamente superiores de la banda de El Paso, pero aquella performance nos resultó tan intensa, tan diferente a todo lo que conocíamos, que no pudimos procesarlo, se instaló como un trauma, sin saber si aquello era bueno o malo. El día siguiente, a eso de las 7:30 de la mañana todos entramos a la misma clase, y sin decirnos siquiera hola, nos miramos nuestros ojos exaltados y dijimos “sí, yo también lo vi”. Desde ahí, la idea de verlos en vivo, incluso ser aquel moreno al que Cedric Bixler le quitaba los lentes, se había convertido entre nosotros un mito fundacional, algo frente a lo que considerábamos demasiado lejano, casi imposible. Ahora, luego de llamar a Jorge y coordinar un punto de encuentro (Librería Ateneo, Santa Fé y Callao), el miedo de un brazo con poros cerrados comenzaba a invadirme de nuevo.

Camino por la calle mirando para muchísimos lados porque tengo el I-Pod al mango y temo que no escuche un auto y me atropelle sin más, con esas cebras que a diferencia del respeto que se le tienen en Uruguay, los porteños se lanzan como leones hambrientos. Hay algo que está mal. Lo presiento, el corazón me late en la muñeca, el bruxismo y un tic a la altura de la mandíbula amenaza con dejarme completamente desdentado. La sensación de peligro se vuelve inminente, y pronto comprendo que se debe a cuatro cosas:

1) Haber dormido cinco horas de las últimas cuarenta y ocho. Durante el viaje estuve sobregirado, sin poder dormir, aprovechando esa última descarga del sistema simpático para leerme ochenta carillas de Las vírgenes suicidas. Recién me rendí a los últimos diez minutos, por lo que quedé entre un estado de sueño y vigilia que desorienta un poco. Las cosas parecen al borde de efectuarse, los pensamientos parecen explotarte en la cara, uno siempre está a escasos pasos de llorar, cagarse de la risa o encajarle un piñazo a alguien, sin tener mucha idea de por qué 2) Todo el viaje estuve escuchando música. This Heat, La Hermana Menor, Bruce Springsteen, Funkadelic, Sex Pistols. No he escuchado un solo ruido humano desde que llegué a la ciudad porteña, por lo que todo parece sumido a un extraño sentimiento de irrealidad, como si sólo cuatro de mis cinco sentidos se hubieran tomado el Buquebús. En una película muda, la falta de sonido parece aplanar la imagen. En el caso de llevar tu vida tapada por una banda sonora, el entorno, más que enmudecer, parece ser hablado por otro, generándose entre la ciudad y la cabeza de uno, esa otra extraña sensación que se da cinematográficamente al ver una película con problemas de lip-sync
3) Al punto anterior, agregarle que todo el camino por Córdoba esta musicalizado por Johnny Rotten y cía, y por primera vez –como pasa con una persona que tiende a entender las cosas demasiado tarde- me doy cuenta de la dimensión de lo que dice Greil Marcus en Rastros de carmín, sobre la primera vez que se escucharon temas como aquellos. Greil Marcus decía que aquello no era simple rebelión, era algo que desconcertaba y hasta daba miedo, algo frente a lo que la gente pensaba si aquello realmente estaba ocurriendo, como quien ve una explosión, o un catastrófico choque de autos, sin animarse a mover, sólo viendo cómo salen los cuerpos ensangrentados de los acordeones metálicos. Es difícil escuchar Bodies e imaginársela en 1977. Realmente es una canción jodida, tan jodida que aún hoy resultaría incómoda –sobre todo a Tabaré Vázquez-, más aún si uno la escucha de la perspectiva de su propio idioma (nunca nos va a impresionar tanto como a los ingleses en esa época, porque no es lo mismo escuchar She don't want a baby that looks like that/ I don't want a baby that looks like that/ Body, I'm not an animal/Body, an abortion, que en español). Después de los Pistols llegarían Jesus Lizard, y algunas cuantas bandas de metal noruego que hablan de garcharse a bebés por la tráquea, pero desde una perspectiva histórica, aquello es tan jodido que es difícil imaginarse qué pasaría si uno lo pusiera a volumen bien alto, en una casa de Parque Miramar.
4) Buenos Aires en sí, desde su misma histeria, para un diminuto y neurótico Montevideano, es una ciudad intimidante. Esa necesidad de buscar el deseo del otro, a diferencia de Montevideo, que parece más que nada gritar No! en cada esquina, puede trastornar bastante a uno. Me subo a un taxi y cruzamos la 9 de julio. La avenida es tan ancha que por un instante, uno siente que se le va a cerrar sobre sí mismo como un libro, aplastándolo como una desprevenida hormiga. A su vez, el automóvil avanza a unos sesenta kilómetros por hora que en la calle se sienten como ciento veinte, surcando tetas de tres metros de diámetro, coronadas en afiches de comedias de revista en numerosos edificios. Así, semi-dormido como estoy, por un momento tiemblo ante la idea de que un afiche gigante de Florencia de la V cobre vida, destruyendo la ciudad a su paso al mejor estilo Motra.

El conductor no tiene muy buena pinta. Me quedo con la vista clavada en una araña que tiene suspendida en el reverso de su mano. El otro día había visto Promesas del Este. Muy buena la película. Mortessen le funciona como un relojito a Cronemberg. Pienso en aquel material extra que venía con el DVD, un mini documental sobre tatuajes carcelarios, en los que hacían un corte semiológico, explicándote el significado de los más comunes. Justamente, en el inventario aparecía la araña, que en el caso de caminar para arriba significaba que el ladrón seguía cometiendo crímenes, y si caminaba para abajo, ya se había retirado. A ver, en este caso camina hacia abajo, me quedo tranquilo, el tipo no me va a hacer nada,
¿Dije eso?
El estado de semi vigilia me asalta la duda de si estaba pensando aquello en voz alta, pero el conductor ni se inmuta, lo cual significa que probablemente no haya dicho nada –o que el tipo se haga el boludo, para desquitarse después, quien sabe. En una calle aleatoria de Santa Fé le digo que me baje, y el tipo amistosamente me dice “Son * pesos, maestro” (*me olvidé cuanto era). Le doy la plata, y calculando mal la transformación de monedas, me doy cuenta que le dejé como veinte pesos –uruguayos- de propina.
Si fuera por mí, hubiera seguido escuchando música, pero el I-Pod se terminó dejándome solo, habiéndosele descargado toda la batería.
Buenos Aires ahora se convierte en una ciudad tridimensional.
Camino un poco y me voy metiendo en algunas galerías y librerías. Busco Historia de las drogas (los tres tomos gordos) de Escothado, pero nadie los tiene. Hay una camiseta de Nueva Chicago, pero me parece que es medio gastadero, para las otras cosas que tengo pensado comprarme. Entro en La quinta avenida y se me cae la baba con los discos que hay. NEU! 2, Thank you for mental illness, The Modern DanceI ofren dream of trains!!!. No puedo ocultar mi exaltación al borde del meo, pero los precios son violentos, y considerándolo bien, podría comprar aquello via internet y me saldría mucho más barato. Luego de hacerle veinte preguntas al tipo, le pido que me de el nombre de la tienda y me pregunta si soy de allá. Le digo que no, y resulta que el tipo también es uruguayo, pero extrañamente, no quiere conversar nada de aquel lugar. Abraxas, la tienda. Me voy caminando, viendo como la tapa del disco de Robyn Hitchcock se comienza a hacer cada vez más chica a medida que me alejo, como si fuera una novia a la que ve perderse en el tren desde mi andén.
Le pregunto a dos veteranos sobre la Bond Street y ninguno sabe dejarme instrucciones claras. Camino un poco más y veo a dos minas con pinta de ser fans de Miranda!, y demostrando que mi target sigue bastante ajustado, me lo dicen con la naturalidad de quien va para allá dos veces al día.
Es un jueves, pero yo recuerdo a la Bond Street más llena. La última vez que había ido, aquello era un hormiguero de emos, darks con borceguíes ortopédicos, minitas kitsch ansiosas por tatuarse una estrellita en la nuca. Ahora –por lo menos a las cinco y media de la tarde- no hay casi nadie, dos gordos peludos con camisetas de Iron Maiden y Megadeath, una veterana con cara de haberse matado a efedrina, tres chicas liceales con la corbata aún puesta ojeando unos piercings entre risas anticipatorias, y dos tipos comunes, sin nada con lo que calificarlos. Las tiendas siguen siendo más o menos las mismas. Busco alguna camiseta –en otros años, las compras de indumentaria casi exclusivamente las realizaba en aquella galería-, pero pronto el descubrimiento de que no hay nada que me interese ponerme de ahí se me revela como un mensaje que va mucho más allá de lo meramente indumentario: las camisetas son las mismas de siempre, aquellos mensajes graciosos, elocuentes, ingeniosos que siempre me había gustado llevar, pero ahora no me generan nada, es más, miro los diseños con cierta incomodidad, como quien se mira en fotos un peinado suyo demasiado atado a una época determinada. Paso por las galerías y sigo sintiendo una extraña sensación de decadencia, pero pronto comienzo a pensar que quizás no es la Bond Street, sino yo el que cambió. Estoy por comprar una camiseta del Goo para mi hermana, pero solo tienen large. En una tienda de discos me compro a buen precio el Funeral, de Arcade Fire. Estoy casi rindiéndome, cuando voy a una tienda de comics arty que siempre me había gustado. En la tienda una tipa de unos treinta y pico me pregunta si andaba buscando algo en especial, y le contesto sin mucha esperanza, “Algo de Julie Doucet”. La tipa me conduce a una esquina de la tienda y de ahí saca “Diario de Nueva York”, otro libro que no recuerdo y otro de los diarios, pero este organizado como una agenda, con trescientos sesenta y cinco días detallados con ese puntillismo casi barroco que caracteriza a la canadiense. Ya había comprado casi sin fijarme el precio una liadísima edición de “La sociedad del espectáculo”, y el precio de los libros de Doucet me descorazona un poco. Mientras le comento lo mucho que había buscado material de la canadiense, la mujer me pregunta “Vos no sos argentino, no?”. (Cuando tres personas en una hora te preguntan si sos extranjero, de seguro algo mal estás haciendo). Le revelo mi procedencia, y me dice que siempre había querido ir a Uruguay, que de hecho el dueño de la tienda es uruguayo, y siempre le dijo de ir con ella. Yo sigo medio cruzado, con una sensación de pródromo a un panick attack fulminante, y le digo algunas cosas medias erráticas sobre las diferencias entre Buenos Aires y Montevideo, y la necesidad de visitar a Uruguay bajo sus propias normas, teniendo que ir en plan de ciudadano, más que de turista, para apreciarlo plenamente (intentaba hacer un repaso mental de mi anterior post, pero largo frases inconexas muy poco claras). Salgo del local y vuelvo a entrar, para preguntarle si por casualidad tienen el “Please Kill me” –que no, no lo tienen, pero sí les queda uno llamado “Please eat me”, que es sobre hardcores veganos, o algo por el estilo-, y para ofrecerle colocar mi libro en alguna de sus bateas. La tipa accede sin ningún problema y me pregunta a cuánto quiero venderlo. Le respondo “al precio que a vos te parezca, no voy a volver a acá, no te voy a reclamar ninguna plata”. Ni bien lanzo mi respuesta, noto aquella frase como muy dramática, casi fatalista, y la tipa me dice “bueno, tampoco para tanto, che”. Le digo que lo ponga a un precio sumamente accesible, y decide marcarlo a quince pesos. Le digo que si le parece bien, a mi también me parece bien. Me despido y la tipa se me queda mirando como un bicho raro, mirando el libro y comparándome con el tipo de la solapa de Caja Negra, que sentado en un escalón y mirando para el costado parece un poco más seguro, esperanzado, o sereno.

Espero a Jorge en Librería Ateneo. Es mi tercera vez ahí y se termina confirmar mi suposición:
Librerías como Ateneo, son a la literatura lo que los Blockbusters son al cine:
Montañas y montañas de nada.
No sólo es incómoda como librería, sino que tienden a llenarte el ojo con una estantería con cincuenta ejemplares del mismo libro de Paul Auster, mientras que de Bukowsky –que tampoco estamos hablando del inconseguible Razones Locas, de Alencar Pintos- sólo tienen (a duras penas) Mujeres y La senda del perdedor. El resto, estanterías y estanterías de libros de autoayuda, ediciones paquetas de los mejores fotógrafos, Arte y Diseño, libros para turistas sin mucha imaginación, una sección de literatura argentina que tiene veinte mil libros de Sábato, y apenas dos de Lamborghini.
Enojado por aquello, me dispongo a esperar a Jorge en la puerta, cuando me lo encuentro, empilchado con ropa de oficinista.
Agarramos para abajo y nos tomamos unas cervezas en un bar bastante familiar. Traen una buena picada, cortesía de la casa, y a medida que tomo, siento que por primera vez en el día las cosas se van ordenando por sí solas, como quien deja asentarse una masa. Como si hubiesen sacado a Buenos Aires de una licuadora, para dejarlo reposar en la heladera.
Lo que queda del día pasa rápido: subte, ómnibus a Flores, casa de Jorge, familia de Jorge, delicioso sushi nunca antes comido en restaurante japonés escondida, jugar a contar judíos en Flores, corto descanso, noche en San Telmo.
Es temprano, pero le digo a Jorge que si no vamos a San Telmo a eso de las doce y media, probablemente me duerma o me desmaye en el cuarto. El auto de Jorge surca bastante veloz un Buenos Aires todavía medio dormido- medio despierto (tal como yo, confiado en el cinturón de seguridad). Jorge mantiene a rajatabla el fascismo beatlero, mi capacidad de elección sobre la música del auto se limita entre Macca, Lennon y Harrison. Fiel a mis gustos, elijo el All things must pass y le comento, sólo por hacer daño, que los Beatles sin George Martin no hubieran sido nadie.
San Telmo está tranquilo, todavía es temprano y sólo está relativamente exultante en la plaza principal. Vagamos por las callejuelas y terminamos en un bar llamado Libido, que de libido en realidad no tiene nada, perdido en una esquina, vacío, con un aire a los cuadros de Edward Hopper. El precio está muy bien, Jorge pide una Stella Artois y yo un Jameson. Los pure malt se me convirtieron en un fetiche en estos últimos meses. El mozo llega con un vaso ultra cargado, que por lejos supera todas las normas en cuanto a medidas, lo que es una muy buena noticia. A medida que tomo, el cuerpo se me afloja. Me he dado cuenta de que todas las cosas que hago se vuelven mejores si tengo dos whiskies arriba. Eso sonó a discurso de borracho, pero realmente, las cosas adquieren otro orden. La felicidad y la tristeza, la excitación y la desidia, la risa y la seriedad, lo lúdico y lo intelectual, todo es mejor, tiene otra dimensión con un poco de whisky arriba.
Día D. En el camino al Personal Fest, la muchedumbre bastante bien arreglada se entremezcla con huestes rollingas, indiferentemente vestidos de negro, lo que los hace ver como un híbrido entre fans de Viejas locas y My Chemical Romance. Resultan un cuerpo extraño, al menos para el perfil que uno espera en base a las bandas que van a tocar. Es ahí que en determinado punto nuestros caminos se bifurcan, y ahí me informan que, a escasas cuadras, hay un toque de Ratones Paranoicos. Habíamos quedado en encontrarnos con unos amigos de Montevideo en la puerta: Pez Rabioso, El barón de la laguna y El cápsula, que se estaban hospedando en el dudoso O Rei, hotel de treinta pesos la noche. Como es de esperar, los pibes no llegan a tiempo y nos tenemos que meter, por miedo a que los Volta empiecen sin nosotros. En el camino me encontraré por primera vez con Hiram, vocalista de la uruguaya Psiconautas, que, antes de decirme hola me pregunta si tengo porro, al servicio de un ademán reconocible formado por el arco entre el dedo índice y el pulgar.
En el cacheo de la entrada me preguntan si llevo drogas conmigo, y por un momento pienso decirle “tengo un par de supositorios de opio en el culo, si querés revisame”, pero prefiero hacerla fácil y digo “no”. "Mejor, entonces", me responde el security.
Me ofrecen la bincha corbata, pero no la acepto. Pronto los poco comunes fucsia y violeta se convierte en colores primarios.
Jorge y yo tratamos de hacernos un lugar como podemos en la muchedumbre que se agolpa esperando el show de Mars Volta. A nuestras espaldas, en el otro escenario, Emanuel Horvilleur canta que si no puede ser con ella, mejor querría hacer algo con su hermana. Me sorprende que con todo, ante semejante mariconeada, no hay reacciones particularmente violentsa de ninguno de los que están esperando a Bixler, Rodríguez y compañía.
Me encuentro por segunda vez a Hiram, quien está quemado porque la tripa no le está haciendo efecto del todo. Con Hiram, todas las historias comienzan y terminan con “estaba/mos re entripado/s”. Los Psiconautas, junto a IMAO, son esos tipos que hacen de su cuerpo una propia tabla de disecciones, que comen o se toman todo lo que crece del pasto, y que, tarde o temprano a este ritmo se convertirán en mártires de los estudios de la psicodelia sobre el cerebro humano. Hiram en especial, es como un niño, pero drogado. Mientras que mi experiencia con triperos no suele ser la mejor, con Hiram la cuestión sigue manteniendo un aspecto lúdico que nunca termina por enmarañarse con tratados místicos, resultando sus cuelgues historias muy entretenidas, dentro y fuera de su cabeza. Unas horas después, me encontraría con mis amigos de facultad, y me contarían el surrealista viaje en el Buquebus a las tres de la mañana, con Hiram jugando a un Tetris y gritando “Esto no es el Tetris, esta música y Bonus no estaban el original!!!”, y luego, completamente entripado, gastándose ciento cincuenta pesos en la maquinita del Metal Slug del Elaida Isabel.
Trompetas de duelo con acentos mariachis abren el show, aparece Omar Rodríguez López y Cedric, con unos rulos que pasaron el limite de lo perdonable, llegándole a la mitad de la espalda. La banda comienza con Drunkship of lanterns. En una serie de movimientos muy bien coordinados llego a la segunda fila. Durante todo el tema (más o menos media hora), las avalanchas de gente se convierten en una amenaza concreta, en donde la vida de uno parece realmente puesta en juego. Uno termina intelectualizando dichas oleadas, encajándolas dentro de cierta secuencia como Papillón en la Isla del Diablo. Por momentos creo aguantar, pero en ciertos puntos, la presión –tanto de atrás como por delante- amenaza con aplastar mi caja toráxica, vencer mis costillas y dejar todo lo que es recubierto por ellos como una torta aplastada dentro de su caja. El intenso sol no ayuda, y tengo que lograr ver como puedo, con unos lentes que se empañan con mi sudor y los de otros. Al terminar el tema y comenzar Viscera Eyes, siento necesario irme un poco para atrás. Mi rostro está completamente desencajado, y la gente se me aparta, por miedo a que los ataque o les vomite encima. A cierta distancia prudente puedo apreciar el toque. Es un concierto particular. Parezco procesar las cosas de otra manera, no las incorporo auditivamente, sino que todo permanece atado por lazos visuales, imágenes que se me quedan tatuadas en el cerebro, como la figura de Omar Rodríguez López reflejada en el bombo y trepidando ante cada golpe, Cedric parado en un amplificador mordiendo como un pitbull unos cobertores que colgaban de las luces. La gente se emociona, grita, se sabe las letras desquiciadas de los tipos. Viendo al público, los reconozco como una población bastante sincera, de esa gente que se cuelga con los solos, sin preocuparse cuál será la nueva película de Herzog, o qué dice o qué no dice la nueva nota de la pitchfork. En un mundo donde los hipsters crecen como una plaga, los solos de guitarra salvarán al mundo.
El toque termina y tan ensopado como satisfecho me vuelvo tambaleando a una zona de descanso donde vuelvo a encontrarme con Hiram, quien, completamente pasado por sudor como yo, me mira con los ojos a punto de salir de sus cuencas y me dice aguaa, no tenes aguaa, me estoy deshidratando!!!!.
Toca Bloc Party, pero estoy demasiado ocupado en restablecer mis funciones vitales. De pura casualidad, me encuentro con mis amigos. Saludo a Pez Rabioso y lo encuentro hablando con Ariel Minimal, a quien se le va extendiendo una simpática pelada franciscana. Pez Rabioso me cuenta que se tomaron el mismo subte, quedándose hablando con el Ariel de El Loco Abreu.
Luego de dar unas cuantas vueltas, esperamos a REM, teniendo que observar en las pantallas gigantes el triste espectáculo de Kaiser Chiefs, con un gordo que en sus intentos de arengamiento a la gente parece tan inefectivo como un líder de Bariloche entre una jauría de pendejos cachondos.
Del toque de REM saco en limpio un par de cosas. Anduve leyendo los resúmenes de aquella presentación en varios blogs. A diferencia de ellos, no me emocioné, y mucho menos me sentí al borde de las lágrimas, pero la presentación la admiré desde otro punto de vista, uno técnico, una envidia sobre el gigantesco frontman que es Michael Stipe. Nunca en mi vida vi alguien que cubriera de manera tan increíble el escenario, todos sus movimientos, hasta el mínimo arqueamiento de cejas era parte de una megacoreografía, que envolvía a todos los que estábamos viendo. Objetivamente, Stipe abrió el itinerario del perfecto demagogo y amplió los recursos hasta puntos nunca antes visto, pero por alguna razón, aquello no resultaba incómodo, hasta uno llegaba a compartir sus esperanzas, en esa promesa tan difusa –aunque al menos es un consuelo- de un mundo distinto sobre los hombros de Barack Obama (se llegó a poner una imagen del, en aquel momento, candidato, en la pantalla gigante). En ese manejo de los tiempos y el espacio estriba la diferencia entre la demagogia de Stipe, que si no es creíble, al menos es cautivante (como la de los buenos demagogos, sean héroes o dictadores), y la del gordo de los Kaiser Chiefs. Stipe esbozaba una sonrisa y se caía el estadio, por momentos me llegó a dar algo de miedo, pensando que estábamos todos a su merced, que si lo hubiera querido, perfectamente hubiera exigido algún sacrificio humano y alguno que otro se hubiera presentado con particular estoicismo.
Termina el toque y me voy caminando, cruzándome con un tipo que le podría haber hecho frente a Henry Rollins. El tipo me mira y emocionado me grita “Essssa, Suicide”. Al principio pienso que es parte de un grito intimidatorio, pero entonces me doy cuenta que se refiere a mi camiseta. Nos quedamos hablando de la primera vez que escuchamos Frankie Teardrop, y el tipo me cuenta de sus pasados hábitos darks, de su fanatismo de Einsturzende Neubauten mostrándome sus cicatrices de tinta con el simpático símbolo de la banda. Le comento aquella simpática situación que relaté en un post viejo, y se caga de la risa sonoramente. Ahora que me doy cuenta, tiene todos mis gustos, pero, al igual que en masa muscular, todo lo que hago o me gusta lo supera en entusiasmo, aullando emocionado cada vez que le menciono un disco de Einsturzende o de Nick Cave. Nos despedimos, y me doy cuenta de que por primera vez, alguien no me pregunta si soy de otro país. La música es un lugar, me repito para adentro, y ahí me encuentro al Cápsula, quejándose de los siete pesos que sale una botella de agua.

A la salida del toque nos cruzamos con otros integrantes de Cadáver Exquisito. Queremos morfar algo, pero extrañamente por avenida Libertador no hay ningun bar, pizzería o lo que fuese abierto. Al final terminamos yendo a un Mc Donalds. Entre la nueva gente que se nos agregó, hay un extraño hombrecito de lentes que habla en voz baja sin mostrar en ningun momento cualquier tipo de expresión. Me dice que puede conseguirme un importante descuento en Mc Donalds, y yo le sigo la corriente (sin muchas esperanzas). Habla con la cajera, y tras mostrarle una tarjeta ella le responde con esa frialdad que solo tienen las cajeras que esa expiró hace tiempo. El le explica que es uruguayo y que trabaja en Mc Donalds. Lo dice con total tranquilidad, no le mira los ojos a la tipa, sino a una parte indefinida de su visera. Sin levantar nunca la voz, ese hombrecito de lentes adquiere una extraña importancia, como si fuera esos senseis japoneses que pese a su tamaño, se los anticipa como mortalmente peligrosos. Efectivamente, la cajera le termina pidiendo perdón y el tipo nos alcanza las hamburguesas, con total serenidad. Luego de comentarle el suceso a un amigo, me cita una canción de Pez, con los que habían estado hacía menos de tres horas:
Y cuanto más grita, menos es escuchado.

El domingo a la mañana comí en lo de Jorge. Tenía que irme a eso de las tres y nos quedamos viendo en familia cómo un negro francés le daba una paliza a David Nalbadian.
Jorge me acompaña a la terminal de Buquebús, dejando abierta las puertas entre los dos ríos, para que pueda visitar quienquiera en el momento que quiera.
En el barco me enchufo el I-Pod recargado. Escucho el Born to run de Bruce Springsteen. Es un disco exagerado hasta el absurdo, pero tiene una cuota épica que me resulta inevitablemente cautivante. Jungleland posiblemente sea uno de los temas más estrambóticos que se hayan hecho. Todo es épico. Uno puede estar lavando un colchón y cuando lo escucha se siente un héroe. Sobre todo en esa forma que entran el saxofón y el piano, especialmente en esa parte que The Boss dice con voz temblorosa

Beneath the city two hearts beat
Soul engines running through a night so tender
In a bedroom locked
In whispers of soft refusal
And then surrender

Extrañado, miro cómo Montevideo se acerca lentamente por la ventanilla. Estoy terminando Vírgenes Suicidas, me quedan unas pocas carillas. Reviso una bolsa en la que llevo jabones deliciosamente perfumados para María. Un niño de dos años me agarra de la mano, y yo se la dejo, sin saber mucho que hacer, ya que la madre a mi lado está dormida.
Me quedo terminando esas últimas carillas, con la mano del niño apretando mi pulgar, escuchando al Bruce decir

A real death waltz
Between what's flesh and what's fantasy
And the poets down here
Don't write nothing at all
They just stand back and let it all be
And in the quick of the night
They reach for their moment
And try to make an honest stand
But they wind up wounded
Not even dead
Tonight in Jungleland

,viendo cómo el sol desciende y el mar se vuelve argento, o más bien, gris