Thursday, September 23, 2010

Antes del crepúsculo, 29/09/10

Hace más de un año, me había levantado con una resaca como pocas, sintiendo mi cerebro como una boya flotando en una bolsa llena de agua (bueno, más bien llena de grappa con limón). Cada poro de mi piel exudaba el olor a todo lo que había tomado y comido en el Santa Catalina, y mis planes para el día que entraba como flechazos por las rendijas de mi persiana no variaban más allá de a qué lejanía de mi cama debía colocar el balde previsor. Tal jornada hubieras sido un simple hecho borrable, o un mero recurso para retratarme de una manera bukowskianamente halagadora, pero fue justo en esa tarde que tres amigos míos me convencieron de acompañarlos al centro, y de paso meterme en los Fondos Concursables del MEC, frente a los cuales tenía poco interés en participar, básicamente porque sólo poseía una copia de mi novela y me faltaban las fotocopias, la versión digital y el hígado en su debido funcionamiento para emprender los trámites de inscripción que vencían ese mismo día. Por cuestiones del destino, terminé cediendo a los argumentos de mis amigos (que no eran muy sólidos, pero que parecían mejor que estar en un barco vikingo perpetuo el resto del día) y armado de unas hojas impresas en computadora, una bolsa de galletitas y una Gatorade para hidratarme (lo de que es la bebida de los deportistas es puro cuento, cuando vean a alguien tomando una Gatorade, estén 90% seguros de que esa persona tuvo una horrible mañana de resaca) probé suerte en uno de esos tantos concursos de los que nunca había recibido noticia alguna.

Unos cuantos meses después, miraba un concierto de Tom Waits junto a Santiago Casalás cuando me llegó la noticia de que mi novela era una de las ganadoras de los fondos.

Antes del Crepúsculo (no confundir con la delirante “Del crepúsculo al amanecer”, con la hermosa “Antes del atardecer”, o con esa reciente mariconeada de vampiros y licántropos teens) es producto de dos años de trabajo ya bastante lejanos (la comencé a escribir tres años atrás, en unas vacaciones obligadas en México y la terminé dos años después, luego de someter a la obra a una serie de amputaciones y transformaciones que harían babearse a Cronenberg), pero sobre todo de esa tarde que me atreví a retar a mi propio organismo a una larga y calcinante caminata por el centro y Ciudad Vieja.

El miércoles 29 estaré presentando Antes del crepúsculo, a eso de las 19:00 hs, en Café La Diaria (Soriano y Ciudadela). Siendo el jazz cable conductor que atraviesa la novela (y que también supo hacerlo, en cierto momento a este blog), me pareció buena idea agasajar a quien vaya con la presencia de Gustavo Villalba, excelente saxofonista que estará tocando junto a un pianista algunos hermosos temas (como vi que ademas del saxo alto toca el soprano, estuve tratando de convencerlo de que toque My favorite things, de Coltrane). La presentación será también a cargo de Leandro Delgado, quien no sólo es co-creador (junto a jntkdvr) de uno de los mejores blogs uruguayos, sino que es escritor de una de mis novelas de isla desierta, Adiós Diomedes.

Se van a vender ejemplares de mi novela allá mismo (al igual que los materiales de los otros ganadores de los Fondos, entre ellos, mis amigos Ramiro Sanchiz y Horacio Cavallo), aclarando que también pueden comprarlo en bastantes librerías por las que está circulando (creo que hasta la he visto en el Shopping Punta Carretas, así que no debe ser difícil de conseguir).

Quien le haya gustado alguna vez este blog (que sí, que lo tengo algo apolillado), quizás le pueda interesar leer el libro, o tomarse algunos vinos conmigo. Están todos invitados.

Dejo abajo el texto de contraportada de la novela para los interesados:

“Punto muerto, la púa sigue rebotando en el mismo lugar, la música desapareció y mis Mingus-somas comienzan a ser fagocitados por otras células, células del silencio, por antonomasia. Cadenas de carbono formadas por la música se van desintegrando, se desploman sobre sí mismas, y sobre su cadáver se forman otras cadenas de carbono, las cadenas del silencio, las cadenas del sonido del extractor de aire, las cadenas de los tacones altos de la vecina del octavo piso”. A quien escuchamos no es a un científico –o al menos, eso no lo sabemos-, sino a un jazzista en el pico de su carrera (pero desde el que no puede ver el cielo, sino un inmenso precipicio). Antes del crepúsculo es el testamento de un hombre acorralado entre dos voces: la suya propia, voz-machete con la que intenta abrirse paso a través de las trampas que ella misma va sembrando; y la de su saxofón, un grito ensordecedor convertido en una nota invariable, que comenzó a sonar independiente de la voluntad de su ejecutante. Son estas voces las dos aspas de la picadora de carne que Dexter Dawn intentará atravesar, para llegar al otro lado. Pero antes de ellas se levanta un París encajonado, una habitación azul, un misterioso músico islandés, la prensa sonámbula, Kath, un conejo despellejado, duelos, un Chevrolet Impala estrellado y el jazz, cable conductor pelado sobre el suelo mojado de esta obra.

Sunday, May 02, 2010

Queremos tanto a Richman*

*esta es la director's cut de una nota a editarse en el próximo número de Revista Guita. Acá el link de la revista

Nunca me había ocurrido de poder presenciar a un músico o banda internacional en el pico de mi fanatismo. De esos toques en los que uno se siente en la caja de resonancia del mundo, donde uno, más que espectador, se siente testigo. Las únicas veces que me ocurrió algo semejante fue con Buenos Muchachos (un toque en donde por un momento sentí el suelo del difunto BJ arquearse –literalmente- al ritmo de un pogo durante la canción Temperamento) y Fernando Cabrera (una presentación en el Solís de la que recuerdo tener la piel erizada casi la totalidad del show, como si pudiera despellejarme con la facilidad de quien extrae con una cuchara la nata de un café con leche).
Todos esos momentos han sido y serán, de una forma u otra, hitos fundacionales de estructuras que siguen viviendo en mí.
Ahora bien, los músicos internacionales siempre llegaban demasiado tarde. Parecía que cuando por fin me visitaban, ellos o yo, o algo entre ellos y yo había cambiado.
Cuando viajé a Punta del Este para ver a Bob Dylan, prevalecía en mí una voz interior que me decía “estás viendo una de las últimas leyendas vivas del siglo XX”. Pero era solamente eso, un ajuste de cuentas simbólico, un nuevo pino en el bosque de la historia meado por mí.
Del toque de Radiohead en Buenos Aires, me volví en un Buquebús repleto de gente, satisfecho, pero con la triste sensación de que aquello que a mis quince años hipotetizaba de cambiar mi vida, no me generaba más que una verdadera, aunque efímera satisfacción, como quien logra por fin estar con la chica más linda del liceo, dándose cuenta que ya no es tan linda y, más importante aún, que ya no hay compañeros de liceo para demostrárselo.
Con Mars Volta, más o menos lo mismo, además de que los agarraba en una seguidilla de discos bastante flojos –y sin su primer baterista, que era lo verdaderamente sobrehumano que existía en los peludos de El paso-.
Finalmente, con Cat Power la situación era un poco distinta; mi amor, platónico, fetichista, baboso, quimérico, adolescente, inmaduro, entomólogo, hacia ella no había cambiado, pero aquella persona que yo veía comerse el escenario entero, introduciendo hermosos bailecitos descoordinados dentro y entre cada canción, no era la Chan Marshall de The colors and the kids, la Chan Marshall que se ahogaba con su cerquillo mirando hacia abajo mientras cantaba Metal Heart, la Chan Marshall andrógena que escribía canciones sobre abortos, la Chan Marshall frágil, como un pajarito que se acaba de caer del nido y que te hace pensar que vos, con tu amor de escucha, de espectador, de fan, sólo con ese amor, la podés salvar. No, la de aquel 2009 –y que vuelve a nuestras latitudes ahora nomás en mayo- era distinta, una Marshall que ya había fortalecido sus alas y que planeaba majestuosa, pero independiente de nuestra ayuda, con esos satinados temas r&b que distaban mucho del hondo dolor de aquellas composiciones folk sacadas del fondo de un aljibe.
Así que cuando me enteré que llegaba Jonathan Richman, mi sorpresa se multiplicó hasta lugares inesperados. Porque, como si se hubiese puesto en marcha una extraña sinergia entre Jonathan y yo, en los últimos meses no había parado de escuchar discazos como “I, Jonathan”, “Her mystery not of high heels and eye shadows”, o “Not so much to be loved as to love”, sirviendo sus canciones como una especie de colchón emocional que venía alivianando el impacto que me generaba la caída del verano (¿pero es la caída del verano o la caída del otoño?, nunca me quedó claro, así y todo, las dos imágenes valen por sí mismas).
En resumen, el concierto me agarraba en la mismísima cresta de la ola.
Supe que iba a ser un toque importante desde una primera anécdota que surgió horas antes de que comenzara el mismo. Iba caminando por la ventosa Chucarro (una calle curiosa, en donde a la altura de Martí se abre hacia la rambla, como si cayera al agua misma, generándose un extraño pasadizo en donde el viento del mar sube como las vías de los trolleys que siguen sobresaliendo del asfalto) rumbo a la casa de Cecilia, prima espiritual de mi novia, con quien había quedado en juntarme para ir al concierto a realizarse en La trastienda. Ya habiendo tocado timbre a su portero eléctrico, esperaba de espaldas a su edificio, observando con extrañeza la fachada de El Bacilón cerrado –era martes-, aquel extraño aire fantasmal, a almacén tapiado que tiene cuando no está rodeado por sus parroquianos mandíbula de pitbull regados alrededor de su epicentro como pescados en la orilla tras el derrame de un barco petrolero, cuando me percato de que no tengo la entrada conmigo. Me fijo en el morral y en los bolsillos del pantalón varias veces. Son esos momentos en donde uno empalidece, tocándose todas las partes del cuerpo como si estuviera bailando una Macarena frenética. Justo en pleno baile me agarró Cecilia, que bajaba con una tranquilidad que yo, por las circunstancias, sentía de otro mundo. Intentando mantener la compostura le dije que no encontraba mi entrada, que teníamos que volver a mi casa para revisar si la había dejado ahí. Decidimos volver tomando exactamente el mismo camino que había emprendido en la ida. Mi cabeza elaboraba intrincadas conjeturas, incluso me contentaba con un comienzo incipiente de alzheimer , pero temía justamente lo más probable, que se me hubiesen caído del bolsillo y que en ese preciso momento estuvieran volando por Martí, por 26 de Marzo, por la misma rambla o por la calle Burdeos, quién sabe. Que estuviera flotando como un muerto en las fauces de alguna sucia boca de tormenta, también. Pensaba en cosas como que si había perdido la entrada quizás era una señal, quizás en una de esas La Trastienda entraba en llamas y el toque de Richman se convertía en un Cromagnon versión uruguaya. Fue en medio de esa crisis ahogada –realmente no recuerdo una sola palabra de lo que estaba hablando en aquel trayecto de dos cuadras-, cuando escuché la voz de Cecilia decir “Agus, mirá ahí”. En el suelo, sereno, intacto, el papelito rosado y rojo que me esperaba como un niño perdido en la playa. Casi sentí como si no hubiese sido yo, sino la entrada la que me había encontrado.
Me prometí que nunca más llevaría una entrada en el bolsillo, le prometí a Cecilia futuras cervezas de agradecimiento, supe que esta vez, era el destino.
No soy bueno con las estadísticas, pero La trastienda estaría unos tres quintos llena. De los allí presentes, la mayoría no había seguido tan de cerca la trayectoria de Richman, generalmente centrándose en sus primeros años delante del micrófono de los Modern Lovers, por lo común metiendo mano en el cajón de sastre de lo que suele decirse en cualquier nota sobre la música de esta banda: el carácter de formación pionera del punk, su amistad con la Velvet Underground, su papel en la escena neoyorquina de principios los setenta. Sin embargo, abarcar a Richman en su papel de pionero del punk es como esa frazada corta que te deja destapado el pecho o destapados los pies. Si bien el álbum debut de Richman y compañía tenía ciertos manchones de oscuridad, difícilmente pueda homologarse lo que hacía la banda –y sobre todo el resto de las composiciones subsiguientes de Jonathan- con lo que hacía la Velvet, los Dictators, los New York Dolls, o lo que haría Suicide, los Sex Pistols o The Damned. Si uno entra en plan de encontrar gritos antisistema, odas al hedonismo y aliento parricida, se queda completamente desconcertado al escuchar a Richman. Porque Richman toda su vida ha sido un iconoclasta, algo que rompe todos los moldes de la rebeldía estatuida –y empaquetable- del punk, un camino seguido con una férrea linealidad que nunca tomó la forma de militancia. De alguna forma, Richman nunca se colocó en ninguna de las aristas de rock. Ni en la dionisíaca faceta del rockstar, ni en la conmiseración geek, facilonga y filistea de los músicos indie actuales (porque, vamos, canciones dolorosas como Plea for tenderness son mucho más que eso). Y esto es algo que se pudo sentir desde el mismo momento que Jonathan llegó a la Trastienda, a pie, por Fernández Crespo, con la guitarra bajo el brazo. Mientras Hablan por la Espalda lo taloneaba con el cambio puesto en segunda, Jonathan permaneció en el hall, hablando con la gente que lo abordaba sin ocurrírsele a él ni a los otros mucho que decir, más allá de pedirle algún tema, o comentarle lo huge fans que eran.
Llega Richman al escenario, saca su guitarra del estuche y afina fugazmente. Su único compañero es el batero Tommy Larkins, con quien ha mantenido la formación de dúo desde hace varios discos. Su guitarra es una criolla, no está conectada al equipo, ni siquiera tiene correa.
Comienza a tocar y empieza la magia.
La particularidad del show de Richman es lo inimitable que es. Uno puede ver a músicos hipertécnicos, bandas prog o powermetaleras desafiando la capacidad humana de velocidad y oído, y sin embargo siempre sabe que en algún rincón del mundo, en alguna academia mohosa y perdida, en un sótano lleno de posters y fósiles de computadora, o en el húmedo hacinamiento de un bloque de apartamentos comunales hay un estudiante prodigio japonés, un luthier búlgaro, o un pendejo chileno fanático del cine de Lucio Fulci que puede igualar o superar a su maestro. Los blueseros o jazzeros dirán, en su defensa, que la maestría técnica no importa, que lo inigualable, su propia marca de fábrica, es el swing. You ain’t got no swing, le dirá el negro experiente con una ligera mueca de desdén en sus labios al chico que se acerca con sus ojos brillosos y su demo en la mano. Pero lo de Richman trasciende la técnica, la proeza y el swing y se vuelve algo mucho más complejo y a la vez transparentemente sencillo: lo que tiene Richman que el resto no tiene y que no van a tener es que, justamente, es Jonathan Richman. Nunca en mi vida vi de forma tan clara alguien cuya presencia escénica y su obra entren en sincronía de una manera tan perfecta, de relojería suiza, de homeostasis orgánica. Porque no es sólo la voz nasal de Richman, sus letras nostálgicas sobre las fiestas en los cincuenta, su mirada a veces perdida, la ternura con que agradece a los aplausos, su físico de niño atrapado en un cuerpo de un metro ochenta, aquel acento sedimentoso al hablar español, los instantes en donde se aleja del micrófono, sin importar que no se escuche, bailando de una forma que nadie se atrevería, o que de hacerlo lo haría en otra clave, con una tongue in cheek que indicara que está bromeando. Es algo más, algo que se muestra en cada tema como el resto arqueológico de algo perdido, de una polis que posiblemente nunca existió, pero en la que hubiera sido hermoso vivir, de un vínculo de amor instantáneo, diferente de todo lo que pueda haber generado cualquier otro músico igualmente impactante, como la intensidad de Jerry Lee Lewis parado sobre el piano, de James Brown abriéndose de piernas en el Apollo, de Johnny Rotten ofreciéndose como carroña a los escupitajos y las botellas arrojadas en los últimos shows de los Pistols en Estados Unidos. Es algo que incluso no podría ser banalizado, porque no se entendería. La razón por la que hay imitadores de Elvis, de Freddie Mercury, o de Los Beatles, pero no de Richman es precisamente esa; es una verdad que funciona como un chiste: si se explica, pierde la gracia. Y uno puede sacar nota de esto en el silencio que reinaba en La Trastienda, un silencio que no había llegado a sentir ni en un toque de la Filarmónica, y que no podía distar más de aquel mutismo estático, molar, ese silencio de respeto, jurídico, de paño y corbata bien ajustada, que se mantiene en una obra teatral, o en el green de un campo de golf. Era un silencio que celebraba a Richman, que aunaba a un montón de personas que no querían perderse absolutamente nada de lo que ocurriese, un pifie, un olvido, una ocurrencia, una excursión dentro de cierto ritmo en un mismo tema. Kim Gordon dijo en un viejo artículo sobre Public Image Ltd, “la gente paga por ver a otros creer en sí mismos”. En este caso, uno paga para poder amar a Jonathan Richman.
Quienes hayan ido esperando encontrarse con los temas insignes de los Modern Lovers, posiblemente se habrán quedado medio desconcertados. Por el contrario, Richman buceó ampliamente por su material en solitario, con canciones como Because her beauty is raw and wild, o I was dancing in a lesbian bar (en una versión libre de casi diez minutos), y sobre todo en temas cantados en otro idioma, no sólo en español (como A que vinimos sino a caer, o Yo tengo una novia), sino también en italiano, francés y hebreo. La mayoría canciones de amor, otras de deslumbramiento, pero todas bañadas por la misma sensación de epifanía o sorpresa, tal como se puede ver en esos momentos en que Jonathan abre los ojos, como un niño al que se le acaba de develar un gran secreto. Esa sorpresa sólo se puede explicar en una noción de eterna juventud –no de “juventud momificada”, como en algunas bandas- que se convierte, de hecho en uno de los aspectos más curiosos de Richman. Nacido en el seno de un movimiento que pregonaba la vida rápida y la muerte joven, la vejez o madurez era prácticamente un tema tabú. Como si fueran jugadores de fútbol con fecha de vencimiento temprana marcada en forma de código de barras en su nuca, muchos de los músicos se consagraron en ocultar progresivamente su vejez, dedicarse a algo completamente distinto, o morir lo suficientemente rápido como para no tener que rendir pruebas. A eso habría que sumársele una especie de Teenage FBI (haciendo referencia a la gigantesca canción de los Guided By Voices -liderada justamente por Pollard, que debutó con 35 pirulos) que stalinizaba de sus listas a cualquier músico que fuera mayor de veinte años. Los tiempos cambiaron y hoy el mercado da para que aquellos músicos que escondían su edad como un judío que esconde su Menorá en un sótano en la Alemania nazi, puedan explotar la nostalgia de unos cuantos. Pero mientras hoy en día grandes grupos del pasado se juntan para devenir en bandas de covers de sí mismos, Richman sigue siendo el mismo pibe, el mismo pibe que, paradójicamente supo cantar en 1969 un tema como Dignified and old.
Volviendo al tema de aquellas viejas generaciones, estos últimos años han sido particularmente severos con nuestros ídolos. Cayó Lux Interior, cayó Malcom McLaren, cayó Rowland S. Howard, cayó Alex Chilton. La mayoría de los que no cayeron figuran en shows que parecen vitrinas de un museo de ciencias naturales, transitan por los escenarios como Ratzinger en un papamóvil. Y el invierno es crudo, y el invierno tiene hambre de otros ídolos, y algo en mi interior me dice, tiene la certeza de que voy a estar vivo para ver morir a Springsteen, a Robyn Hitchcock, a Iggy Pop, a Mark E. Smith, a Scott Walker, a Tom Waits, a Johnny Rotten. Y viendo a Richman, con una delgada papada, barba de una semana y ojos tristes cantar A qué vinimos sino a caer, me viene un frío en la espalda. Pero entonces, la canción acaba, la gente aplaude, Jonathan sonríe y coloca sus manos en forma de plegaria y por un momento, como una epifanía llega una frase pronunciada por Benito tiempo atrás: “Jonathan Richman no puede morir, porque morirse es mala onda”.
El toque terminó de la mejor forma que podía terminar. La gente se fue con una sonrisa en el rostro, como pocas veces he visto –o me sentí dispuesto a ver. Subiendo por Fernández Crespo, esperando con Cecilia y Eze un taxi que nos lleve a La ronda, ya viene en mí la conclusión de que acabo de presenciar un momento importante en la historia uruguaya. Quizás no aparezca en los diarios, posiblemente se comente en alguna serie de blogs amigos y se olvide con la próxima visita internacional que llegue a estas latitudes. Pero para mi fue importante. Fue un toque que enseña otra forma de conectarse con el público, una forma de tocar relajada, desatada de todas las convenciones performáticas del rock o de la música en general, evitando al mismo tiempo sonar vago y carente de sustancia (algo difícil de procesar en un país cuyas propuestas muchas veces hacen equilibrio entre la solemnidad y la pereza). Pero más que una forma nueva de hacer música, una forma de saber escucharla. Una de mis citas favoritas del rock proviene de Lester Bangs, y dice: “The only questions worth asking today is whether humans are going to have any emotions tomorrow, and what the quality of life will be if the answer is no” . Entre tanta referencia posmo, atrapados en ese spa terrorífico y gigantesco que es lo cool (Diego D’Avila, dixit), entre tanto miedo a decir lo que sentimos sin ponerlo con entrecomillado, Jonathan Richman nos muestra cómo se pueden decir las cosas por su nombre, a hablar sobre querer a alguien, sobre la hermosa impresión de ver tocar el harpa a Harpo Marx, de bailar por bailar, de aceptar el sufrimiento como parte de la vida, del dolor que genera que la chica que te gusta no se ría de tus chistes, de la alegría de caminar por la calle, de apreciar lo linda que se ve tu novia con la ropa de todos los días, de ansiar la llegada de un carrito de helados a tu barrio.
Pero leo esto que he estado escribiendo, y me doy cuenta de que me olvidé de lo esencial, de lo único que importa.
Escuchen a Richman, sólo eso importa. Nada de lo que pueda decir o sugerir se encuentra afuera de sus álbumes.
Tal como dice en su disco Not so much to be loved as to love, “He gave us the wine to taste, not to talk about it”
So let’s taste it, pibes.



Thursday, February 11, 2010

Mejores discos del 2009
Tarde como siempre, acá llega la lista de los mejores discos del año (del 2009). Tenía pensado hacer una lista de veinte, incluso de quince, como he hecho de costumbre los últimos años, pero considerando que este era un post que en principio no iba a aparecer acá -y sumándole el hecho de que se le superpuso otro post sobre verano/Atlántida/ maquinitas/ el arte de la pesca/pornografía/ Ladyhawke/ televisión abierta/ asados, que posiblemente salga a mediados de marzo- terminé reduciéndolo a sólo diez puestos, quedándome sólo con lo que más me impactó del año pasado, y dejando fuera un montón de discos geniales, como Los últimos diez minutos de María Duval, de Los Negretes, el Goodbye Oslo, de Robyn Hitchcock, el debut de Girls, el último de Atlas Sound, Memory Tapes, Siguiendo al rayo, de Señor Pharaón, Segundo Nombre, de Amelia, el Fame monster, de Lady Gaga y otro montón de discos más -sin contar los que no pude escuchar del todo bien.
He aqui mi humilde .e inusitadamente corto- post de lo mejor del 2009




10- Travesti- Travesti

En tiempos de Ricardo Fort, toda Argentina parece haber vivido tras la penumbra de las lolas de unas cuantas vedettes. Encontrar a un personaje como Sulma Lobato referido por muchos de las personas del mojo como una artista –una especie de mal viaje warholiano a base de te de floripón y casuela de mondongo- hace pensar el universo cultural de nuestro país vecino –y por lo tanto del nuestro, a no engañarnos que cuando Buenos Aires estornuda, Montevideo se enferma- como un Sodoma y Gomorra del que no queda otra cosa que correr sin atreverse a mirar hacia atrás. En su último disco, el dúo argentino Travesti se convirtió en la banda sonora de ese Ragnarok terminal, con suelos que se desmoronan sobre cráteres producidos por los tacos aguja de una milf que pisa demasiado fuerte. Ya desde la misma tapa, con Moria Casán y el título homónimo de la banda sobre la portada–generándose un efecto gracioso que hace preguntarme si la reina del colágeno sabía en qué carajo se estaba metiendo-, uno se da cuenta de que esta enfrentado a un disco conceptual, un viaje dantesco de ida y vuelta sobre las entrañas del glitter argentino. Todo esto parece medio terraja, pero la forma en que Travesti emplaza los versos alucinados, casi como difusas visiones bíblicas (“Aceite de avión en la operación sobre las lolas del nuevo testamento”), logran una superposición, un efecto sórdido dentro de lo plausible que sólo saben hacer artistas como David Lynch. Un disco centrado en transformaciones corporales, en footing, en dietas, y que curiosamente nunca se vuelve drag ni irónico, sino que encuentra una coherencia oscura pero también extática, como una prenda de strass negro agitándose en la noche como una bandera pirata, como un mojón que señala el adentramiento a un campo minado.
Hace unos meses el dúo argentino visitó nuestro país en un toque realizado en Lotus (uno de los pocos lugares en Uruguay que incorpora los criterios de selección modelo Studio 54). Alejandro Torres con saco y mocasines blancos, Fernando Floxon con campera cyberpunk de cuero, con lentes negros y camiseta de Burzum, verlos en vivo resultó ser para mí, inesperadamente, una de las experiencias estéticas más impactantes de los últimos años. Tal como la orquídea y la abeja se territorializan, resultando imposible -e innecesario quién imita fisionómicamente a la otra- La misma presentación y música de la banda, de un segundo a otro reconfiguró todo el entorno paqueta de las inmediaciones del Montevideo Shopping. Fueron necesarios tres temas, y Lotus se convirtió en un prostíbulo sórdido, en el que todos bailábamos como si estuviéramos en las entrañas de un Titanic ya hundiéndose, manchados por la luz del neón y la bola de espejos. Y el agua ya llegaba a las rodillas, pero no importaba, había que seguir bailando

09- M. Ward- Hold time
Posiblemente uno de mis discos del verano. Lo que hace M. Ward (músico de sesión que integra un montón de lineups geniales, como la de la señorita Cat Power) es empacharnos con un montón de canciones perfectas, construcciones pop con adamios folk que actúan a modo de una radiografía del pop estadounidense de los cincuenta sin convertirse nunca en retro (de hecho, es un disco en el que resulta imposible saltearse un sólo tema, posiblemente teniendo en sus cinco primeras canciones la mejor seguidilla de temas del año).. Desde la version folk re para arriba de Rave on (con el mismo espíritu maximalista de la original de Buddy Holly), hasta Hold Time (aquella hermosísima balada compuesta en una surrealista clave Beach Boy), pasando por el viento español que sopla Stars of Leo, y la sabia esperanza que irradia For beginners, tema que abre el disco, M.Ward se muestra como un tipo que se maneja con tremenda soltura en todos los rincones de la cancha.
La escena pop actual por momentos parece sobrepoblada de músicos que incorporan elementos folk y country a sus repertorios. Lo que deja claro M.Ward es que tiene ganadas unas cuantas parcelas de cultivo, al lado de los ranchos de Cat Power, Neko Case, Gary Numan y Will Oldham.


08- Sunn o)))- Monoliths and dimentions
Monoliths and dimentions es un disco tan oscuro que haría ver a los álbumes de la primera época de Black Sabbath como un versión de remixes veraniegos de High School Musical. Esto que acabo de decir tampoco aporta nada muy nuevo, Sunn o))) vienen perfeccionando su drone metal desde hace tiempo, generando vórtices y agujeros negros en donde el mismo ritmo cardíaco va camuflándose con el tempo de la banda, tan lento como la miel. El detalle de la miel en un disco tan opresivo no es meramente circunstancial, sino que da señal de uno de los detalles que diferencian a este trabajo del resto de los productos de la banda: un contrapunto, un claroscuro al final en Alice, tema que cierra el disco, en donde un set de cuerdas y vientos parece desgarrar y abrir los cumulus nimbus que encajonaban al disco. Pocas veces se había visto un cambio de registro tan impactante, pero a la vez tan fino y ajustado en un disco (ni que hablar en un álbum de drone metal). Tal como sucede con la Divina Comedia, la mayoría de la gente sólo se queda con el Infierno, pero se olvida de que tal terreno es solo parte del arduo camino que conduce al paraíso. Pocas veces se ha podido apreciar de una forma tan eficaz y abrumadora este trayecto, y ya sólo con eso se convierte al disco de Sunn o))) en uno de los mejores krafts de la primera década del milenio.

07-3Pecados- Dios salve a la muerte
Dios salve a la muerte fue grabado de manera casi unipersonal durante una crisis nerviosa de Pau O’Bianchi (la persona detrás de 3Pecados), en la que durante una semana prácticamente no salió de su baño, grabando todo el disco ahí, intentando dejar su último testimonio antes de una muerte que creía que vendría en pocos días. Más allá de la anécdota biográfica, el último disco de 3Pecados funciona por ser y sonar, efectivamente como lo que fue: la batalla de un hombre entre la tierra y el cielo, un disco que funciona como una botella arrojada al mar, o más que al mar, a un abismo, no quedando verdadera esperanza más allá de la certeza cortante de los vidrios hechos añicos. Pero Dios salve a la muerte no es solamente eso; es quizás la primera gestión idiosincrática uruguaya en el mundo del low fi, un low fi no como producto inevitable de las circunstancias, ni un low fi como mera ornamentación sonora. Incluso dentro del ámbito low fi, sorprende el hecho de ser un disco no fragmentario, casi conceptual, en un subgénero donde suele primar precisamente lo contrario. Bitácora de los descensos psicológicos de su artífice, o cerebral experimento sonoro, Dios salve a la muerte no suena similar a nada que se haya grabado en nuestro territorio
Escribí una nota más larga de este disco en La diaria. Si quieren leerlo completo acá un enlace para bajarlo.


06- The Flaming Lips- Embryonic
Con la banda de Wayne Coyne la palabra megalomanía queda un poco corta. Ya desde Zeireeka (ese Voltron musical cuatro discos que tenían que ponerse al mismo tiempo) uno sabía que estaba hablando de tipos complicados, y en el marco de la reinterpretación íntegra del Dark side of the moon, uno tiembla ante los resultados de lo que pueda ocurrir con un disco doble como Embryonic. Sin embargo, diferente a todas estos temores Embryonic debe ser el mejor trabajo de los Lips desde The soft bulletin (capaz que incluso el mejor, el tiempo lo dirá). Hay dos particularidades que lo separan del resto de la discografía de Coyne y cia, incluso de la mayoría de los discos de tal magnitud:
1) Embryonic tiene la particularidad de ser un disco doble sin filler, incluso esquivando grácilmente esa dimensión fragmentaria que toman la mayoría de los discos de tal longitud. El sonido, los devaneos kraut, el repiqueteo de batería, la aspereza por momentos low fi, todo makes sense en el disco, y uno puede escucharlo de principio a fin, como si fuese una historia contada en dos actos, incluso deseando que nunca termine.
2) Segundo e igual de importante: es, por así decirlo, el disco menos paloma de los Flaming Lips. De una aspereza perdida a lo largo del tiempo, Coyne puede permitirse acariciar claroscuros emocionales que estaban parcialmente retenidos en la aduana de aquel Candyland (una especie de Neverland Ranch pero cubierto por una fina capa de sangre con gusto a gelatina de frutilla) que se había costruido a lo largo de los años. Incluso, cuchareando de esa lógica sci fi que ha dado forma a su cosmogonía, las referencias de género ya no son simpáticas como Yoshimi combatiendo contra robots rosas, ni ese conjunto de científicos trabajando juntos para el bien de la humanidad en Race for the prize. En Embryonic hay un viento de cambio, hay mujeres robots incapaces de sentir emociones, máquinas plateadas que transforman a humanos en autómatas, un mundo que comienza a apagarse y que llega a su punto crucial en Watching the planets, una forma tan épica como escalofriante de cerrar el disco, una CODA en llamas con Karen O (de los Yeah Yeah Yeahs) gruñendo y graznando en su forma más animal mientras Coyne cierra crípticamente la fábrica con el críptico verso "oh, oh, oh, the sun is gonna rise".
Un gigantesco disco épico, hecho por una de las bandas más épicas de estos años, en tiempos en donde todo lo épico es tomado con pinzas.

05- Carmen Sandiego- Nanas
En la historia del rock uruguayo ninguna banda ha escrito canciones como las que salen de las voces y guitarras de Flavio Lira y Leticia Skricky. Carmen Sandiego hace un folk popero con raíces rústicas del estilo de Beat Happening. El dúo uruguayo por momentos compone canciones sencillísimas, austeras, impresionistas, como el mero relato de volver a casa después de una larga noche o la historia de personajes serenos, diminutos, dolorosamente humanos. Sin embargo, todo está muy lejos del ambiente suave, apastelado y otoñal de bandas común –y erróneamente. En el marco de un folk indie que se ha convertido, con sus personajes ligeramente neuróticos, ligeramente sensibles, ligeramente excéntricos (un género que podría resumirse a la ecuación Wes Anderson + Yogurth Diet) en una nueva progenie (que incluye temas como Ellos, de Diego Rebella) que haría ver a Gonzalo Deniz como Pappo, Carmen Sandiego funciona completamente fuera del circuito, manteniendo en cierto punto, un sonido común, pero un mundo de referencias, una sinceridad brutal muy lejos de todo lo que puede ofrecer el resto de la escena.
Porque los otoños de Carmen Sandiego no son naranja, son una larga gama en greyscale a punto de dejarte ciego. La banda se encarga de regar claroscuros imperceptibles que hielan la sangre, y que vuelven toda una canción en apariencia vaga y tranquila, en una confesión ambigua, llena de miedo latente. En canciones Amigos en la escena, Flavio Lira relata sencillamente el mero detalle de un grupo de amigos tocándose el pelo, pero es tal el obsesivo anaforismo del detalle que se termina por convertir al mensaje en algo crípticamente diferente, perturbador, con tantas aristas que se clava como abrojos los oídos del escucha. 4:00 am es una de las narraciones insomnes en primera persona más claustrofóbicas que se hayan registrado. La alegre 8 40, código policial con el que se refiere a trata de blancas (capaz que de gigolós, fiolos o algo por el estilo, no me acuerdo bien) habla exactamente de eso. La voz susurrada de Leticia Skricky en Canción para los padres ausentes diciendo "voy a quemar cada cosa que diga que es suya, ah, voy a enloquecer debe ser uno de los registros de mayor vulnerabilidad que recuerde en el rock uruguayo. Y como contraparte de todo esto el disco cierra con Calefactor, una de las canciones más directas y guarras que se han hecho en estos años (Sos un calefactor, así que vení, y abrite de nalgas) En el siempre engañoso Nanas, tal como Xiu Xiu (aunque no tan proclives al ruido), la sinceridad de Carmen Sandiego siempre va un poco más, funcionando como un pequeño microscopio, en donde, tras la apariencia de una piel suave y tersa, se logra descubrir un montón de microbios, seres unicelulares y mitocondrias debatiéndose en un sucio festín caníbal.

04- Destroyer- Bay of pigs
Dan Bejar es un capo. Eso todos los que lo escuchamos más o menos lo sabemos. Sin embargo, a medida que varios vamos contemplando la posibilidad de tatuarnos alguno de sus versos en la nuca, se ha ido acuñando una frase en clave de reproche que afirma que Destroyer parece cambiar constantemente, pero esencialmente siempre es lo mismo. En el sentido estricto de sus metamorfosis, Bejar ha pasado de su primera época más áspera a un sonido más pulido, de guitarreadas acústicas a himnos de alto componente electrificado.
El discazo Your blues ya había incurrido en el terreno de los sintetizadores (a veces de un sonido acusadamente cutre, aunque no por ello se convirtiese en una referencia irónica ni nostálgica de ningún tipo), pero es posiblemente el EP Bay of pigs el experimento más osado que haya hecho el canadiense en toda su discografía. Compuesto por sólo dos temas (Bay of Pigs y Ravers, durando el primero de ellos cerca de catorce minutos), el disco empieza con “Listen, I been drinking…”, y precisamente parece como si nos sumergiésemos en el mismo líquido/fluido del que Bejar está bebiendo. Si la mayoría de los discos de Destroyer son cartografías de continentes emocionales que se solapan y continúan los unos con los otros, el tema Bay of Pigs es justamente la inmersión en el océano que los separa. Uno va atravesando capas de sonido –más que capas, algo así como finísimas sábanas- acercándose lentamente al corazón de la canción. Ese corazón no late de una sola manera, puede hacerlo tanto con un punteo de una guitarra llena de delay, como con el ritmo de unos súbitos sintetizadores que trazan una atmósfera disco nunca antes vista en la discografía de Destroyer. La canción Bay of pigs posiblemente sea la mejor canción del 2009, siendo un kraft excelso de todo lo que puede ser o no ser una canción, todo lo que se pueda escribir o callar en una letra, la inmersión en el mundo de los recuerdos de un hombre en su forma más múltiple y reproductiva. Y aún así Bejar es Bejar, Bejar y sus mujeres, sus shalalás, sus recuerdos reconstruidos en base a fragmentos, Bejar y sus imágenes de personas como piezas de puzzle flotando sobre una tina llena de agua.
Love is a political beast with jaws for a mouth.
Hay una frase comúnmente conocida (aunque cada vez más en desuso, a fuerza de divorcios y la dinamitación de la formación parental clásica) de que detrás de cada hombre, hay una gran mujer. Más que nunca en toda la discografía (o literatura propiamente dicha) de Dan Bejar, la mujer -sus mujeres- no están detrás, sino delante, pero en forma de un espejo astillado que devuelve en cada fragmento uno de sus personajes. Christine White, Jackie O', todos los fragmentos permanecen, todo devuelve diferentes aces de colores. Terminar de escuchar Bay of pigs es llegar al imposible de aquel punto topográfico donde termina ese arcoiris, un lugar donde no hay duendes ni hoyas de oro, pero si una de las canciones más bellas que se han hecho en los últimos años.


03- Animal Collective- Merriweather post pavilion
Da un poco de cosa darle tanto la razón a la pitchfork, o a metafilter, pero realmente Merriweather post pavilion es un disco, más que bueno, importante, una reformulación desde las bases de lo que es una canción pop, de lo que puede hacer una banda con un estribillo, de lo que puede ser un riff, de cómo se puede cantar un tema. Animal Collective, obteniendo lo que probablemente sea el título más pop de su discografía (y con sus temas más perfectamente pop como My Girls, o Summertime Clothes), termina de acuñar prácticamente un género en sí mismo al que venía engarzando distintas piezas desde hace años. Un disco con valor de thesis, y no por ello menos disfrutable, comestible, envidiable, incluso bailable

02- Death- For the whole world to see
Acá hice trampa; For the whole world to see fue grabado en 1975, pero por un curioso dominó de cagadas, enfermedades, mala liga y errores más o menos concientes y/o evitables, lo había obligado a permanecer bajo tierra, por más de veinte años, como una mohosa vasija de invalorable valor arqueológico. ¿Pero por qué tomarse la molestia de incluir en este conteo a una banda de principio de los setentas, que ni siquiera transitó por este año en el formato de algún tipo de reunión –como un montón de bandas que desfilaron en la última década, convirtiéndose en algo así como bandas de covers de sí mismos-, que pasó prácticamente desapercibida por los circuitos masivos, y que ni siquiera llega a ser muy conocida por la crítica especializada? El título del disco parece, en primera instancia, algo pretencioso, pero termina indicando exactamente el valor intrínseco del mismo. Death fue una banda desafortunada, que estaba destinada al oro, pero que quizás fue víctima de su propia velocidad, tropezándose con los largos cordones de sus mismas pretenciones, dándose de cabeza contra el muro de sus inquebrantables principios y su propias pulsiones thanáticas. La idea de “banda maldita” es muy tentadora, pero eso no hace a Death una banda legítimamente buena (al igual que la vida bizarra/autodestructiva de G.G. Allin tampoco deja en penumbra el hecho de lo berreta que era como músico). También, la onanista tarea de buscar “la primera banda punk” ya se ha convertido en un subgénero en sí mismo en lo que se refiere a crítica musical. Seguir delegando eso, que si fueron los mismos Pistols, o los Ramones, o los Dictators, o Suicide, o la Velvet Underground, o los Nuggets, o los Fugs, o los Electric Eels, o los peruanos Saicos, o la bandasolistadelcuñadodeuntíosegundodeFraileMuertoquetocab-acoversdelosIracundosdrogadoconpegamentodetapiceríaenelaño59’, es una labor que sólo sirve para discutir con algún que otro bloggero con escasas probabilidades de ponerla en el verano. Pero lo de Death parte la vista –o mejor dicho, los oídos-. Lo que logra esta banda formada en 1971 es sonar hardcore before punk, sin Deloreans de por medio, con solamente un par de guitarras eléctricas al palo (demasiado rápidas para la época, anticipándose al ataque hiperactivo y fisico de los Bad Brains,), temas complejísimos y un espíritu heredado de MC5 cultivado y reprocesado como un vino olvidado en una antigua barrica. Escuchar For the whole world to see, específicamente temas como Keep on knocking o Politicians in my eyes, es como descorchar ese vino, sentir y pensar en la medida que las cosas podrían haber sido diferentes de haberse vuelto esta banda en una formación reconocida. El mundo entero probablemente no verá, ni tendrá la suerte de saber de lo que se perdió, pero el último y único disco de Death es histórico de forma retrospectiva, como el descubrimiento del hombre de Pekin, o cualquier esqueleto perdido que nos haga cuestionar sobre los propios eslabones que nos componen.

01- The Antlers- Hospice
Hacía años que un disco no me dejaba por tanto tiempo la piel de gallina –desde el cuello hasta las piernas, todo mi cuerpo salido hacia fuera, como un carpincho en anfetas. Peter Silberman, el hombre detrás de The Antlers, cayó en un pozo depresivo que lo llevó apartarse de toda la gente que conocía, encerrándose en un apartamento de Brooklin, sin siquiera atender el teléfono por un año. El resultado de eso: un montón de amistades echadas por el drenaje y Hospice, un álbum conceptual, o más que un álbum conceptual, una novela sonora sobre los últimos días de una chica enferma de cáncer a los huesos vistos desde la perspectiva de uno de sus visitantes/cuidadores. La idea en un principio parece tan creepy como deprimente, pero Silberman es un tipo de una sensibilidad que te hace caer de culo, haciendo de pequeños detalles (versos como “walking in that room when you had tubes in your arms, those singing morphine alarms out of tune kept you sleeping and even I did’nt relieve them when they called you a hurricane thunderclap”) diminutos martillos que te aplastan el corazón, pudiéndoselo comparar con ese cuento genial que es Harvest, de Amy Hempel (una escritora de la que, sólo habiendo leído dos o tres cuentos, puedo decir que es una de los puntos más altos de la literatura contemporánea). Precisamente, hay una idea y camino de vuelta interesante con la literatura, con abundantes referencias a la suicida Sylvia Plath (poeta y escritora de literatura infantil que se suicidó a sus treinta y pocos años metiendo la cabeza adentro de un horno), junto a una descripción del vedado, pero completamente vívido impulso asesino (no sólo misericordioso, sino hastiado y propiamente agresivo) de quien debe presenciar el constante sufrimiento del otro. Hospice es uno de los discos lírica y psicológicamente más densos que he escuchado en mi vida. En Shiva, donde finalmente la muerte llega, el amor e identificación con la persona en la cama se vuelve tan intensa que termina produciéndose una transmutación del visitante en el enfermo (tal como señala el título alternativo de la canción, "Port-a-caths switched"). Lo que prevalece, más que nada es el horror y la impotencia, esos momentos en los que más de uno nos sentimos idiotas, insignificantes frente al dolor del otro, sin poder mascullar algun cliché o pelotudez más que "todo va a salir bien". Tal como dice Cioran, "tratándose de pésames, todo lo que no es cliché raya en la inconveniencia o la aberración".
Más allá de la calidad estilística, uno, ya por su temática podría pensar que Hospice es un disco infumable –al menos del punto de vista emocional- pero (y precisamente acá uno de los grandes méritos) aún así es un disco lleno de humanidad y vida, hasta –por extraño que parezca- esperanza, haciendo de la muerte un momento hímnico en donde todo se legitima, de una manera que ni el más religioso de los escritores podría plasmar (con picos emocionales que tienen mucho de Arcade Fire y de Godspeed you! Black Emperor). Por esa misma razón, Hospice no es de esos discos que van a figurar como mas escuchado en el last.fm de alguien. Es un disco que sólo puede escucharse unas pocas veces, de un tirón, pero que queda resonando por días, meses. El pico emocional más grande del 2009, una orfebrería finísima y “linda”, hecha de huesos que rechazan a su huésped, inyecciones, pullmotores, catéters y cortinas venecianas.