Wednesday, April 23, 2008

Debajo de los tablones

Filosofar es un modo como cualquier otro de tener miedo y no conduce más que a cobardes simulacros
L.F. Céline, Viaje al fin de la noche
Viernes, 01:00 am
En mis años liceales los fines de semana tenían una carga simbólica difícil de comparar a cualquier cosa de hoy en día. A diferencia de la mayoría de mis coetáneos, el fin de semana tenía muy poco que ver con descontrol, alcohol, levante o algo semejante. Hasta quinto de liceo había ido sólo tres veces a bailar, cosa que cambiaría unos años después, en donde aquello más que bailar parecía ir a cazar en safari. Posiblemente el campo delimitado por mojones que llamo “adolescencia”, se extiende desde mis dieciocho a diecinueve años, ínterin en donde intenté vivir de manera más o menos torpe lo que no había hecho en los anteriores años de películas, lecturas, Nintendo 64 y partidos de bowling. Por aquellos nuevos tiempos, la cruz del sur que guiaba mis días, la respiración y latidos del corazón era el fin de semana, la urgencia de estar con una mujer, la necesidad de sacarles una fotografía y archivarlas en el cofre Fort de recuerdos. Sin embargo, todo aquello tenía sentido por el contrapunto con el tiempo de estudio.
Es por esta misma razón que me resultó tan extraño subirme a aquel 582 y toparme con todas aquellas personas que a mis veintidós años ya me atrevo a llamar pendejos. En lo que va del año, a no ser por un trabajo que tuve que entregar la primera semana de febrero, no he tocado un sólo libro de psicología. Incluso podría decirse que con el tiempo, gran parte de mi actividad se estuvo centrando en una facultad autodidáctica flotante que tiene a música, cine, escritura y Lost como principales materias. Pero de psicología... absolutamente nada. Es por este detalle que no me había percatado de que era la noche del jueves y oficialmente había comenzado un nuevo fin de semana (nota: para mi los fines de semana comienzan con el viernes mismo, a partir de las 00:00 hs.).
El ómnibus es una verde lata de sardinas avanzando como una trincheta que corta la noche. Pienso las palabras de coronel Kurtz, una babosa avanzando lenta y mortalmente sobre el filo de una navaja. Algo así. Sigue haciendo calor y todas las mujeres se aferran a este verano ficticio con lo último que le ofrecen sus diminutas prendas. Casi todos rondan los dieciséis, dieciocho años, todos se conocen, todos van a bajar en el mismo momento, como ratas escapando de un basural incendiado. Seguramente un boliche de cumbia del centro, pienso mientras una morena de voz punzante le grita al conductor que ponga una plena. Son tantos los pasajeros que me tengo que mantener parado, en el tercer escalón de la escalerilla, agarrado de la baranda, recostado contra el parabrisa del ómnibus, que es como el ojo de un calamar gigante inspeccionando al Montevideo semidormido de este jueves a la una de la mañana. Chicas free. Seguro. El ómnibus está tan lleno que pasa de largo muchas paradas en las que hay gente con los brazos extendidos. Extrañamente disfruto viendo cómo agitan sus puños, imaginándome qué puteadas salen de sus labios una vez que el 582 no les para. Adentro es un quilombo que sólo puede mantenerse dentro de órbita por el espíritu chabacán del conductor, un tipo de barba candado, con no más de treinta y cinco años. Se ríe por las cosas que le gritan los pibes, los trueques libidinosos que le ofrecen las pendejas por cambiar de estación, la situación insostenible de la densidad de los pasajeros, el alboroto reinante. El ómnibus va expreso a destino, prácticamente parece haber sido alquilado por los mismos pibes. Yo vengo leyendo Trópico de Cáncer, me faltan unas quince carillas y estoy tan ansioso por saber qué le va a pasar a Fillmore que me pongo a leer el libro parado, abstrayéndome de aquella anarquía atada por hilos de seda. Sorprendentemente puedo leer sin ninguna dificultad. Mientras avanzo de páginas, con el rabillo del ojo veo a una tipa de unos veintipico, mirándome con una mezcla de ternura y lástima, como quien ve a un cachorro que aún no encuentra la coordinación adecuada para caminar. Sí, la verdad que la imagen de un tipo leyendo a Henry Miller entre toda esa torba de hormonas supurantes resulta algo gracioso, cuando no snob o desubicado. No es la concentración, sino la luz lo que me termina disuadiendo de seguir leyendo. Es en ese preciso momento que levanto la vista y veo la calle avanzando debajo del ómnibus, debajo de mis pies. La sensación es extraña, se siente como un vigía intentando divisar tierra, parado sobre el mástil y con toda la inmensidad del mar debajo de sus pies. La constancia de estar en un ómnibus desaparece, y aquello parece a andar florando a dos metros del pavimento, recorriendo a toda velocidad las calles de Montevideo. El parabrisas gigante tiene mucho que ver en aquella sensación, parecería que yo fuese quien manejase el vehículo, como si fuese un animal alado controlado por poderes psíquicos. El ómnibus sigue y levito por la maloliente FRIPUR, el desolado mundo lleno de hangares y casas vacías del plan Fénix, el centro que se abre con todas sus luces, y que siempre las siento como un consuelo. En la plaza del Entrevero el ómnibus frena y comienza el esperado éxodo. Encuentro la forma de no tener que bajarme con ellos, aferrándome a la barandilla como a un hierro ardiente. Conforme la gente baja por la escalera, rozándome o sencillamente chocándome, huelo todo tipo de olores: el tetra omnipresente, saliva seca, perfumes ácidos, dulces y cítricos, gel, humo, maquillaje, cerveza, sudor. Cuando pasa el último quinceañero tambaleante y preguntándome si tengo hojilla, los puedo ver a todos desperdigados en la misma esquina de la plaza donde se encuentra La Pasiva, que sigue como un faro encendido entre tantos bares y boliches cerrados. De entre todos los que estaban acá, por lo menos dos parejas se van a formar, pienso, mientras escucho lejana, casi subterránea, la línea de bajo que anuncia la cumbia. Debo aceptar que más allá de todas las bandas alemanas de nombres impronunciables que hayan pasado por mis oídos, más allá de las horas de codas de distorsión supurante de Sonic Youth que he escuchado, más allá de la sensibilidad perdida y reencontrada en discos archivados en el fondo de mis cajones, siempre que escucho esa línea de bajo hay algo inasible, casi primigenio que se agita en el interior. Un retumbe, un corazón enterrado y aún latiendo debajo de los tablones al ritmo del tum-tutu-tum. Por supuesto, no es específicamente la cumbia lo que genera esta extraña sensación, así como tampoco es el timbre en sí lo que hace activar las glándulas salivales del perro de Pavlov. No, es todo lo demás, con sólo esos compases vienen a mi el recuerdo de las noches, las previas de vino mal compartido con amigos y garroneros, la cola y las colas en puertas, el ready, set go!, una carrera hacia ninguna parte, casi como el errático destino de los Dodges conducidos por Neal Cassady, las mujeres esperando, algunas borrachas y gritando cosas de las que se lamentarán al día siguiente, las piernas de minifalda inquietas por el frío, el brillito en los labios compartido entre amigas en los baños y justo antes de entrar a los boliches, el olor a perfume que todavía no se diluye en el sudor, aquella revisión del terreno, inspeccionándolas detenidamente y hasta el último detalle como un stalker arrojando poleas por los campos de la zona. Revivir toda aquella época me da cansancio, como una etapa que estuvo bien en su momento, pero que resultaría extenuante e insoportable a esta altura de las circunstancias, pero aquello reflota de manera automática, y dura lo que dura la línea de bajo, perdiéndose al doblar la esquina, al ponerme de vuelta los walkman o sencillamente resultar inaudible.
Cuando el ómnibus retoma la marcha, se escucha de la garganta de un chico: “Un aplauso para el conductor, che”, y el ómnibus recibe una ovación inusitadamente sincera, mientras el barbudo da algunos bocinazos de agradecimiento. Por un momento todo lo que se puede decir de lo perdida que está la juventud desaparece, y me percato de que sólo es cuestión de ser un poco más canchero, ser un poco más como el gordo del candado, que sigue conduciendo cagándose de la risa por algo que no logro descifrar.
En ese momento me percato de que sigo contra el parabrisas, cuando no queda más que una pareja sentada al fondo del ómnibus, estando todos los asientos libres a mi disposición. El conductor me mira, lo miro, vuelvo a mirar para atrás y le digo “No te molesta si me quedo acá parado el resto del viaje?” y el tipo confidentemente me hace una guiñada, siguiendo abriéndose paso por un Yaguarón que pasa debajo de mis pies, aún riéndose por algo que no me atrevo preguntarle.
Viernes, 13:00
Viernes, una de la tarde. Me alegro al darme cuenta de que por más que me haya levantado a la una menos cuarto, estoy llegando puntual al psicólogo. Llegar tarde a un psicoanalista es un follón (tenía ganas de decir esa palabra), no sólo porque estás perdiendo guita en esos minutos en los que estabas viendo en el youtube videos de niños golpeados por pelotas de fútbol, sino porque la sesión baja anclas en el análisis transferencial de por qué llegaste tarde y qué dice aquello de tu relación con el proceso terapéutico. Ni que hablar del caso de que te olvides la sesión. Aún así, afortunadamente mi psicoanalista es un tipo bastante relajado y más allá de que haga diván sigue siendo una persona y no una caja negra o robot que se desconecta ni bien salgo del consultorio (incluso varias veces nos quedamos hablando del dedo amputado de Iommi y las distintas formaciones de King Crimson, ya que conduce un programa de música progresiva en el Sodre). El caso es que en las últimas sesiones me ha costado bastante asociar, cayéndome en intelectualismos que se parecen más material para este blog que para la terapia misma. La sesión pasada habíamos avanzado bastante con un sueño sobre un oso de peluche que resulta ser un niño de dos años disfrazado. Estoy suscripto a La diaria sólo los martes y viernes (donde hay más espacio para la sección cultural), días que coinciden con la terapia, por lo que casi siempre llego con el diario bajo el brazo. Recién al ver el suplemento del martes sobre el diván me doy cuenta de que me lo había olvidado la última sesión. Ni bien llego me señala el diario y me pregunta por el titular. En la tapa dice “Amigos son los amigos”, y hay una foto de Sanguinetti y Lacalle. Me dice que a partir del acto fallido y el titular se pregunta si puede ser que yo prefiero considerarlo a él un amigo antes que un psicólogo (mi psicoanlalista es profesor de facultad y más de una vez ha salido a tomar con algunos amigos míos- dicho sea de paso, intentaron sacarle algún secreto mío, pero más allá de estar tomado mostró un impecable silencio profesional). No sé bien qué contestarle y termino escapándome por la tangente, hablando de paraguas, diciéndole que es el elemento que más se suelen olvidar las personas. En realidad, aquello no es más que abrir el paraguas ante una pregunta que me parece incómoda, y la sesión sigue entre algunos aspectos de mi relación con el tratamiento, la dificultad recobrar la memoria y hacer nexos con ciertas experiencias de mi infancia. Al parecer, el pensamiento y la sobreelaboración del mismo se ha convertido en un violento patovica que no deja pasar cualquier asociación que comprometa mi pasado. En pocas palabras, una neurosis galopante que en algunos años me va a dejar como Woody Allen.
La sesión parecía ir a ningún lado y posiblemente no habría sido digna de recordarse, de no ser por lo que pasó cuando me estaba yendo del consultorio. Le doy la mano a mi psicólogo, y entonces, cuando está abriéndome la puerta dice “Ah, de vuelta te olvidás del diario”. Efectivamente, había traído La diaria del viernes conmigo y entonces al juntarla, la leo y me río. Al despedirme se la muestro y se caga de la risa tanto que cuando bajo sigo escuchando su carcajada retumbando por las escaleras.
Acá el titular de La diaria del viernes:
Viernes, 14:25
Sé que esta risa es un subterfugio para una angustia que me viene siguiendo desde hace unos cuantos días. Sin embargo, el aferrarme al acto fallido de la sesión me permite sacar sonrisas intermitentes que llama la atención a bastantes personas que se cruzan conmigo. Estoy entrando al ascensor cuando el portero y yo escuchamos los gritos de unos púberes haciendo lío por una cuestión que no logro descifrar. Salgo del edificio y en la vereda de enfrente hay un niño gordo, de no más de catorce años, empujando a un chico un poco más alto, escuálido y con ese distintivo semblante onanista que solemos tener casi todos los hombres a esa edad. Aquella estampa me hace acordar de las peleas que se realizaban en la puerta de mi liceo, eventualmente derivadas al callejón de Lapido, donde la policía no solía frecuentar tanto –aunque por su proximidad con la paranoica embajada de España también convertía aquella pequeña porción de cemento en no precisamente un oasis de violencia. Para un liceo medianamente cheto como el San Juan (que no llegaba a la oligarquía del British, la descendencia teutona de la Deutsche Schule, las astronómicas cuotas de La Scuola Italiana, o el sistema de cantina accionado por huellas digitales de Lycée Français, pero que sí le sobraban jugadores de rugby y futuros portadores de camisas polo), cuando mencionaban que iban a venir estudiantes del Suárez (un liceo público) a meterle la pesada a algunos compañeros, surgía todo un revuelo comparable al de Troya sitiada por los aqueos. A diferencia de la mayoría de la gente, que consideraba a los del Suárez personas de armas tomar –algo ridículo y que estaba más bien basado en que aquellos estudiantes solían estar más grandes por ser repetidores- yo simpatizaba con ellos, no porque me cayeran particularmente bien, sino por amedrentar y golpear alguna que otra vez a gente que tenía ganas de hacérselo yo, pero que con mi política de no golpear hasta ser golpeado difícilmente podía llevar a cabo. La cuestión era que más allá de las amenazas, difícilmente la cosa se salía de control, quedando generalmente todo en algunos golpes y puteadas, seguido por la intervención de mayores o coetáneos. Por cuestiones muy excepcionales uno podía ver sangre, y nunca se tuvieron resultados realmente trágicos (a diferencia de Los Maristas, liceo demarcadamente más cheto y sobre el que pesa una especie de maldición de cementerio indio que ya ha cobrado la vida de muchos estudiantes, entre ellos un caso particularmente truculento vinculado a un ascensor del que no me extenderé por miedo a ser acusado de morboso).
Pero ahí estaban los dos chicos, el gordo puteando al flaco y poniéndose bordeaux a medida que lo empujaba e intentaba ensartarle una patada. Alrededor de aquello había una cheta de flequillo al borde de la histeria, gritándole al flaco y revoloteando alrededor del gordo como esas aves que se alimentan de los parásitos de la piel de los rinocerontes. Me siento con el portero, saca un cigarro y nos ponemos a ver aquello, esperando el momento en que surja el primer piñazo. Me ofrece una pitada, pero no, no fumo. Hay realmente miedo en el rostro del flaco, aspecto que extraña en comparación a la determinación del gordo, que en otros casos tendría las apuestas en su contra. Estoy medio emocionado por todo el asunto, o al menos aquello promete ser algo que convierta el viernes en otra cosa más que el día entre el jueves y el sábado. No hay mayores ni vecinos por la vuelta, si se pelean van a darse hasta cansarse. Pienso que no voy a intervenir a no ser que se sume un tercero a la pelea o alguno le esté pegando a otro en el suelo. En el último caso, sería sólo cuestión de levantarle el brazo y declararlo ganador. La idea de separarlos me parece también emocionante, aparecer y hacer uso de mi diferencia de tamaño, lanzarle alguna que otra frase amenazantemente aleccionadora y volverme por un segundo un representante implacable de la ley. Pienso todo eso, pero entonces veo que el portero me hecha una mirada y me doy cuenta de que hace cinco o diez minutos que se vienen empujando sin hacer nada. Espero un poco más, pero no hay caso, se empujan, van de un lado a otro como boxeadores estudiándose hasta el doceavo round. Es ahí que al momento de decirme el portero “estos no se van a dar más”, me levanto y me dirijo hacia ellos. Por un momento se separan y hasta la pendeja se calla al verme parado entre ellos. Les digo: “Che, hace diez minutos que estoy acá, a ver si pelean de una vez, que ya me tienen recontra podrido con esta boludez de los empujones”. Se quedan callados, el flaco se me queda mirando y el gordo se queda mirando para abajo, removiendo con el pie una baldosa. Se quedan un tiempo en silencio y unos segundos después el gordo se va acompañado por la mina, puteando al flaco y gritándole cosas sobre una campera que se pierden con los ruidos de la ciudad al doblar en una esquina. El flaco se va para el lado opuesto, cabizbajo y aún temblando. Vuelvo lentamente hacia el edificio y al abrirme el portero la puerta le hago un gesto de decepción que el corresponde con las manos en los bolsillos. En el ascensor antisocráticamente pienso cómo uno a veces hace el bien incluso sin quererlo.

Sábado, 17:30
Nota: los primeros tres párrafos pueden resultar pesadamente redundantes para los uruguayos, pero ante la posibilidad de lectores argentinos y demás, me sentí obligado a ampliar.
Le había pedido a mi padre que me llevara al partido Nacional-River. Hacía tiempo que no había un partido tan atípico en el fútbol uruguayo. Esto principalmente debido al hecho de haber un revuelo semejante al de un clásico por un partido que, palabras más, palabras menos, era entre un grande y un chico.
Por historia, es difícil encontrar un equipo tan irrelevante como River Plate, un equipo que se hace llamar darsenero, pero que al cambiar su sede de la aduana al prado poco tiene que ver con los puertos, un equipo que nunca estuvo en competición internacional que recuerde y que no tiene ningún título relevante whatsoever. Sí podría adjudicársele el hecho de haber sido la cuna de futbolistas eventualmente importantísimos como Morena (el goleador histórico de Peñarol y posiblemente del fútbol uruguayo), así también como Carlos “El pato” Aguilera y algunos otros jugadores que naturalmente llegaron a su cenit de fama y juego con otras camisetas. Incluso, en materia de hinchada, River Plate es un cuadro tremendamente intrascendente, obteniendo la pequeña porción de la torta que pudo en el barrio con más clubes de Uruguay (El Prado, con más de tres equipos), y cuyos simpatizantes no se caracterizan ni por la fiereza de los de Cerro, la garqués de los de Defensor Sporting, la religión predominante de los de El tanque Sisley, la afiliación política de los de Progreso, la ancianitud de los de Central Español, la fidelidad de los de Cerrito, o la evidente omnipresencia de Peñarol y Nacional.
Sin embargo, el partido era un auténtico fenómeno mediático, un poco porque River Plate venía jugando incontestablemente bien y otro poco muchísimo más grande por la dirección técnica de Juan Ramón Carrasco, un tipo que más allá de nunca haberme convencido como técnico (si como jugador, obviamente) , indudablemente sabe cómo venderse.
Si ganaba Nacional, le quitaba la punta a River; si River ganaba, se le abría el camino hacia el campeonato como nunca antes en su historia. Una vez en el estadio, lo pude confirmar: más de cuarenta mil personas, más público que en ciertos partidos de la copa del mundo. A pocos metros del palco donde estaba instalado, había un pequeño sector dedicado al público de River. Todos los que alguna vez se pusieron una camiseta roja y blanca estaban ahí. Se los veía realmente felices, con una esperanza que hacía mucho tiempo no veía en ninguna persona (y mucho menos en un uruguayo). Incluso cuando entró el equipo de Carrasco me pareció un tanto exagerado el recibimiento, con stock de bengalas y bombardas que parecían restos de armamento soviético defectuoso comprados a precio de saldo a un país de medio oriente.
La historia más o menos se sabe, en cuestión de media hora River, el cuadro chico pero hiper inflado de Carrasco iba ganando por tres goles a cero, y prácticamente el desempeño de Nacional daba lástima. La superioridad era violentamente evidente, y como hincha de Nacional estaba más aturdido que deprimido. Fue entre el segundo gol y el tercero que escuché a una persona puteaba cada decisión del árbitro con la persistencia y violencia de un tourette. Era un viejo de bigotes, con gorro de River y camiseta del Atlético Madrid (con el nombre de Forlan escrito atrás, y que comparte los mismos colores de los darseneros). El tipo se sentaba y paraba a cada rato, y el cuidado con que lo trataba el resto de la hinchada indicaba que era, cuando menos, un personaje ilustre del club. Ya para cuando River metió el tercer gol, lo primero que hice fue mirarlo a él. El señor saltaba, se abrazaba de un señor cuya gordura volvía sinuosas las verticales de su remera, se sentaba, gritaba de vuelta. En sus ojos celestes había una llama que parecía haber estado tapada por mucho tiempo, quizás por toda una vida. Uno podía pensar que aquella alegría posiblemente terminaría por matarlo.
Sin embargo, para el final del primer tiempo llegó un gol del Chengue, jugador rústico cuya anotación tuvo una mayor relevancia de lo que cualquiera de nosotros hubiéramos pensado. Aquel gol fue como si alguien del público se hubiera levantado y gritado: Carrasco está desnudo!. En aquel momento ninguno lo sabíamos, pero era el comienzo del fin. En el entretiempo incluso se acercó una cámara a entrevistar el viejo. No podía escuchar mucho de la entrevista, sólo veía el rostro imperturbablemente feliz del viejo, desenvainando sus dedos para indicar cifras y fechas que atestiguaban predicciones y un incondicional seguimiento al club.
El segundo tiempo todo cambió, como una pieza de yenga extraída por un borracho, el sistema, todo colapsó, los caños se cerraron, la ley de la gravedad se devoraba a los tiros, al golero se le amputaron las manos y los pases iban para cualquier lado como una veleta desquiciada. Nacional en cuestión de veinte minutos igualó el hasta por entonces hazañoso resultado de River.
Más allá de ser hincha de Nacional, al ver aquella gente tan feliz al principio del partido, por un momento pensé qué divertido sería ver cómo la supremacía del viejo equipo terminaba por destrozar todas sus esperanzas, como si fuera un dios primigenio desmantelando por completo un pueblo pagano. Y ciertamente lo venía disfrutando, hasta que en el tres a tres volví mi mirada hacia el viejo. Había dejado de gritar, uno desde mi distancia podía observar su garganta atragantada mientras miraba la cancha con los ojos más tristes que he visto. A diferencia del resto de los hinchas de River el tipo no estaba furioso, sino sencillamente triste. Se había quitado el gorro, lo tenía entre sus piernas, le doblaba y enderezaba la visera, quería arrojarlo al suelo, aplastarlo con su pie, pero había alguna parte suya que lo impedía. Luego llegó el gol de Romero, y volví a mirar al señor. No decía nada, miraba el suelo y algunos compañeros suyos le daban palmadas de aliento en la espalda. Fue entonces que aquello dejó de ser divertido. Una parte de mí quería festejar, pero no podía. Miraba al viejo cada tanto y una tristeza rayana en la culpa me invadía el pecho. Sentía su angustia demasiado presente, era incómodo. Incluso pensaba en aquello y me percataba de que en cuestiones bíblicas, no sería más que otra persona en el público enardecido aclamando la victoria de Goliat. Era prácticamente una historia sin final feliz, y yo estaba ahí, celebrándolo con papel picado.
Para el quinto gol miré al costado y en el lugar del señor había sólo un banco vacío. Imaginé su vuelta a casa, sacarse la camiseta, dejar el gorro colgado en un perchero y sentarse al borde de la cama, sin decir nada. Luego serían los días, la herida de esa derrota aún abierta, las jodas de sus vecinos, uno de los días más importantes de su vida arrastrado por el barro. Y después vino el tiro libre convertido en sexto, y para aquel entonces ya estábamos bajando por las escaleras del estadio, entre garcas, viejas figuras del fútbol y hombres de negocios que quieren tener algo de qué hablar en el lunes en la oficina.
Me subí al auto, aún pensando en el viejo mientras escuchaba en la radio la voz de Ríos repetir palabras como hazaña, milagro, fiesta y alegría.



Domingo, 12:22
Dos litros de cerveza, un 100 Pipers y algunos vasos de sangría me habían dejado como un muñeco de trapo la mañana del domingo. Había cumplido Martín y fuimos a la parrillada Mercado Modelo, donde el veteranazgo (en serio, todos mayores de cuarenta y pico) entraba en la misma dinámica de levante y borracheras que yo unos años atrás. Me vi en el espejo del botiquín en el baño de María y me encontré el rostro aceitunoso, el maquillaje violáceo de las ojeras y una rémora de vino aún tatuada en el labio. Estaba deshecho, pero decidí ir a la feria Tristán Narvaja, a la que no había visitado por dos semanas.
Más allá del cansancio, difícilmente haya un lugar en donde me siente con tal sentido de la ubicación que la feria Tristán Narvaja. Con tiempo y persistencia llegué a conocer a casi todos los vendedores de discos de la zona y tengo informantes que me tienen al tanto de todos los piques. Está El pulga, un tipo que a pesar de ser un viejo ricotero se puede hablar largo y tendido sin que se te ponga como un testigo de Jehová con las letras de Solari (y además me sirve de intermediario para traerme las cosas más variadas de Buenos Aires). Está Ernesto, un veterano obsesionado con los Beatles, Dylan y Calexico que supo tener vinilos como Modern Dance, pero que ahora está atravesando una mala racha. No muy lejos hay un bigotudo que suele usar una musculosa, sin importar de estar en el mes de Julio, sólo para exhibir oscuro e imponente un tatuaje de Black Sabath (con sólo una b, detalle que me tiene obsesionado pero que temo decírselo por miedo a su vikinga reacción). A escasos metros, un tipo nuevo te vende discos de Los Traidores por mil quinientos pesos (todavía no se dio cuenta de que está en Tristán Narvaja). Por Colonia un hippie-punk te hace parches y te ofrece pagarlos en veinte o treinta pesos -como vos prefieras-. En frente a facultad de Psicología un tipo te vende videos de Anime y si le hacés una seña te muestra su colección de Hentai. Por Paysandú casi todos suelen vender cualquier cosa, máquinas registradoras viejas, cabello desteñido y grisáceo de muñeca, cadenas de bicicletas, volantes de automóviles, videocasetes sin caja de Conozca Más, revistas GENTE del 96’ que estarán en peluquerías con cortes de cuarenta pesos. En librería Minerva está Erasmo, una persona de tal bondad que haría ver a Mahatma Gandhi como un melindroso pedófilo, y que me ha hablado de poesía lituana con la seguridad que puede tener un junkie hablando de medicamentos. En librería Rizoma se venden buenos libros de cine, y atiende una pareja obsesionada con Bauhaus y un proyecto posterior cuyo nombre siempre olvido. A esa librería suele caer semanalmente una señora tan siniestra que haría ver a Diamanda Galás como Noelia Campo, y que siempre pregunta con los ojos bien abiertos, al borde de salirse de sus cuencas, si tienen algún libro de portugués. A lo de Ernesto solemos caer las mismas personas, como junkies buscando información de nuevos dealers: un gallego con el peinado de David Lynch, un veterano con una camiseta hecha a mano de Velvet Underground, el guitarrista de una banda rockandrollera que considera a Brian Setzer el mejor guitarrista de todos los tiempos y suele comprarse compilados horribles de rockabilly. Y entre todo, y en todas partes, discos y discos de Yes y Emerson Lake and Palmer.
Me había topado con el vinilo From her to eternity de Nick Cave. Salía quinientos pesos (veinticinco dólares), por lo que lo pensé un rato. Le pregunté a Ricardo -otro buen vendedor de vinilos- si me lo podía reservar y me dijo que no, que ese disco se vendía hoy. Ante la presión recordé la presencia de un perverso dopplegänger que me ha arrebatado ya varios discos –todos me han dicho que ha sido la misma persona, y entre estos vinilos birlados se encuentra precisamente el genial Tender Prey- y terminé desembolsando los quinientos pesos (doscientos de ellos en monedas juntadas en una bolsa).
Me gusta verme caminar con el disco bajo el brazo, pienso que me gustaría alguna vez ser capturado en fotografía de esa manera. Un poco para autoconvencerme de no haber malgastado la plata, me dirijo a mostrarle a la pareja de Rizoma mi disco de Nico Cueva. Si les gusta tanto Bauhaus, es posible que me apoyen en la compra.
Es en el camino hacia la librería que escucho algo que me hiela la sangre. En un puesto de vinilos horribles, se escucha un disco que tiene relatos de momentos importantes del fútbol uruguayo. En el momento preciso que paso por ahí, escucho el nombre de mi padre y el gol de Uruguay en la final de la Copa América 83’. Creo que es el gol de cabeza del Pato Aguilera, ese tras el cual temporalmente perdió la conciencia. En el momento de grito de gol, todos los que rondamos por la misma vereda nos quedamos en silencio. De cierto modo la situación recuerda a esa genial escena de Alemania: año cero, en donde el niño protagonista le intenta vender un vinilo de los discursos de Hitler a unos soldados americanos. Con total indiferencia pone la púa sobre el disco y la voz de Hitler retumba por diferentes rincones de la ciudad, dejando inermes a ciertas personas que la escuchan, como si fuera una voz del más allá volviéndolos a traer a uno de los períodos más oscuros de la humanidad. En este caso sería precisamente lo contrario, nos saca de este domingo y nos arrastra a una época donde al menos en lo deportivo se podía sentir orgullo de algo. Todos nos quedamos congelados, especialmente yo, que al oír el nombre de mi padre aquello prácticamente resultaba ser un mensaje cifrado dirigido hacia mí. Es increíble cómo el relato de un gol puede remover tanto. En esos quince segundos, la gloria deportiva se hizo presente, y hablaba mucho más que de fútbol, en ese entorno apolillado, hollinado y lleno con pelusas de plátanos. Cuando termina el relato, se levanta la púa y aparece el bolero Quizás Quizás, catapultándonos de nuevo en la hermos y deprimente realidad de Tristán Narvaja. Vuelvo a mi casa caminando despacio, mirándome en las vitrinas de las tiendas con la cara de Cave bajo el brazo y preguntándome si de haber sido otro el resultado, aquellos tres goles de River hubiesen significado para el viejo lo mismo que para mí tuvo ese relato de gol.

Sunday, April 06, 2008

Otoño en canciones

Fruit tree, fruit tree
Open your eyes to another year
They’ll all know
That you were here when you’re gone

Nick Drake, Fruit tree

Por alguna extraña razón, el paso de estaciones en general se me materializa desde los ómnibus, como si el cristal de sus ventanillas tuviera una especie de aumento que me permitiese ver algo que en simple vista y a la altura de la vereda no pudiera advertir. Como escribí en un post del año pasado, las estaciones no se perciben desde los solsticios, equinoccios o el capricho rotatorio de la tierra alrededor del sol. En realidad las estaciones son un fenómeno tremendamente particular y subjetivo que tiene sólo un poco que ver con el tiempo, el follaje o los ciclos reproductores de ciertos seres vivos. En realidad lo que cambia en las estaciones es uno, y entonces ciertamente lo que se vuelve otoño o verano es la persona misma. Extrañamente este me pareció un verano tan largo como lánguido, primero, por haber secuestrado a la semana santa, que suele ser una servil vocera del otoño; segundo, por haber pasado la mayor parte de la temporada fuera de las playas. Sin embargo, estando en las postrimerías de marzo, temía que en aquel 522 al prado terminara percatándome de ese temido y depresivo pasaje de estaciones, con la única ventaja del tiempo caluroso y pesado y el aún poder usar chancletas y bermudas (definitivamente la ropa menos sexy que puede usar un hombre, acortándote las piernas y haciéndote ver como un turista).
Había desempolvado el I-Pod y me había limitado a escuchar temas que me atajaran del otoño, al menos desde mi intrincado sistema evaluativo (creo que escuchaba a Triángulo de Amor Bizarro, y al menos la energía e irreverencia de los gallegos me mantenía despabilado y joven). En el trayecto aparecieron vendedores de curitas y de barras de chocolate, controladores de boletos y viejas y mujeres cargando niños que amenazaban con quitarme el cómodo asiento que aprovechaba como si fuese un verdadero regalo de Dios (nota: a las portadoras de niños y embarazadas le cedo mi lugar sin dudar, pero al estar sentado en los últimos asientos, ya habían personas que se tomaban la molestia por mí). Cada tanto, entre el final e inicio de las canciones del grupo español, escuchaba al pelado Cordera bardeando desde la radio del conductor de ómnibus, un tipo canchero de no más de treinta que parecía disfrutar tanto de la Bersuit como mi suegro en una reunión ectoplasmática de los Beatles organizada al fondo de su casa. Veo su boca moviéndose como en una película muda y tras las guitarras de los gallegos reconozco en sus labios “Devolvé la bolsa”. Naturalmente, no me dan ganas de sacarme los audífonos. Sin embargo, entra una tipa de unos veinticinco años y el conductor parece bajar el volumen. Se pone a hablar a la gente del ómnibus, resultándome medio extraña por no tener el rostro sollozante de quienes suelen pedir alguna monedita, ni tampoco llevar consigo guitarra, ni productos, comida o cualquier cosa para vender. Sin escucharla, pienso que perfectamente podría ser una pasajera más que se le ocurrió compartir una opinión con el resto de los concomitantes, sin pedir nada a cambio. Sin embargo, luego de esa especie de introducción cierra los ojos y comienza a mover la boca de una manera que se asemeja al cantar. Me saco los audífonos y entonces la escucho. Está cantando a capella y en inglés una canción que me resuena tremendamente. Verla como canta y saber que conozco aquella canción, me genera una tremenda incomodidad que me inspira callarla un momento, cerrar los ojos y apretarme intersección de la nariz con la frente y pedirle unos minutos para acordarme de aquel tema. Pero ella sigue y canta

Oh, ask me why, and I'll spit in your eye
But we cannot cling to the old dreams anymore
No, we cannot cling to those dreams


Indudablemente, es bastante fea. Tiene un corte de pelo varonil, un cuerpo cúbico y ropa de pibe que contrasta bastante incómodamente con su voz más femenina, como la fea sensación de una parte que grita y amenaza acabar con el todo. Su voz es bastante peculiar, diferente al galvanizado masculino de ciertas artistas callejeras que suelen cantar temas de canto popular, casi como si fuera un híbrido entre la voz extrañamente mixta entre lo juvenil y a la vez anciano de Joanna Newsom y el tembloroso cantar entre hálitos de Björk, todo esto con mucho menor oficio que las dos. Incluso hay varios pifies bastante incómodos, su voz en ciertas notas altas parece tambalearse como un caballo caminando sobre hielo, sobre todo en Ask me why and I’ll spit in your eye. Cuando llega a la parte Does the body rule the mind/Or does the mind rule the body/I don’t know, llego a la conclusion, por cómo termina la estrofa, de que aquello no podría provenir de otra garganta más que la de Morrisey.

Es una canción de los Smiths, pero me encuentro en un punto muerto en el que no puedo recordar el nombre ni el disco en que se encuentra la canción. Mientras me devano los sesos haciendo un lento scandisk de archivos mentales, pienso sobre lo particular de la situación de encontrarme escuchando a alguien cantando un tema de los Smiths en un ómnibus. Sólo dos veces había escuchado alguien cantar en inglés, una a un par de peruanos tocando Sultans of Swing, otra a un veterano tocando The Wall, poblándola con unos extraños solos que intentaban imitar el sonido del vibrato usado por Gilmour (o Waters, no recuerdo). Tampoco pretendo que toquen algo de Faust, o Throbbing Gristle (aunque debo reconocer que encontrar a alguien que torture a los pasajeros acostumbrados de covers de Los Nocheros con una versión de Discipline por más de doce minutos de viaje sería una experiencia imborrable), pero me resulta extraño que a los efectos de ganar dinero, y sobre todo en los 121 del mediodía, que se llenan de liceales y gente relativamente joven, no se aparten de su repertorio folklórico y toquen temas más actuales y populares de errr, pongámosle La Vela Puerca.
Pero con o sin los fantasmas del cantopopu revoloteando sobre su cabeza, la chica seguía cantando aquel tema de los Smiths, incluso optando por cantarla tal cual lo hace Morrisey, dejando espacios de silencio luego de I don’t know, silencio que en la grabación original es llenado por la guitarra de Johnny Marr. En esos incómodos interines de silencio en donde más de uno se mira con el de al lado, ella permanece con los ojos entrecerrados, con una sonrisa casi autista y dandose golpecitos en su cadera, como si en sus dedos, en sus uñas comidas hubieran pequeños corazones invisibles manteniendo el tempo de la canción. En un momento desafina estrepitosamente, se tambalea en un efímero momento de vergüenza y continúa con la canción, como esas patinadoras que se caen en el quemante hielo, para levantarse y continuar su rutina con una sonrisa cincelada que intenta indicar que nada ocurrió. En realidad es una muy mala interpretación, pero la elección del tema y una cierta honestidad de la mina en aquellos baches que poblan su versión como pozos en una calle de tierra en algún balneario de la Costa de Oro, me dejan completamente intrigado. Ella incluso se da cuenta de que soy uno de los pocos que le estoy prestando atención y cada tanto me mira con el rabillo del ojo. Todos los demás están hablando sobre otros temas, mirando por la ventana, o mandando mensajes de texto, mientras que yo permanezco inerme, buscando a tientas en los apretados bolsillos de mi pantalón algo de dinero para darle a cambio. Termina el tema y algunas pocas personas tardan unos cuantos incómodos segundos en aplaudir. Dice que cualquier peso, crítica o sugerencia será agradecida. En el fondo apretado, pegajoso y molesto de mi ingle, hay una moneda de cinco pesos. Por poco que parezca, aquella suma parece ser relativamente alta para lo que se suele –o al menos suelo- darle a los artistas callejeros (sólo una vez le di veinte pesos a un tipo que en una interpretación de Estefanie (o Stephanie, no sé), de Zitarrosa, casi me hizo llorar, pero aquello es otra historia).
Le quiero mentir. Le quiero decir que me gustó lo que hizo, que siga así, que no desafinó, que aquello emocionó a todo el mundo, pero en ese momento lo único cercano a un cumplido que me sale es preguntarle por el nombre de aquel tema que lo tengo en la punta de mi corteza frontal. Me responde imperturbablemente contenta y agradecida “Still ill, de una banda llamada The Smiths”. Le quiero decir que claro, que conozco a los Smiths, que lo único era que me había olvidado del nombre del tema, que incluso estaba pensando comprarme el vinilo de aquel disco homónimo que están vendiendo a quinientos pesos en Tristan Narvaja, pero mientras pienso en esto, la tipa se baja en una parada, y con ella mi orgullo siguiéndola cabizbajo por las calles de Gonzalo Ramírez.

Scott Walker- Raining Today
Lo he pensado largo tiempo, y creo que no es casualidad que me haya metido de lleno en el oscuro mundo de Scott Walker la misma semana en que vi dos veces Inland Empire (una en Cinemateca, otra en el Alfa Beta). El fino y yo nos veníamos preparando para aquella película desde el 2007, incluso considerando la posibilidad de acampar en el shopping, 18 de Julio, Ejido o el lugar en donde la llegaran a estrenar de no poder conseguir entradas (por supuesto, la mayoría del público uruguayo no estaba tan emocionado como nosotros).
El universo lyncheano sigue allí, tempestuoso en esos ciento ochenta minutos de filmación, salvo que no hay puertas o huecos que nos conducen a mundos donde rigen otras reglas (como podía ser el conducto auditivo de aquella oreja cercenada en Terciopelo azul), ya que sin zaguanes ni corredores ya nos encontramos de lleno en la inmensidad del cuarto oscuro. No voy a convertir esto en un post sobre el film, ya que habiéndolo visto dos veces todavía siento que no dejé añejar las imágenes en mi cabeza lo suficiente . Sí puedo rescatar aquella sensación inmediata que me invadió una vez que se encendían las luces de Cinemateca. Algunos aplausos aparecieron, y mis palmas dubitativas quisieron hacerles compañía, sin estar realmente seguro de lo que acababa de presenciar. En cierto punto tienen razón quienes dicen que las películas de Lynch han dejado de ser películas en sí para convertirse en meras glándulas secretoras de sensaciones. Hitchcock planteaba que de poder construirlo, le interesaría crear un artefacto que pudiera generar determinadas sensaciones en sus espectadores, sin la necesidad de una trama que estuviese subordinada a estos planes (me imagino una conducto intravenoso enviando al torrente sanguíneo cortisol y otras sustancias que activan el sistema simpático, algo parecido al experimento que sometían a Alex en La naranja mecánica). Creo que en sus oscuros talleres, donde supo crear el baconiano bebé de Eraserhead, o los cuadros abundantes en texturas nauseabundas de sus últimas obras plásticas, Lynch logró construir dicha máquina, sólo que la mantiene en completo secreto. Sólo supe que el film me había gustado días después de haberlo visto. Como imágenes perdidas de un sueño tijereteado por la elaboración secundaria, sólo podía acordarme de imágenes, el vómito de sangre sobre las estrellas interminables de las baldosas de Hollywood y Vine, los pómulos fríos y tersos de una prostituta polaca en la nieve, los conejos haciendo sus quehaceres con aquellas discordantes risas enlatadas de fondo, la imagen del vinilo rajado por la violenta púa, avanzando en sus enloquecidas y constantes treinta y tres revoluciones por minuto, como el frenético automóvil conducido por Bill Pullman en Lost Highway, y así con un montón de otras imágenes que permanecen en mi mente como un enloquecido murciélago volando bajo, chocándose contra las paredes de mi habitación.
A su vez, escuchar The Drift es una experiencia intensa que apenas se queda detrás de la traumatizante escucha de Frankie Teardrop. Hay momentos en que los cellos son tan omnipresentemente invasivos que a uno le dan ganas de sacarse los audífonos y enterrarlos en un bosque como un homicida sepultando el cuerpo de una persona accidentalmente asesinada. Tal como pasa con Lynch, es difícil reducir el disco a una temática, y mucho más complicado anatomizarlo de acuerdo a canciones. En The Drift no hay canciones, sino actos. En este sentido, Melero no podría tener más razón: Scott Walker crea películas para ciegos. Uno se siente tremendamente desvalido, sin poder reconocer de dónde provienen los sonidos que se escuchan, como si fuera un niño tapándose la cara con la frazada, sabiendo que sus padres recién están pasando el corredor y su destino ahora está librado al ruido que escucha a pasos de su cuarto. ¿Quién entona esos cantos gregorianos? ¿De donde provienen esos golpes? ¿El gritar de una mula siendo sacrificada? ¿El pato Donald cantando desde los infiernos? –en referencia al tema The Escape. Nunca una guitarra sonó tan venenosa, nunca los violines sonaron tan parecidos a un enjambre de abejas africanas. Y todo esto detrás de una voz que no sabemos si es Virgilio o Minos de nuestro descenso a los infiernos.
Uno de los aspectos geniales del documental 30th Century Man, es que muestra los procesos de grabación que hasta la fecha Scott Walker había mantenido como dentro de una bóveda subterránea. Esa percusión húmeda y apagada de Cosacks are es el sonido de un hombre pegándole a un trozo de carne, Walker y su compañía diseñan sus propios instrumentos, como una gigantesca caja hueca que sirve para hacer aquellos efectos percusivos que tanto me intrigan.
Esto en referencia a The Drift, y en cierta medida al Tilt.
Cuando me decían que Walker había formado anteriormente una banda melódica, de esas frente a las cuales ciertas puberfans eran capaces de dar vuelta automóviles, siempre lo tomé como un pasado gracioso, que de seguro Scott intentaría mantenerlo en silencio. No pensaba bajarme ningún disco de esta época hasta que varias personas me lo recomendaron.
No, nunca me hubiera esperado el finísimo y genial trabajo del crooner con The Walker Brothers y en solitario. Nite Flights es un laburo que está demasiado adelantado a todo lo de la época, como si fuera, junto a ciertos trabajos de Can, una profecía cifrada del pop espacial que invadiría la música muchos años después (“i have to say it's humilliating to hear this. It is… it is incredible, I couldn't go any further. You know, I keep hearing this new bands that sounds like bloody Roxy Music and Talking Heads... they couldn't go any further than this”, esto no lo dice el guitarrista de los Arctic Monkeys, sino un pelado llamado Brian Eno).
Pero volviendo a Scott solista, sus discos Scott 1, 2, 3 y 4 son de las joyas más finas que ha dado el pop en la historia. El formato canción se aplica más que en sus últimos discos, pero hay algo que permanece reptando en las profundidades. Si uno trazara una línea bastante arbitraria para definir la oscuridad y recursos perturbadores en la discografía de Scott Walker, se podría ver que la relación entre este sonido y el paso de los años es casi una recta de cuarenta y cinco grados. Por su parte, la senda filmográfica de Lynch es distinta, como si fuese un camino sinuoso, que tiene un universo blando y palpitante, esperando debajo de los tablones como el corazón del asesinado en aquel clásico de Allan Poe. La combinación de películas de una bondad inconmensurable como The Straight Story con los descensos a los infiernos de Fire, walk with me (película que a pesar de estar subvalorada en su filmografía y tener algunos errores, considero una de las representaciones más increíbles y sobrecogedoras de la forclusión del nombre del padre), se espeja en las mismas escenas e imaginería, los conocidos momentos lynch, en donde todo se mantiene en un débil equilibrio, perpetuándose una insostenible tensión entre una tranquilidad aparente y ese mundo que crece, se mueve y cava túneles, como los escarabajos debajo del pasto en la escena introductoria de Terciopelo azul.
Con Scott Walker ocurre lo mismo, y en un momento de 30th century man se da un detalle que es paradigma de esta tensión entre los dos mundos. Un músico de estudio revela uno de los particularísimos recursos de Walker, mostrando cómo en un acorde se combina lo afinado y lo disonante, haciéndolo convivir como si fueran una misma cosa.

Scott 3 comienza con It’s raining today, una canción que se podría tomar como otra de esas baladas melódicas muy inspiradas por la chanson francesa, sólo que hay algo que no está bien en esa canción, algo que no nos permite creer del todo en lo que dice la voz de Scott. A la segunda escucha lo reconocemos, hay unos violines que al ambiente ligeramente plácido de la canción lo llena de humo, niebla y frío. Los violines se mantienen en una nota interminable, parecería como que fueran pequeños ojos que nos miran desde la profundidad de un bosque, aguardando a algo que no sabemos qué es. Esa contraposición entre la dulzura barítona de la voz de Walker y aquello que aletea dentro de los auriculares es la esencia de Lynch, una forma de hacer extraño lo cotidiano, tal como lo dice Michel Chion, “otorga su pleno valor a imágenes muy sencillas, pero montadas de una manera insólita”. La elección de un punto de corte basta para cambiar la imagen de trivial a aterradora. Incluso, es algo que percibí en la misma Inland Empire: en la escena de Laura Dern con las prostitutas en Hollywood and Vine, se intersecta una canción de Beck con una tormenta de violines y vientos que justamente nos incomodan, tal como en Raining Today.
Desde que era un pop idol Scott Walker tuvo durante años a sus seres en el fondo de su casa, ocultos tras pajareras meadas, tirandole pedazos de carne y tapando el alambrado con una lona gruesa incapaz de permitir pasar cualquier rayo de sol. Estuvieron ahí, haciendo ninguna otra cosa más que crecer, hasta que Scott los soltó para hacer nuestras noches un poco más oscuras.

Tom Waits-Hang on St.Cristopher
Generalmente discutir sobre términos como el swing, la cadencia y el flow nos deja en un terreno baldío que se termina convirtiendo en un concurso por quién la tiene más larga, eventualmente deviniendo en un abstraccionismo tal que parece una discusión entre un judío y un musulmán, discutiendo sobre quién gana, si Yaveh o Alá en una pelea de kickboxing.
Con respecto al swing, aquel es un pedazo de tierra que todos se disputan a uñas y dientes, especialmente en el rock, el jazz y sobre todo el blues. El swing es un plus flotante, un elemento visceral e incuantificable que sin embargo se utiliza como vara para medir talentos, calidad y hombría (?), tal como puede ser la libido con respecto al tema energético de la psiquis (aunque había locos como Jung que creían poder extraerla con aparatos más cercanos a la alquimia que a la ciencia). En fin, el swing es una entidad que sólo es trascendida por su propio misterio, y todos utilizan el término como si estuviera regido por un fino y complicado sistemas de pesos y medidas. Yo no te puedo explicar que es el swing, pero se cuándo alguien lo tiene o no lo tiene. Más allá de la genialidad de ciertos músicos, como Lester Young que prácticamente parecía haber creado una nueva glosolalia poblada de estos términos, lo peligroso del manejo de tales abstraccionismos es que siempre debajo de sus pieles ocultan su patente tendencia a convertirse en religión, y todo aquello conduce en una gran cantidad de casos a un uso de los mismos que termina siendo como un santo y seña de un club privado, lleno de códigos y normativas absurdamente rígidas.
Esto último es una de las murallas archiconocidas de los defensores del blues. El swing en el blues toma la forma de un anticuerpo que rechaza todo lo que no sea tocado en compás de 4/4. Todo lo que sea diferente es rechazado, desde un solo metalero más asentado en lo neoclásico, hasta cualquier guitarra que no esté conectada a un áspero sistema valvular. El término viene bien a los efectos de una lucha de géneros que termina siendo como un hincha de Nacional intentando convencer a uno de Peñarol para que se cambie de cuadro. Personalmente irritado por muchos de estos mares de sargazos que encallan cualquier intento de conversación decente, varias veces he tratado de identificar la raíz inherente del swing. Mi versión personal del término, posiblemente tome más elementos de la danza, o al menos del movimiento en sí, considerando al swing como una forma de tocar que permanece en continuo flujo, que parece formar una parte infraccionada de una cosa que la trasciende y que no presenta cisuras, dudas, ni demoras. La imagen más perfecta de mi versión del swing es la de una ola. Como esa tapa del disco de Ride, es imposible determinar cuándo comienza y cuándo termina una ola, unos sólo puede contentarse con sacar el metro y marcar con x el lugar donde una cosa empieza y otra termina. Es en ese flujo constante y eterno donde –personalmente- creo que se disputa el swing o no swing. Sin embargo, con esta noción creo que el swing es imposible, no sólo de ser reducido a un género, sino a la música en sí. Manteniéndome con esta definición, una de las personas con más swing que vi en mi vida es Maradona, y dudo seriamente de su plasticidad a la hora de agarrar una guitarra y hacer una escala pentatónica. Uno ve jugar a Maradona y por un momento no le parece tan desquiciado que haya iglesias que le rindan culto, especialmente si el observador comparte mi opinión de que cualquier religión es una especie de pornografía de la culpa y la confianza. A Maradona un polaco lo baja de una patada, pero en el mismo momento en que cae, todo el cuerpo se articula para rodar y volver a carrera, como si su cuerpo erguido hubiera transmutado en otro sin conocer el suelo. Maradona sacaba centros de un espacio anterior a sus piernas y lo he visto meter goles de tiro libre en donde logra que la pelota se amigue o enemiste con la gravedad según sus propios planes. Esa misma idea de un constante flujo, de la imposibilidad de caerse y del control de las cosas por fuera de su propio cuerpo convierten a Maradona –a mi parecer- en una de las más perfectas materializaciones del swing.
Mi lista seguiría con una cantidad llamativa de no músicos, entre ellos Muhammad Alí en sus mejores años, George Best y aquel gol descomunal metido en la MLS, Marlon Brando en Último tango en París, los planos secuencia de Tarkovski en Stalker, ciertos pasajes en la narrativa de Kerouac, la forma en que bailó una compañera de clase en una de mis primeras fiestas de quince, dejándonos a mis amigos y yo con la boca abierta, sintiendo una indescriptible angustia el resto de la noche.
Y adentrándome en el terreno de la música, también lo puede ser la enigmática forma de tocar de Jimmy Page (con un estilo que por su suciedad y pifies tiene un carácter medio fracturado, pero que increíblemente lo utiliza para lograr una nueva unidad con todo eso, especialmente en su solo de Since I been living you), la guitarra de Duane Allman, el motorik de NEU! (Klaus Dinger, tu corazón se detuvo, pero seguro que sigue latiendo remixado en el cielo), una de las interpretaciones más asombrosas de todos los tiempos de parte Jacques Brel en este video, la sensualidad trepidante e incómoda de Alan Vega en esta canción, la celestial voz de Jeff Buckley, el saxofón húmedo y sensual más cerca del erotismo hard que del porno soft de Coleman Hawkigs, y así un largo etcétera que dista en algunos nombres de los clásicos anales de los sultans of swing.
Sin embargo, nunca vi mayor expresión de aquello por antonomasia llamado swing que en esta presentación en vivo de Tom Waits.

Las imágenes de este concierto provienen de Big Time, un dvd que me compré hace más de un mes en Tristán Narvaja. El tema se llama Hold on St.Cristopher, e inconcebiblemente brilla por su ausencia en el disco oficial de aquella presentación. Todo en ese video es perfecto. La capacidad interpretativa de Waits llega a un punto en que cada parpadeo, el ángulo de de los haces de luz de la linterna colgada en el atril, el balance de su cuerpo paralelo a la hipnotizante línea de contrabajo y perpendicular a la intervención de los vientos, la forma en se agarra del atril, la cronometrización de la utilización del autoparlante, la voz ronca, el movimiento de sus manos y sus dedos, hasta el mismo horario que indican las manecillas de cada uno de los relojes que invaden su antebrazo, todo parece trabajar en una armonía que no vi en ninguna otra persona, logrando una forma de unidad que me hace sentir el hombre más insignificante de la tierra. Nunca expresé corporalmente mis sensaciones musicales (salvo esos patéticos interines de guitarreo aéreo que tanto nos avergüenzan cuando nos damos cuenta), pero al ver a Tom Waits llevar con tanto swing esa canción, uno no puede hacer algo diferente a bailar.
Creo que el sentimiento más cercano a la homosexualidad que puede sentir un heterosexual es admirar a alguien tanto que desearía poder, al menos un día, adoptar sus movimientos, sus rasgos corporales, su forma de hablar, de mirar, de fumar, de tomar, comer, vestirse y vivir, en pocas palabras, ser él, casi como si uno quisiera volverse un súcubo y morar en el cuerpo huésped de esa persona a quien tanto admira (y, después de todo, aquello no sería más que otra forma de penetración).
Caundo cumplí veinte, María se apareció con un sombrero. El tema de to wear or not to wear un sombrero había sido bastante recurrente, y cada vez que veía alguien cercano a mi edad usándolo se lo señalaba como si fuese un uruguayo encontrado en Estonia. Naturalmente, si dependía de mí, aquella procastinación se hubiera extendido por muchos meses más, pero la iniciativa de María me hizo enfrentarme con la realidad de mi deseo. El sombrero es gris, de paño, compacto, queda particularmente bien si se uno se lo pone ligeramente inclinado, tapando parcialmente los ojos. Lo había comprado en El hornero, de esas tiendas del centro que son como restos arqueológicos de un Uruguay que fue. Al principio me costaba llevarlo, un poco por tener miedo de que Uruguay no estuviese preparado para un joven usando sombrero, otro poco como en Instrucciones para dar cuerda a un reloj:María no sólo me había regalado un sombrero, sino el miedo a perderlo, a que alguien me lo chape y se de a la fuga con el, a que no sea aceptado por el resto, a que el viento me lo arranque de la cabeza, la necesidad de compararlo con otros sombreros, cuidarlo y medir los momentos en que me lo sacaba. Con el tiempo, el hecho de olvidarme algunas veces que lo llevaba puesto confirmaba que me estaba acostumbrando a su compañía, y muchas veces me miraba al espejo, como quien se mira un tatuaje recién cicatrizándose sobre su cuerpo. Ahora me doy cuenta de que lo que intentaba hacer era comparar especularmente mi reflejo con la imagen mental que tenía de Tom Waits. Por un momento me paraba algo desgarbado, agachaba la cabeza, me imaginaba más flaco y con esa voz añejada en alcohol y tabaco. Con el tiempo habría seguido la mutación y probablemente sería una persona al menos estéticamente diferente a la que escribe esto, de no haber sido por algo que me sucedió en un toque de Buenos Muchachos. La Barraca, más conocido por el manejo algo dudoso de su dueño, no era el lugar para albergar a una banda como Buenos Muchachos. Particularmente, los Buenos han llegado a un dificultoso hiato en que no son lo suficientemente chicos como para que sus presentaciones en boliches sean por lo menos ergonométricamente placenteras, ni tan grandes para llenar estadios. El toque del que hablo en La Barraca había sido uno particularmente salvaje, o al menos así lo sentíamos María y yo, que vimos volar más de una botella, y sin poder escapar como en otros boliches a los pogos y las pelotudeces alcohólicas de algunas personas. Una vez terminado el show, nos sumamos al torrente de personas que se precipitaban a la calle. Fue en esa muchedumbre donde, mediante un golpecito, alguien me tiró el sombrero desde atrás. Cuando me doy vuelta y me agacho a buscar el sombrero, aparece un peludo, descamisado y ciertamente más alto que yo (y tampoco soy petiso), quien no tarda en decirme lo más vikingamente que pudo “Los sombreros se usan de día”. Justo al borde de mi contestación una avalancha nos dejó a todos fuera del boliche, perdiéndolo de vista. Mi camino vuelta al Prado fue muy amargo, pensando una y otra vez las cosas que tendría o debería haberle dicho, repasando sus puntos débiles, como ese ridículo colgante de los Redonditos de Ricota que llevaba como si fuese una tatuaje de lágrima en la mejilla de un preso. Pero hubo algo que cambió todo en ese “Los sombreros se usan de día”, algo similar a lo que sentí cuando me di cuenta de que una chica que me gustaba en escuela nunca me devolvería la llamada, similar a aquella sensación de sentir que uno nunca va a poder hacer bien la cejilla, a sentir como el otoño llega irrefrenable, como los años a este sombrero que casi no he usado desde entonces

Fernando Cabrera-El tiempo está después
Siempre había querido escuchar a Fernando Cabrera, pero debido a falta de enlaces de descarga y boludez mía nunca había podido acceder a algún disco suyo. Lo único que había escuchado hasta el momento había sido La casa de al lado, uno de los temas más devastadores que haya escuchado en mi vida. Luego de ver esa película realmente inclasificable que es El dirigible (realmente, nunca supe qué era lo que quiso hacer Pablo Dotta con ese film), cuando llegan los créditos aparece la voz temblorosa de Cabrera.

No hay tiempo no hay hora no hay reloj
no hay antes ni luego ni tal vez
no hay lejos ni viejos ni jamás
en esta olvidada invalidez


La letra entera la pueden leer en este post del antiguo blog unipersonal de Ezequiel. Recuerdo haber visto la película, una helada noche de julio a las dos de la mañana. Cuando terminó la canción, puse el dvd una vez más y volví a escuchar aquella canción. Lo hice varias veces, llegándola a escuchar caso cinco veces seguidas. Incluso, llegué a no devolver la película en su fecha correspondiente para sólo escuchar aquel tema unas veces más. En aquellos tiempos no sabía el alcance de la internet y no suponía que pudiera bajarme el tema o las letras, por lo que copie la canción en un cuadernito, rebobinando y poniendo pausa para seguirle la rápida forma de cantar a Cabrera.

Ahora que vuelvo a escuchar la canción y la letra, comprendo que no podría haber una canción más perfecta para la película. Ese horror vacui de la letra,

Acá no hay tango
no hay tongo ni engaño
aquí no hay daño
que dure cien años
por fin buen tiempo
aunque no hay un mango
estoy llorando
toy me acostumbrando


se corresponde con las imágenes de ese Montevideo completamente vacío, con ciertos murmullos post dictadura que se ven en cada esquina del film. Hay una escena incluso, en que el plancha cuyo nombre no recuerdo se sube al Rock and Samba de un parque Rodó completamente desierto, y el tipo lo pone a andar por su cuenta, sin maquinistas ni otras personas de por medio. Parecería que todos están en un mundo atemporal, como si fueran últimos sobrevivientes y soberanos de un mundo vaciado, como si fuera una versión urbana del anárquico y desértico mundo de campaña.

Acá en esta casa viven mil
clavamos el tiempo en un cartel
somos como brujos del reloj
ninguno parece envejecer


Volviendo conmigo, fue recién un día después de Hit que pude hacerme con cinco discos de Cabrera: Con el tiempo en la cara, Autoblues, El tiempo está después, Viveza, Bardo

Suponía que me iba a gustar, pero no estaba preparado ante tal desborde de genialidad. Las canciones son muchas, y ciertamente Con el tiempo en la cara, aún siendo una recopilación (y siempre me opuse a las recopilaciones) me parece un disco que me deja los auriculares prendidos a los oídos como si fuese una sanguijuela alimentándose de todo mi flujo vital.
Desbordando barrios es un tema que puede hacer tambalear mi misantropía cosechada y albergada en silos por años, permitiéndome confiar en una unidad del pueblo mayor que cualquier campaña presidencial de izquierda; después de escuchar Con el viento en la cara le pregunté a mi padre dónde está mi bicicleta, este fin de semana me voy a ir a andar por las calles del Prado, Velvedere y el Centro, engrasando las cadenas y desempolvando caramañolas; Yo quería ser como vos debe ser una de las canciones más hermosas que se le puedan hacer a un amigo o un hermano mayor, si alguien me la cantara seguro que haría un papelón de lágrimas y mocos; Viveza es una de las canciones impresionistas más intrigantes que he escuchado en lo últimos años; la expresividad de la voz de Cabrera en temas como Informe sobre Valeria lo confirma como un verdadero actor de las canciones, evidenciando la miopía de la gente que lo considera un mal cantante; y después llega El tiempo está después. (escuchar el tema acá)
Es de noche, trato de terminar este post, quedándome pensando en una discusión que tuve con María. Repaso todo lo dicho, las cosas que se escurren en aquel momento y que dejan charcos por toda la habitación. Pienso en las muchas variantes de lo que me hubiera gustado decirle en aquel momento, y entonces, desde mi aparato de música aparece aquella canción, como si fuese un mensaje directamente dirigido a mí

La calle Llupes raya al medio
encuentra Belvedere,
el tren saluda desde abajo
con silbos de tristeza,
aquellas filas infinitas
saliendo de Central
el empedrado está tapado
pero allí está.
La primavera en aquel barrio
se llama soledad
se llama gritos de ternura
pidiendo para entrar
y en el apuro está lloviendo
ya no se apretarán
mis lágrimas en tus bolsillos
cambiaste de sacón.
Un día nos encontraremos
en otro carnaval
tendremos suerte
si aprendemos
que no hay ningún rincón
que no hay ningún atracadero
que pueda disolveren su escondite
lo que fuimos
el tiempo está después


Como para resguardarme de estos paralelismos que me dejan como las piernas de un boxeador sosteniéndose contra las cuerdas, me quedo pensando en el interesante manejo de tiempos, la idea de una canción que genera una melancolía anclada en el futuro y a la vez en el presenta, de la capacidad de Cabrera para pintar escenas, pero entonces llegan los silbidos de la canción Paso Molino, y un viento del Prado, de hojas secas y agua estancada en fuentes invadidas por enredaderas, entra de puntillas a mi cuarto. Sí, ya entro, está en mi cuarto, levanta ligeramente mis apuntes. Quisiera empujarlo, decirle que se vaya a otra parte, pero it keeps coming closer saying I can feel it in my bones.
Hasta intento apagar el aparato de música, borrar la canción, borrar esto que escribo, pero ya nada sirve, el otoño llegó, y se ha echado a dormir en el suelo.