Monday, August 31, 2009

This blog isn’t dead (it just smells funny)
Este post se demoró más de la cuenta. Es, más que nada, una recopilación, una miríada de conclusiones, delirios y lugares emocionales que he visitado en los últimos meses, por lo que no esperen una temática determinada, veracidad fáctica o un orden cronológico riguroso.

Sr. Lanari
Hace unas semanas, hablando con Polly en la cocina de mi casa tuve la necesidad de contarle sobre el señor Lanari. Por alguna razón había estado pensando en él todos aquellos días. Su imagen era un recuerdo que se me aparecía mientras reacomodaba apuntes de materias de las que probablemente olvidaría todo en un año o dos; mientras me subía el cuello de la campera, sabiendo que de ahora en más éramos yo, mi ropa y el invierno; o cuando me encontraba hincado en Tristán Narvaja, atándome los inmundos cordones que se habían arrastrado por el baño de La tortuguita. Aquella noche con Polly teníamos que hablar de un montón de cosas, pero ahí, nervioso en la cocina, sólo me salió aquel recuerdo, la historia del señor Lanari, o mejor dicho, el recuerdo que había construido del señor Lanari, aquel señor que conocí cuando tenía siete años. Cursaba segundo año de escuela y por el San Juan circulaba un material obligatorio de lectura y ejercicios titulado “Las cuatro estaciones”. Naturalmente, en la tapa había un cuadro de cuatro casilleros, con un sol radiante en la esquina superior izquierda, unas hojas tristes sosteniéndose de un árbol a la derecha, seguida por un paisaje crepuscular, invadido por la lluvia en la parte inferior, continuado por un prado repleto de flores. El señor Lanari era uno de los muchos cuentos que figuraban en el libro, y de aquel material lectivo, salvo la mencionada portada, es lo único que retengo en mi memoria. Mientras le relataba el cuento a Polly, comencé a darme cuenta de que había muchas, demasiadas razones para que aquello permaneciera en mi cabeza. Comencé a contarle aquella historia, la historia de un hombre hecho de lana, que un día tras enganchársele un hilo en los dientes de su perro, comienza a realizar sus actividades deshilachándose sin saberlo, a medida que va dando vueltas por la ciudad, con el carrete de lana tironeando y las piernas que comienzan a desaparecer, luego la cintura, después el cuello y los brazos. En la sala de proyecciones de mis recuerdos, el hombre llegaba a la casa de su abuela y ni bien toca la puerta, al pasar por el umbral, el hombre desaparece por completo. Para siempre. Si bien no recuerdo nada particularmente traumático al momento de leerla, ahora la historia me parece demoledoramente triste, sobre todo por aquella aparente inconsciencia del señor Lanari. Pero había algo más oscuro en el asunto. En mi recuerdo el señor Lanari iba a trabajar, compraba merengues, iba a buscar plata al banco, se tomaba un ómnibus. En aquellos trayectos me lo imaginaba hablando con personas, con amigos o empleados de turno, y ninguno de ellos se percataba de que hablaban con un tipo con la mitad de su torso desaparecido. Entonces, ahora que lo pensaba, ¿no había una cierta complicidad entre la ciudad y todos sus habitantes, para que el señor Lanari se desintegrara sin siquiera darse cuenta? ¿O era que el señor Lanari siempre lo supo, y simplemente cumplía con su destino final como un noble ciudadano, un lento y metódico kamikaze realizando el último mandato de un orden más elevado que su voluntad? ¿O, más que un último engranaje de un megasistema, no estaba diciendo en cierto punto “hey abuela, acá me tenés, entro a tu puerta, hice todo lo que se esperaba de mi, trabajé, te compré estos merengues, ahora mirá en lo que me he, me han convertido”? Las posibilidades eran infinitas y no tardé mucho en pensar aquel cuento infantil aparentemente inocente como una historia sobre la descorazonadora fagocitación de la subjetividad del hombre de clase media en las grandes urbes, una alegoría sobre el borramiento de la identidad individual en la cultura de masas del peronismo, o un tratado sobre la lenta desintegración psíquica en una sociedad de fracturadas redes vinculares. Incluso había pensado en aquellos casos de lentos suicidios en donde todos, incluso el mismo padeciente contemplan su lenta desintegración, sin nada que poder hacer al respecto. Pensé en anoréxicas sintiendo cómo su corazón se vuelve una fruta seca pegada y latiendo justo debajo la piel. Pensé en drogadictos, esperando aquel traspié que nunca llega, ese gramo de más que termina desgarrando la barrera, como la piel del señor Lanari. Incluso pensé en personas como cualquiera, matándose de a poco en trabajos que no les gustan, en mujeres que no aman, en casas que nunca llegarán a pagar. Pensé en todo esto y se lo conté a Polly. Le dije que si llegaba a ser psicólogo, inventaría un cuadro clínico llamado “síndrome Lanari”.
Como dije, de aquella charla pasaron unas cuantas semanas (ahora que reedito esto para el blog, unos cuantos meses). A Polly le había prometido alcanzarle aquel cuento alguna vez. Internet es un fiel servidor y comprendo que no hay que hacer ninguna excavación en apolillados libros del pasado para dar con el material. Ahora, justo antes de mandarle el link, leo el cuento de Ema Wolf y me doy cuenta de algo: el señor Lanari nunca llega a desaparecer por completo. Sí, estaba aquel perro, la hilacha enredándose en sus dientes, la panadería y la abuela, pero cuando Lanari llega a la casa, ella termina cosiéndolo de nuevo. No sé si sentirme contento por el pobre señor, o defraudado ante una historia mucho más amable, pero menos contundente. Pero ahora pienso en la necesidad de haber hecho desaparecer al señor Lanari, aquella oscura cofradía que mis caprichos hicieron con el recuerdo. Y pienso que esa necesidad de haberlo matado y levantar sobre su muerte un panteón de teorías, metáforas y engaños, como un cadáver al azar convertido en prócer, como ese cuerpo posiblemente paraguayo que acaban de decidir mudarlo de Plaza Independencia, hablan, más que del señor Lanari, o del capitalismo tardío, o del peronismo, del estado mental que he estado atravesando todos estos años.

Los bigotes de Dios
Estaba sentado con uno de mis pacientes, descubriendo quién era Sulma Lobato. Mientras miro el programa intentando contener mis ganas de destrozar el televisor a patadas o irme al Buquebús para poner una bomba en el canal América, dejo mi vista perderse por algunos rincones de aquel hogar de ancianos de la Costa de Oro. Cuando uno entra a un hogar de ancianos parece que se pusiera el traje de buzo y se sumergiera en el mar mar. Todo se mueve a otro ritmo y cuando uno menos lo espera, se encuentra a sí mismo hablando pausado, sentándose con extremadas precauciones de algo que nunca le va a pasar. Varias de las viejas (que es prácticamente lo único que hay) han resultado ser personajes muy interesantes o tragicómicos, pero me detengo en una señora en particular. Estoy sentado con mi paciente en un cuartito de TV improvisado entre las camas de unas de las viejas. Desde acá se puede ver parte del living comedor y una de las cocinas. Es al fondo que veo a una señora cuyo nombre desconozco. Desde que he ido ahí, la señora ha mantenido un mutismo férreo que adquiere otra dimensión con una apariencia bastante cuidada, incluso, bella para la edad. Pienso que en su juventud debió ser una mujer muy linda. Me doy cuenta de que me recuerda a Idea Vilariño. Estoy pensando en todo esto, con un ojo en ella, acostada con rostro duro y desafiante en la cama y el otro en ese travesti viejo que se pone a cantar un tema que aparentemente él mismo compuso. Llegan los avisos y me viene algo colindante con la alegría, aprovechando comentarle a mi paciente algunos aspectos sociales que se dan a entender en los mismos (siempre nos gusta bardear el aviso de fonopréstamos FUCAC). A todo esto, cuando termina la tanda y vuelve el martirio porteño escucho una voz desde la cama de la señora. Es ahí que me la encuentro recostada, con una sonrisa que nunca le había visto dibujada en el rostro. Hay un extraño movimiento que no logro descifrar en ella. Luego de unos cuantos minutos observándola, me doy cuenta de que está acariciando el aire. Es un gato imaginario, que está pegado a su cintura, al cual ella parece estar hablando con particular cariño. Pienso que en días fríos como estos, tener a un gato calentando la cama siempre es muy útil, aún así sea imaginario. Pero es ahí que afino el oído y escucho lo que dice la vieja. Le está hablando a Dios. Me cuesta un poco, pero termino comprendiendo que Dios es ese gato. La imagen me parece hermosamente desconcertante. No cabe dudas que la alucinación de la señora es sumamente megalómana. Llama la atención que los delirios místicos de caracteres megalómanos suelen pivotear entre sentir estar a completa merced de Dios, un mero pedazo de carne atravesado por sus rayos (como un elegido por él o como un condenado al cual intenta destruir) y ser Dios. Sin embargo, la señora le da una vuelta de tuerca a esta megalomanía que me parece fascinante: no necesita negar la existencia de Dios, sufrir sus designios u ocupar su trono: lo convierte en un gatito. Eso es lo que yo llamo tener control. A eso de las ocho tengo que ir a tomarme el COPSA. La imagen de estar esperando un interdepartamental en un camino de tierra, a las ocho de la noche en una silenciosa ciudad de la costa, con el cuello de la campera levantado, observando el vapor que emana de mi boca, mientras trato de aferrarme a algún tema suelto que tengo grabado en el celular, dan otra consistencia a todos mis pensamientos, que parecen ser los últimos o los primeros de otra cosa.
Pienso en la posible demencia de la señora, o en un mismo proceso psicótico recrudecido por los años, pero entonces me pongo a pensar de si no será verdad, si Dios no existirá realmente, siendo no otra cosa más que el gato imaginario de una vieja residente de un hogar de ancianos de la Costa de Oro.

Tres canciones: Heroes/I’ve got so much to give/Dancing with myself
1) Heroes, sólo por un día


Como gran parte de los hijos de MTV (más allá de que muchos de nosotros cumplimos el destino de Edipo a tiempo y forma), conocí Heroes por medio de la banda sonora de Godzilla, aquel tema curiosamente incompatible con la trama de la película realizado por los Wallflowers. Sabía que era un cover de David Bowie, pero por aquel entonces entre que toda mi melomanía era un embudo que desembocaba en la damajuana Radiohead y una homofobia latente típica de la edad, el camaleónico sir era un asunto bastante foráneo, del que poco me interesaba indagar, incluso teniendo conocimiento de aquel otro cover, The man who sold the World –interpretado por Cobain y cia- que en los círculos que me manejaba era prácticamente una institución. De hecho, Godzilla había desenterrado otro hitazo, Kashmir, de Led Zeppelin, pero Puff Daddy se encargó de hacer una restauración de aquel tema de una forma tal que equivaldría, dentro de una lógica de arquitectura y diseño, a tunear con luces de neón la Catedral de Chartres.
Más allá de la melodía que se te pegaba de una, el tema no me había llamado demasiado la atención. Las razones pueden verse a simple vista, un chico muy lindo (porque vamos a aceptarlo, debe ser de los tipos más lindos del rock que recuerde) haciendo promesas a su amada sobre un mundo creado a la medida de los dos, su own private world en el que puedan vivir como reyes, mientras que el verdadero mundo se va cayendo a pedazos (en el videoclip, Jacob Dylan canta sus quiméricas promesas mientras Nueva York es arrasada por Godzilla). El mito del amor como un lugar, un mundo cerrado en el que por un momento el entorno se difumina es un leit motif repetido desde tiempos inmemoriales, desde los griegos (con los dioses secuestrándose a las mortales llevándoselas al Olimpo –o al Hades) a los románticos (la promesa de la muerte como el otro lado del puente en donde los amores se reencuentras bajo otras reglas). Y si es un cable de cobre que circula subcutáneamente por toda la obra artística de los últimos veinte siglos, es posiblemente porque en el amor se reproduce casi invariablemente esa sensación. Ese momento de invulnerabilidad, el desfondamiento de la identidad para formar un constructo unitario con el otro, esos pequeños momentos de locura panteísta en que la idea de que todo mal del mundo puede resolverse en la medida de cuánto uno quiera a ese alguien, es casi un cristianismo en miniatura (después de todo, fé es amor, o eso dicen). Es así que cuando Jacob Dylan promete que él y ella serán héroes, sólo por un día, no está diciendo nada que no se haya dicho antes.
En los últimos dos años me he dedicado intermitentemente a desenterrar pequeñas perlas regadas por el genio de David Bowie. David Bowie es de esos ejemplares en donde el contenido llega a ser un momento de la forma. Y viceversa. No hay nada que haga Bowie que no remita a sí mismo, a ese mundo de ciencia ficción, lleno de glitter, sensualidad ambigua. Es, por así decirlo, un metamúsico. Pero Max Capote y Dani Umpi también lo son, entonces la cuestión de calidad no radica en ese mero hecho. Bowie, es antes que nada, un gran performer. Tiene una cualidad de saltar de un registro desafectivizado, alienígena, casi robótico, a momentos de intensidad histriónica, drag, humana, demasiado humana.
Y entonces sí, es extraño que recién ahora me tope con una canción del tamaño de Heroes.
La canción figura en el disco homónimo, el cual, junto a Low y Lodger forma parte de la llamada “trilogía de Berlín”, realizada por Bowie y Eno, en un estudio emplazado a solo unas pocas cuadras del famoso muro. Colocado frente al complejo e intrincado producto de laboratorio que es Low, Heroes es una fiesta, pero una fiesta con Bowie como anfitrión, que, como todos sabemos, tiene las credenciales de ser un evento muy diferente a todo lo que podríamos esperar.
Cuenta la historia de la realización del tema, que el mismo fue pensado como una pieza instrumental, un claro homenaje a los pibes de NEU! (en cuya discografía figura el tema “Hero”), frente a los cuales Bowie y Eno se babeaban hasta los tobillos –como cualquiera que supiera qué estaba ocurriendo en la música europea. De hecho, más allá del kraft aparentemente clásico (con ese estribillo bien marcado como médula osea de la canción), llama precisamente la atención el wall of sound, la serialidad del tema, en el mejor estilo motorik que habían acuñado los flacos de Dusseldorf. Pero volviendo a Eno, cuenta que al realizar el tema, por más que la letra fue insertada tiempo después, la palabra que daba nombre a la canción era precisamente algo que le resonaba cada vez que lo escuchaba. Y no puede estar más en lo cierto, más allá de una letra completamente romanticista, hay una sensación triunfalista a lo largo de la canción, en las guitarras de Fripp que son como rayos que atraviesan el tema, en esa línea de bajo repetitiva que es como el carretel que mantiene a la cometa a distancia prudente de la tierra. Y entonces pienso qué es lo que tiene Heroes de Bowie, que cuando la escucho me siento en una bisagra, a punto de hacer estallar todo lo que fui, soy y quise ser, mientras que la versión de los Wallflowers no me había generado nada en particular, más allá de ser dos temas más o menos isomorfos. Y las escucho a los dos, veo los dos videos de youtube, con las dos ventanas abiertas en paralelo y ahí me doy cuenta de que, precisamente, el punto central, el centro gravitatorio de la cuestión es Bowie, siempre fue Bowie. La versión de Dylan jr. es heroica, pero todo el sentimiento e imaginería son figurativos. Cuando dice and I, I will be king, and you, you will be queen, le está prometiendo algo en forma cifrada, tal como un enamorado que le escribe a su amada una cursi “te regalo la luna” sabiendo que realmente no podrá caer con tal regalo a la puerta de la casa. Y, sin embargo, cuando uno ve aquel otro video, con Bowie enfundado en una malla plateada, puede percibir que el inglés realmente cree que será rey, y tal es su convencimiento, tal es la emoción con que canta aquello, que le termina creyendo. Ese sentimiento, el de un lenguaje no metafórico, el de creerse la historia, es algo que se perdió y que difícilmente vuelva a encontrarse en el pop. Es esa noción, la forma en que grita casi histéricamente We Could be heroes, con puro sentimiento, pero a la vez con el cuerpo completamente rígido, como dispuesto a recibir el impacto de una ola sin atisbar a moverse, lo que radicaliza esa sensación romántica. Jacob es un lindo chico que sabe decir las palabras adecuadas, en el momento adecuado, por más que el mundo esté desmoronándose a su alrededor. Bowie está loco, parece estar gritándole desde el pórtico de la casa, prometiéndole todo esto a su amada, con la nave espacial estacionada en la esquina.

2) I’ve got so much to give, Barry White for president

“Es fantástico estar con ustedes, esta noche en Santiago de Chile. En America hemos escuchado mucho de Chile. Muchos periodistas me preguntaron si había oído de Chile antes. Déjenme decirles, cada uno en America ha escuchado hablar de Chile. Mientras mas trabajen como equipo, como una unidad, más será lo que el mundo escuchará sobre ustedes. No hay nada que la gente de Chile no pueda superar con unión, fuerza y amor”.
Con ustedes, Barry White.
Hoy en día, más allá de aparecer en un capítulo de Ally McBeal encajado en algún baldío de la programación de FOX, o servir de cortina musical para Intrusos (razón suficiente para que mi mente terminara desgraciadamente suturando You’re the first, the last, my everything con la imagen de Jorge Rial), la música del Barry no suena mucho por estos lados. Cuando aparece, suele hacerlo enmarcada en escenas de pelícla en donde el romanticismo es autoconsciente, al borde de la ironía. Algo así como “vamos a hacer como que estamos enamorados”. Así como con Let’s stay together, de Al Greene, o Let’s get it on, de Marvin Gaye (exceptuando el honesto uso que se le da en Alta Fidelidad), las canciones de White suelen aparecer en el cine como sobreevidencia de cierto aspecto cheesy de una aproximación romántica, una perspicacia retro de la película, algo para señalar cierto elemento ligeramente ridículo, pero aún así dentro de cierta empatía amorosa. Sin embargo, aquello no fue siempre así. En Estados Unidos ha circulado la idea de que el león negro de pañuelo omnipresente y peinados limítrofes entre lo funk y lo medieval (si no, fíjense en el video) fue, de cierto modo, una de las variables que tuvo repercusión en una explosión demográfica a fines de los años setenta. Algo así como el padre platónico de una generación entera. Por supuesto, aquello es una construcción mítica, pero todos los mitos tienen raíces que se entrecruzan con la realidad. En todo caso, lo que hay que preguntarse en la actualidad no es por qué no se escucha más a Barry White, sino por qué se lo ha dejado de escuchar como se lo escuchaba en los setenta.
Si uno ve videos como esta temprana presentación de Loves Theme, en donde vemos a Barry dirigiendo una sinfónica, revoleando la batuta con una alegría inmensa, mientras el conjunto de violines, las guitarras y los vientos tocan su partitura de una manera realmente suelta, pero a la vez disciplinada, uno puede percibir una forma diferente de producir y sentir el pop, algo impensable, intraducible en tiempos de las mash ups y protools, restos arqueológicos de un imperio perdido o enterrado. Siendo un movimiento que tiene muchos más genes en común con el punk de lo que la gente se imagina (el alegato a la fiesta, la sensualidad y cierto hedonismo –obviando la existencia de bandas como Parliament que eran ya definitivamente políticas- es un conjunto de valores también presentes en el otro género, solo que pintados sobre el lienzo en tonos menos luminosos) el disco suele ser un estilo, un mundo que sólo es livianamente apreciado en nuestra actualidad, limitándose a las loas borrachas que se le echan los 24 de agosto (noche de la nostalgia, no uruguayos favor de visitar el último post de Benito), o algunas radios de oldies oficinescas, que convierten aquellos temas en nada más que eso: meros interruptores de cierta sensibilidad secuestrada y vendida como cigarrillos al escucha. Sin embargo, cuando uno escucha discos enteros de Barry White (no un Greatest Hits, sino el disco como obra conceptual y plenamente significativa), se da cuenta de que ahí, en esa orfebrería emocional de cuarenta minutos, hay algo más que una mera prótesis erótica. Por trivial que suene un mero artífice de canciones románticas frente a Aristóteles o San Agustín, puede decirse que Barry encontró algo que siempre se había escapado como majuga entre las manos de filósofos, religiosos, escritores y científicos: en su música se halla una divina proporción alquímica, capaz de unificar los placeres de la carne y lo amoroso, sublimado en pura espiritualidad. El homo sentimentalis, fascinado con su imagen especular, sabe interpretar uno u otro rol, pero no los dos a la vez, y con el tiempo esta alienación mutua, esta brecha, se fue ensanchando, como si se fueran dinamitando las dos orillas de un cañón. Como prueba de esto, basta ver qué poco espirituales suele ser la representación de sexo intenso en el cine, y cuán aburridas y poco calentonas suelen resultar las representaciones de gente “haciendo el amor” (como imagen paradigmática, podría citarse la desfloración enamoradiza de Tara Reed en American Pie, posiblemente una de las escenas de sexo más sosas de la historia). Pero con Barry White -quizás sólo exceptuando Serge Gainsbourg-, es distinto, y a uno se le enciende una cierta llama en donde el mundo se convierte en una máquina que bombea sangre a lo loco al corazón, al cerebro y también más al sur.
Pero todo esto venía al video que adjunté arriba. Es 1979 y Barry White es invitado a un show de televisión chilena. No me parece necesario indicar los momentos que vivía chile, sumido a una de las más sangrientas dictaduras latinoamericanas, con el DINA funcionando como una máquina jodidamente aceitada y con Pinochet con sus plenas potestades como Presidente de la Junta Militar de Gobierno. Es decir, Barry White cae a un programa chileno, en medio de plena violación a los derechos civiles, pero él es un entertainer, y está hecho precisamente para esto: entretener. El mensaje adjuntado arriba es de lo más vago, casi inentendible ¿Qué significa eso de trabajar juntos? ¿Trabajar como una unidad con quién? ¿A quién le está hablando? ¿Al pueblo? ¿A los militares? Son de esos discursos tan políticamente vagos que sus coordenadas resultan completamente invisibles. Es ahí que lo primero que uno piensa es que:
a) Barry White no tiene puta idea de dónde está, por qué está y qué está pasando en Chile (por más que todos en América saben lo de Chile)
b) Barry White quiere solidarizarse con el pueblo chileno, pero tiene tanto miedo de lo que le espera detrás del coortinado del evento, que opta por comunicarse por un sistema de símbolos no compartido por nadie de los allí presentes
c) Barry White está de vivo, y todo el discurso es una joda bastante cínica.
Veo nuevamente el videoclip y acto seguido me pongo a escuchar I’ve got so much to give. El disco debut de Barry es glorioso. Luego de ser compositor y director de la descomunal orquesta Love Unlimited, Barry (que todavía no la había pegado con las bombas Never, never gonna give you up o Can’t get enough of your love –ahora que lo pienso, qué títulos largos suele elegir el negro), elabora un disco perfecto, tan perfecto que podría ser considerado conceptual. Es en esa escucha que me doy cuenta de cuán perjudicados somos los que accedemos a ciertos músicos por medio de sus Greatest Hits. En el compilado que me había comprado a mis quince años (que me pasaba horas escuchándolo con mi madre, en esas hermosas fraternidades espontáneas que muy de vez en cuando se logran con los padres cuando uno es adolescente) aparecían algunos temas que están regados en toda la discografía, pero están cortados, simplificados. Es decir, quitan introducciones, acortan puentes, borran algunas pistas de la voz de Barry para que el tema quede más redondo. Comparando las dos versiones a uno le viene la misma indignación que sienten los cocineros italianos cuando alguien les corta sus spaghettis (assessino, assesino!!!), se da cuenta de cuánto se pierde en ese ajuste a ultranza para el formato radial. La música hipersexualizada de Barry White es como el foreplay de todo buen sexo: tiene que estar. Los recitados sobre todo, tienen un valor que se resignifica a mitad y final de la canción. En lenguaje pornográfico, es como una escena sin cumshot, en el tango arrabalero, es ese chan chan que ordena y da la puntada final, el punto de una oración que da sentido a una sentencia. Y es entonces que cuando escucho a Barry llorando “Oh Darling, can’t you see that I/ I got so much to give tou you my dear/ It’s gonna take a Lifetime/ It’s gonna take years”, y me doy cuenta: todo lo que dice en el show chileno tiene sentido. En Barry White, tal como en las promesas de Bowie, el amor no es algo figurativo. Es una sustancia, algo tan palpable y real que podría ser descubierto en materia física, tal como la libido en forma líquida que buscaba Wilhelm Reich en sus pacientes. Es completamente absurdo comenzar a plantear disquisiciones acerca de cuál es la postura política de White, porque precisamente, él no es más que un militante del amor, el amor a secas, entre los seres humanos, de cualquier forma posible. Uno puede reprochárselo, pero como bien se sabe, uno no cree en lo que ve, sino que ve lo que cree, y en el lóbulo occipital del negro, el cromatismo y la espacialidad no se dividen en blancos y negros, izquierda o derecha, sino en más o menos amor. Puede parecer iluso, incluso peligrosamente infantil, pero lo que dice White no es una vaguedad, es la un determinado mundo presentado como una posibilidad.
Un mundo que por momentos seres neuróticos como yo logran ver por detrás de una banderola, pero parado sobre dos sillas colocada una sobre la otra, a punto de desnucarme contra el bidet.

3) Dancing with myself, epílogo escrito una noche de mayo


por

Son las cuatro de la mañana y Bluzz está que arde. Es precisamente el momento más gay del disc jokey, que casi como por decreto suelen ser los momentos más divertidos de cualquier fiesta. Minutos atrás sonaba Boys don’t cry, y por un momento, al sentir el título coreado por toda la gente, muy por encima de la angustiante voz de Robert Smith, sentí ese momento, esa corta tribulación, ese distanciamiento momentáneo en que uno cree estar en el lugar indicado, en el momento indicado. No mucho después la gente bailaba con Hand in glove (de los Smiths) y yo me preguntaba si no era así, o muy parecido el boliche que quiméricamente planeaba y rediseñaba con amigos de liceo. Y ahora suena un tema de Erasure que nunca me gustó, pero que lo coreo como si fuera una loca pasada de anfetas en Ibiza.
Esto es nuevo, che.
Para un chico tan poco comprometido con todo lo que vincule a lo motriz (jugar al fútbol nunca lo hice desde una posición demasiado exquisita y tampoco fui buen guitarrista, ni un gran dibujante –y ahora me veo y mientras escribo esto me doy cuenta de que lo único que se ha ejercitado en dos semanas son los cuatro dedos que utilizo para escribir esto que escribo-), bailar siempre fue un medio a algo, nunca un fin en sí mismo. Durante una larga campaña bolichera de mi adolescencia por un momento llegué a bailar cumbia de una manera relativamente aceptable. Luego vino mi noviazgo de cuatro años, y con el fin consumado en sí mismo, no había medios sobre los que me detuviera.
A una semana de haber roto con María, fui a una fiesta de unas amigas con las que suelo encontrarme de una manera más intermitente de lo que los tres deseamos. Todavía estaba hecho un saco de nervios y me había propuesto limitarme a permanecer ahí, tomar algo bastante tranquilo, evitando cualquier salto de tapón que me dejara llorando como un condenado. Pero las mellizas son una luz y me hacen sentir tremendamente cómodo desde el mismo momento en que piso el faro (el boliche en cuestión donde se estaba celebrando su cumpleaños). Ahí veo a la gente bailar, veo cómo las cosas cambiaron. Como un soldado que vuelve de la guerra sorprendiéndose e indignándose acerca de todas las cosas que cambiaron en el país del que tuvo que partir, me quedo completamente anonadado con la relevancia que ha adquirido el reggaeton. La cuestión es que en materia de medios y fines, el reggaeton es una herramienta áurea para quien sepa y esté dispuesto a bailarlo como se debe, pero una cagada para quien no esté dispuesto a asumir el riesgo de su franeleo y ciertos movimientos espasmódicos que no suelen caracterizarse por la cadencia de la cumbia. Es decir, si el reggaeton se llevara hasta sus últimas consecuencias, sería el paraíso jamás soñado para alguien que considera el baile en función de la posibilidad de franeleo que puede tener con una mujer. Pero en Uruguay hay un problema de logística y aplicabilidad. Casi nadie está dispuesto a asumir el riesgo y lo que terminás obteniendo es un baile mucho más distante que el que te permitía la vieja y querida cumbia (sobre todo en su versión del norte del Río Negro, haciendo el 2-1 con tu pierna entre las gambas de la mina). Es así que era un entorno bastante difícil para alguien como quien escribe.
Pero fue casi inesperadamente, de una manera que me tomó por el cuello, que un día me vi reflejado en la ventana de Bluzz, bailando justamente solo Dancing with myself. Estuve bailando con los ojos entrecerrados, cada tanto espiándome a mi mismo, pegando saltitos, cantando a grito pelado Oh-oh-oh-oh!, con las manos en alto. Era posiblemente la primera vez que el bailar era un hecho que valía por sí mismo, como el querer en Barry White, como el soñar en David Bowie, como hacerse una paja en Billy Idol.
Dancing with myself es la dimensión más cercana que tengo de lo festivo. Es un tema perfecto, es una canción que, así como ciertos temas de Leonard Cohen sólo pueden haber sido escritos por un veterano, sólo pudo haberlo compuesto alguien cercano a los dieciocho. Hoy en día todo lo de Billy Idol suele parecer retro, pero sin embargo, ese tema no.
Todavía en Bluzz, me hago paso y con un vaso de Jameson en la mano a pedirle al Tuco que ponga Rebel Yell, otro de los famosos temas de Billy Idol. El Tuco, con esos lentes delante de la peluca mod (o como pueda llamársele a eso) asiente con la cabeza y me dice que con mucho gusto, que en unos minutos lo pone. No sé si estoy feliz, si quiero como un hermano a este tipo con el que nunca hablé en mi vida o si sencillamente estoy en pedo. O todas a la vez. Ni bien vuelvo a la zona de baile pienso en que una vez hablé mal de ese tipo, con esa mala característica de juzgar a los músicos por su música (ahora que recuerdo, ya en este blog di unos cuantos palos a Astroboy). Pero capaz que este reproche es también por el pedo. O ambos. Y ahora suena. Por más que sé que lo puso el Tuco, y que lo hizo porque yo se lo pedí, cuando escucho la intro de órgano de Rebel Yell, lo siento como una señal, algo que viene de un más allá o de un más acá, tan acá que no lo puedo ver (como Goethe a la muerte, tal como dice Kundera en La inmortalidad). Y me pongo a bailar. Salto, muevo los pies, siento que bailo bien, sobre todo porque bailo tan mal como el resto de la gente que me rodea. Y los veo bailar con los ojos cerrados, coreando el “more more more!” levantando el puño al cielo. Y mientras todo esto sucede, pienso si lo están haciendo por verdadero placer, el placer en sí mismo que representa para mí estar bailando esto, o esa ligera distancia, esa leve ironía de enmascararse dentro de la sensibilidad que no es la de uno, como cuando temas atrás, cuando estaba bailando A little respect. Zizek en un artículo sobre Hitchcock dice:
“Consideremos el que es probablemente hoy en día el caso más notorio de fascinación nostálgica en el cine: el cine negro norteamericano de la década de 1940 ¿Qué es exactamente lo que tiene de fascinante? Está claro que ya no podemos identificarnos con él; las escenas más dramáticas de Casablanca, Asesinato, My Sweet, Traidora y mortal, hoy provocan risa entre los espectadores. Pero, sin embargo, lejos de representar una amenaza para su poder de fascinación, este tipo de distancia es la condición misma de ese efecto. Es decir que lo que nos fascina es precisamente una cierta mirada, la mirada del “otro”, del espectador hipotético, mítico, de la década de 1940, que se supone era todavía capaz de identificarse inmediatamente con el universo del cine negro (…) nos fascina la mirada del espectador “ingenuo” mítico, el que era “todavía capaz de tomarlo en serio”. En otras palabras, el espectador que “cree en eso” por nosotros, en lugar de nosotros. Por esa razoón, nuestra relación con el cine negro está siempre dividida, escindida entre la fascinación y la distancia irónica: distancia irónica respecto de su realidad diegética, fascinación con la mirada”.
Me pongo a pensar que la mayoría de la gente que está bailando, está bailando precisamente frente al escucha hipotético de esos temas, es decir, el escucha que era capaz de tomarse el show de Billy Idol en serio. Uno ve el videoclip, ve los peinados, la muñequera de tachas, el maquillaje en llamas de la tecladista, el guitarrista particularmente hiperactivo y no puede dejar de pensar que para alguien, un fan, un adolescente que tapaba el sol de la ventana con un poster de aquel platinado enfundado en cuero, un niño que ensayaba aquella mueca labial a lo Presley, alguien que como yo, ahora, sintiendo estar en el lugar adecuado, en el momento adecuado, en algún momento de su vida eso fue algo pleno de significado. Y el descubrimiento jodido de la noche es que, justamente, Rebel Yell es algo pleno de significado para mí. En la forma en que canta Idol, en la forma de agitar su puño al cielo, en la forma en que abre las piernas el guitarrista en pleno salto, hay una verdad que vale por sí misma. Y yo me pregunto si soy solo yo, o si soy sencillamente un borracho perdido en la caverna platónica, creyendo que es verdad, verdadera verdad y no juegos de luces y sombras, lo que veo y escucho. Y pienso esto y me pido otro Jameson, y la gente baila y suda, y yo pensando sobre Zizek mientras dos minas se ponen a apretar al lado mío, pensando en Zizek mientras la gente entra a los baños de a seis, pensando en Zizek y dándome cuenta de que voy a postear sobre todo esto desvelándome una vez más, sorprendiéndome ante el dolor del brazo torcido de reconocer que me gusta la Ronda, que me gusta Bluzz, de que ya me es casi absolutamente necesario terminar en estos sitios, cuando meses atrás, en este mismo blog los andaba puteando, y entonces me doy cuenta de que está bien no resistir un archivo, y que todo lo que haga, todo lo que hagamos los que estamos bailando acá es correcto, que tenemos razón por el simple hecho de ser jóvenes, de que vamos a ganar, ganar algo que no sé si es una guerra, un partido o un perdón, y ahora se acerca una mina y antes de que me presente ella dice que sabe quien soy, y dice Kanopa sin la esdrújula falsa que le encaja todo el mundo, y la tipa de la nada se me pone a recitar de memoria las primeras tres carillas de El pozo y lejos de fascinarme aquello, me viene una súbita sensación de miedo que me hace salir de ahí, buscando a Ezequiel para contarle algo que probablemente ambos trataremos de recordar en el Messenger al día siguiente sin dar en el clavo, sabiendo que en Canelones y Ciudadela los animalitos se comen todas las miguitas con las que uno marca su camino de regreso, y pienso en un cuento y un final precioso que probablemente también me olvide ni bien llegue a mi casa, y pienso que todo esto tengo que anotarlo, que este fanatismo por recopilar todo quiere hacer de mi una puta caja negra y no una persona, pero entonces ya estoy haciendo un scandisk mental y me pongo a recordar gente de la vuelta, una especie de álbum fotográfico babilónico, mejor, un álbum de figuritas Panini con el Tüssi, Jelen, Eze, Marques, Víctor, Felipe Reyes, Chichi, tengui, tengui, falti, y mi cromo perdido por ahí, como una figurita agregada, con cascola en vez de autoadesivo, me imagino abriéndolo en diez años, y me doy cuenta de estar sintiendo una nostalgia por un presente que ni siquiera se acabó, reprochándome por aquello en silencio, rogando por no convertirme en una de esas personas que encuentran cualquier excusa para hablar sobre qué geniales eran cuando iban a Juntacadáveres y todavía eran jóvenes, como si fueran Onettis perdidos intentando hacer caminar a sus respectivas Cecilias por Eduardo Acevedo y la Rambla, y trato de ordenar todo eso y recuerdo a Martín Batallés encontrando a unas cuadras de La ronda la cabeza cerceanada de una tortuga de tierra, y recuerdo a un Frankenstein-raver-esquizo-gay-kitsch-lumpen-colorinche diciéndome a las seis de la mañana, en una casa desconocida, que su diosa favorita es Cali, y recuerdo una noche con Darío, en plenas vacaciones de carnaval, presenciando la casi inexistencia de gente y la penumbra en que había quedado Ciudadela tras el robo de unos cables de luz, y esa sensación de estar festejando un cumpleaños sobre las ruinas de un apocalipsis del cual quedaron no más cincuenta personas, y recuerdo una noche calurosa interrumpida por un súbito vendaval, con todo el mundo de los tablones metiéndose para adentro, todos agolpados en la Ronda como refugiados senegaleses en el cuarto de máquinas de un buque serbio, mirando mojados, molestos, borrachos y/o contentos cómo caía la lluvia, observando afuera la torpeza de la gente escapando de algo de lo que su cuerpo está conformado en un 90 por ciento, de las botellas de cerveza vacías llenándose de agua destilada, mientras adentro suena un tema de Bonnie Prince Billy cuyo nombre siempre me olvido, y entonces sé que la noche terminó y que debo irme a mi casa, despedirme de Ezequiel y de Mariana, a quienes no encuentro porque estoy borracho, o a quienes no encuentro porque estan borrachos, o que no nos encontramos porque estamos borrachos, y entonces desisto y emprendo camino, haciendo eses por Canelones, recordando que el caminante por silbar en la oscuridad no deja de estar solo, y ahora sintiendo Brilliant Disguise de Bruce Springsteen retumbando en mi cabeza y en el plexo, como si esa canción me la estuviese cantando a mí, como si The Boss, con su guitarra en mano, materializara en su misma persona, en su "Tell me what I see/ when I look in your eyes/ is that you baby/ or just a brilliant disguise" un coro griego que estuviese resumiendo parte de mi vida o dándome ánimos desde un más allá, en el mismo drama que me fui constuyendo, en el darme cuenta de que acabo de pasar por la puerta de su edificio, pensando en normas, fases, autoexigencias, en el terror de encontrar demasiado pronto algo que uno no buscaba, en que voy a dejar de escribir este post para llamarla por teléfono.