Sunday, May 02, 2010

Queremos tanto a Richman*

*esta es la director's cut de una nota a editarse en el próximo número de Revista Guita. Acá el link de la revista

Nunca me había ocurrido de poder presenciar a un músico o banda internacional en el pico de mi fanatismo. De esos toques en los que uno se siente en la caja de resonancia del mundo, donde uno, más que espectador, se siente testigo. Las únicas veces que me ocurrió algo semejante fue con Buenos Muchachos (un toque en donde por un momento sentí el suelo del difunto BJ arquearse –literalmente- al ritmo de un pogo durante la canción Temperamento) y Fernando Cabrera (una presentación en el Solís de la que recuerdo tener la piel erizada casi la totalidad del show, como si pudiera despellejarme con la facilidad de quien extrae con una cuchara la nata de un café con leche).
Todos esos momentos han sido y serán, de una forma u otra, hitos fundacionales de estructuras que siguen viviendo en mí.
Ahora bien, los músicos internacionales siempre llegaban demasiado tarde. Parecía que cuando por fin me visitaban, ellos o yo, o algo entre ellos y yo había cambiado.
Cuando viajé a Punta del Este para ver a Bob Dylan, prevalecía en mí una voz interior que me decía “estás viendo una de las últimas leyendas vivas del siglo XX”. Pero era solamente eso, un ajuste de cuentas simbólico, un nuevo pino en el bosque de la historia meado por mí.
Del toque de Radiohead en Buenos Aires, me volví en un Buquebús repleto de gente, satisfecho, pero con la triste sensación de que aquello que a mis quince años hipotetizaba de cambiar mi vida, no me generaba más que una verdadera, aunque efímera satisfacción, como quien logra por fin estar con la chica más linda del liceo, dándose cuenta que ya no es tan linda y, más importante aún, que ya no hay compañeros de liceo para demostrárselo.
Con Mars Volta, más o menos lo mismo, además de que los agarraba en una seguidilla de discos bastante flojos –y sin su primer baterista, que era lo verdaderamente sobrehumano que existía en los peludos de El paso-.
Finalmente, con Cat Power la situación era un poco distinta; mi amor, platónico, fetichista, baboso, quimérico, adolescente, inmaduro, entomólogo, hacia ella no había cambiado, pero aquella persona que yo veía comerse el escenario entero, introduciendo hermosos bailecitos descoordinados dentro y entre cada canción, no era la Chan Marshall de The colors and the kids, la Chan Marshall que se ahogaba con su cerquillo mirando hacia abajo mientras cantaba Metal Heart, la Chan Marshall andrógena que escribía canciones sobre abortos, la Chan Marshall frágil, como un pajarito que se acaba de caer del nido y que te hace pensar que vos, con tu amor de escucha, de espectador, de fan, sólo con ese amor, la podés salvar. No, la de aquel 2009 –y que vuelve a nuestras latitudes ahora nomás en mayo- era distinta, una Marshall que ya había fortalecido sus alas y que planeaba majestuosa, pero independiente de nuestra ayuda, con esos satinados temas r&b que distaban mucho del hondo dolor de aquellas composiciones folk sacadas del fondo de un aljibe.
Así que cuando me enteré que llegaba Jonathan Richman, mi sorpresa se multiplicó hasta lugares inesperados. Porque, como si se hubiese puesto en marcha una extraña sinergia entre Jonathan y yo, en los últimos meses no había parado de escuchar discazos como “I, Jonathan”, “Her mystery not of high heels and eye shadows”, o “Not so much to be loved as to love”, sirviendo sus canciones como una especie de colchón emocional que venía alivianando el impacto que me generaba la caída del verano (¿pero es la caída del verano o la caída del otoño?, nunca me quedó claro, así y todo, las dos imágenes valen por sí mismas).
En resumen, el concierto me agarraba en la mismísima cresta de la ola.
Supe que iba a ser un toque importante desde una primera anécdota que surgió horas antes de que comenzara el mismo. Iba caminando por la ventosa Chucarro (una calle curiosa, en donde a la altura de Martí se abre hacia la rambla, como si cayera al agua misma, generándose un extraño pasadizo en donde el viento del mar sube como las vías de los trolleys que siguen sobresaliendo del asfalto) rumbo a la casa de Cecilia, prima espiritual de mi novia, con quien había quedado en juntarme para ir al concierto a realizarse en La trastienda. Ya habiendo tocado timbre a su portero eléctrico, esperaba de espaldas a su edificio, observando con extrañeza la fachada de El Bacilón cerrado –era martes-, aquel extraño aire fantasmal, a almacén tapiado que tiene cuando no está rodeado por sus parroquianos mandíbula de pitbull regados alrededor de su epicentro como pescados en la orilla tras el derrame de un barco petrolero, cuando me percato de que no tengo la entrada conmigo. Me fijo en el morral y en los bolsillos del pantalón varias veces. Son esos momentos en donde uno empalidece, tocándose todas las partes del cuerpo como si estuviera bailando una Macarena frenética. Justo en pleno baile me agarró Cecilia, que bajaba con una tranquilidad que yo, por las circunstancias, sentía de otro mundo. Intentando mantener la compostura le dije que no encontraba mi entrada, que teníamos que volver a mi casa para revisar si la había dejado ahí. Decidimos volver tomando exactamente el mismo camino que había emprendido en la ida. Mi cabeza elaboraba intrincadas conjeturas, incluso me contentaba con un comienzo incipiente de alzheimer , pero temía justamente lo más probable, que se me hubiesen caído del bolsillo y que en ese preciso momento estuvieran volando por Martí, por 26 de Marzo, por la misma rambla o por la calle Burdeos, quién sabe. Que estuviera flotando como un muerto en las fauces de alguna sucia boca de tormenta, también. Pensaba en cosas como que si había perdido la entrada quizás era una señal, quizás en una de esas La Trastienda entraba en llamas y el toque de Richman se convertía en un Cromagnon versión uruguaya. Fue en medio de esa crisis ahogada –realmente no recuerdo una sola palabra de lo que estaba hablando en aquel trayecto de dos cuadras-, cuando escuché la voz de Cecilia decir “Agus, mirá ahí”. En el suelo, sereno, intacto, el papelito rosado y rojo que me esperaba como un niño perdido en la playa. Casi sentí como si no hubiese sido yo, sino la entrada la que me había encontrado.
Me prometí que nunca más llevaría una entrada en el bolsillo, le prometí a Cecilia futuras cervezas de agradecimiento, supe que esta vez, era el destino.
No soy bueno con las estadísticas, pero La trastienda estaría unos tres quintos llena. De los allí presentes, la mayoría no había seguido tan de cerca la trayectoria de Richman, generalmente centrándose en sus primeros años delante del micrófono de los Modern Lovers, por lo común metiendo mano en el cajón de sastre de lo que suele decirse en cualquier nota sobre la música de esta banda: el carácter de formación pionera del punk, su amistad con la Velvet Underground, su papel en la escena neoyorquina de principios los setenta. Sin embargo, abarcar a Richman en su papel de pionero del punk es como esa frazada corta que te deja destapado el pecho o destapados los pies. Si bien el álbum debut de Richman y compañía tenía ciertos manchones de oscuridad, difícilmente pueda homologarse lo que hacía la banda –y sobre todo el resto de las composiciones subsiguientes de Jonathan- con lo que hacía la Velvet, los Dictators, los New York Dolls, o lo que haría Suicide, los Sex Pistols o The Damned. Si uno entra en plan de encontrar gritos antisistema, odas al hedonismo y aliento parricida, se queda completamente desconcertado al escuchar a Richman. Porque Richman toda su vida ha sido un iconoclasta, algo que rompe todos los moldes de la rebeldía estatuida –y empaquetable- del punk, un camino seguido con una férrea linealidad que nunca tomó la forma de militancia. De alguna forma, Richman nunca se colocó en ninguna de las aristas de rock. Ni en la dionisíaca faceta del rockstar, ni en la conmiseración geek, facilonga y filistea de los músicos indie actuales (porque, vamos, canciones dolorosas como Plea for tenderness son mucho más que eso). Y esto es algo que se pudo sentir desde el mismo momento que Jonathan llegó a la Trastienda, a pie, por Fernández Crespo, con la guitarra bajo el brazo. Mientras Hablan por la Espalda lo taloneaba con el cambio puesto en segunda, Jonathan permaneció en el hall, hablando con la gente que lo abordaba sin ocurrírsele a él ni a los otros mucho que decir, más allá de pedirle algún tema, o comentarle lo huge fans que eran.
Llega Richman al escenario, saca su guitarra del estuche y afina fugazmente. Su único compañero es el batero Tommy Larkins, con quien ha mantenido la formación de dúo desde hace varios discos. Su guitarra es una criolla, no está conectada al equipo, ni siquiera tiene correa.
Comienza a tocar y empieza la magia.
La particularidad del show de Richman es lo inimitable que es. Uno puede ver a músicos hipertécnicos, bandas prog o powermetaleras desafiando la capacidad humana de velocidad y oído, y sin embargo siempre sabe que en algún rincón del mundo, en alguna academia mohosa y perdida, en un sótano lleno de posters y fósiles de computadora, o en el húmedo hacinamiento de un bloque de apartamentos comunales hay un estudiante prodigio japonés, un luthier búlgaro, o un pendejo chileno fanático del cine de Lucio Fulci que puede igualar o superar a su maestro. Los blueseros o jazzeros dirán, en su defensa, que la maestría técnica no importa, que lo inigualable, su propia marca de fábrica, es el swing. You ain’t got no swing, le dirá el negro experiente con una ligera mueca de desdén en sus labios al chico que se acerca con sus ojos brillosos y su demo en la mano. Pero lo de Richman trasciende la técnica, la proeza y el swing y se vuelve algo mucho más complejo y a la vez transparentemente sencillo: lo que tiene Richman que el resto no tiene y que no van a tener es que, justamente, es Jonathan Richman. Nunca en mi vida vi de forma tan clara alguien cuya presencia escénica y su obra entren en sincronía de una manera tan perfecta, de relojería suiza, de homeostasis orgánica. Porque no es sólo la voz nasal de Richman, sus letras nostálgicas sobre las fiestas en los cincuenta, su mirada a veces perdida, la ternura con que agradece a los aplausos, su físico de niño atrapado en un cuerpo de un metro ochenta, aquel acento sedimentoso al hablar español, los instantes en donde se aleja del micrófono, sin importar que no se escuche, bailando de una forma que nadie se atrevería, o que de hacerlo lo haría en otra clave, con una tongue in cheek que indicara que está bromeando. Es algo más, algo que se muestra en cada tema como el resto arqueológico de algo perdido, de una polis que posiblemente nunca existió, pero en la que hubiera sido hermoso vivir, de un vínculo de amor instantáneo, diferente de todo lo que pueda haber generado cualquier otro músico igualmente impactante, como la intensidad de Jerry Lee Lewis parado sobre el piano, de James Brown abriéndose de piernas en el Apollo, de Johnny Rotten ofreciéndose como carroña a los escupitajos y las botellas arrojadas en los últimos shows de los Pistols en Estados Unidos. Es algo que incluso no podría ser banalizado, porque no se entendería. La razón por la que hay imitadores de Elvis, de Freddie Mercury, o de Los Beatles, pero no de Richman es precisamente esa; es una verdad que funciona como un chiste: si se explica, pierde la gracia. Y uno puede sacar nota de esto en el silencio que reinaba en La Trastienda, un silencio que no había llegado a sentir ni en un toque de la Filarmónica, y que no podía distar más de aquel mutismo estático, molar, ese silencio de respeto, jurídico, de paño y corbata bien ajustada, que se mantiene en una obra teatral, o en el green de un campo de golf. Era un silencio que celebraba a Richman, que aunaba a un montón de personas que no querían perderse absolutamente nada de lo que ocurriese, un pifie, un olvido, una ocurrencia, una excursión dentro de cierto ritmo en un mismo tema. Kim Gordon dijo en un viejo artículo sobre Public Image Ltd, “la gente paga por ver a otros creer en sí mismos”. En este caso, uno paga para poder amar a Jonathan Richman.
Quienes hayan ido esperando encontrarse con los temas insignes de los Modern Lovers, posiblemente se habrán quedado medio desconcertados. Por el contrario, Richman buceó ampliamente por su material en solitario, con canciones como Because her beauty is raw and wild, o I was dancing in a lesbian bar (en una versión libre de casi diez minutos), y sobre todo en temas cantados en otro idioma, no sólo en español (como A que vinimos sino a caer, o Yo tengo una novia), sino también en italiano, francés y hebreo. La mayoría canciones de amor, otras de deslumbramiento, pero todas bañadas por la misma sensación de epifanía o sorpresa, tal como se puede ver en esos momentos en que Jonathan abre los ojos, como un niño al que se le acaba de develar un gran secreto. Esa sorpresa sólo se puede explicar en una noción de eterna juventud –no de “juventud momificada”, como en algunas bandas- que se convierte, de hecho en uno de los aspectos más curiosos de Richman. Nacido en el seno de un movimiento que pregonaba la vida rápida y la muerte joven, la vejez o madurez era prácticamente un tema tabú. Como si fueran jugadores de fútbol con fecha de vencimiento temprana marcada en forma de código de barras en su nuca, muchos de los músicos se consagraron en ocultar progresivamente su vejez, dedicarse a algo completamente distinto, o morir lo suficientemente rápido como para no tener que rendir pruebas. A eso habría que sumársele una especie de Teenage FBI (haciendo referencia a la gigantesca canción de los Guided By Voices -liderada justamente por Pollard, que debutó con 35 pirulos) que stalinizaba de sus listas a cualquier músico que fuera mayor de veinte años. Los tiempos cambiaron y hoy el mercado da para que aquellos músicos que escondían su edad como un judío que esconde su Menorá en un sótano en la Alemania nazi, puedan explotar la nostalgia de unos cuantos. Pero mientras hoy en día grandes grupos del pasado se juntan para devenir en bandas de covers de sí mismos, Richman sigue siendo el mismo pibe, el mismo pibe que, paradójicamente supo cantar en 1969 un tema como Dignified and old.
Volviendo al tema de aquellas viejas generaciones, estos últimos años han sido particularmente severos con nuestros ídolos. Cayó Lux Interior, cayó Malcom McLaren, cayó Rowland S. Howard, cayó Alex Chilton. La mayoría de los que no cayeron figuran en shows que parecen vitrinas de un museo de ciencias naturales, transitan por los escenarios como Ratzinger en un papamóvil. Y el invierno es crudo, y el invierno tiene hambre de otros ídolos, y algo en mi interior me dice, tiene la certeza de que voy a estar vivo para ver morir a Springsteen, a Robyn Hitchcock, a Iggy Pop, a Mark E. Smith, a Scott Walker, a Tom Waits, a Johnny Rotten. Y viendo a Richman, con una delgada papada, barba de una semana y ojos tristes cantar A qué vinimos sino a caer, me viene un frío en la espalda. Pero entonces, la canción acaba, la gente aplaude, Jonathan sonríe y coloca sus manos en forma de plegaria y por un momento, como una epifanía llega una frase pronunciada por Benito tiempo atrás: “Jonathan Richman no puede morir, porque morirse es mala onda”.
El toque terminó de la mejor forma que podía terminar. La gente se fue con una sonrisa en el rostro, como pocas veces he visto –o me sentí dispuesto a ver. Subiendo por Fernández Crespo, esperando con Cecilia y Eze un taxi que nos lleve a La ronda, ya viene en mí la conclusión de que acabo de presenciar un momento importante en la historia uruguaya. Quizás no aparezca en los diarios, posiblemente se comente en alguna serie de blogs amigos y se olvide con la próxima visita internacional que llegue a estas latitudes. Pero para mi fue importante. Fue un toque que enseña otra forma de conectarse con el público, una forma de tocar relajada, desatada de todas las convenciones performáticas del rock o de la música en general, evitando al mismo tiempo sonar vago y carente de sustancia (algo difícil de procesar en un país cuyas propuestas muchas veces hacen equilibrio entre la solemnidad y la pereza). Pero más que una forma nueva de hacer música, una forma de saber escucharla. Una de mis citas favoritas del rock proviene de Lester Bangs, y dice: “The only questions worth asking today is whether humans are going to have any emotions tomorrow, and what the quality of life will be if the answer is no” . Entre tanta referencia posmo, atrapados en ese spa terrorífico y gigantesco que es lo cool (Diego D’Avila, dixit), entre tanto miedo a decir lo que sentimos sin ponerlo con entrecomillado, Jonathan Richman nos muestra cómo se pueden decir las cosas por su nombre, a hablar sobre querer a alguien, sobre la hermosa impresión de ver tocar el harpa a Harpo Marx, de bailar por bailar, de aceptar el sufrimiento como parte de la vida, del dolor que genera que la chica que te gusta no se ría de tus chistes, de la alegría de caminar por la calle, de apreciar lo linda que se ve tu novia con la ropa de todos los días, de ansiar la llegada de un carrito de helados a tu barrio.
Pero leo esto que he estado escribiendo, y me doy cuenta de que me olvidé de lo esencial, de lo único que importa.
Escuchen a Richman, sólo eso importa. Nada de lo que pueda decir o sugerir se encuentra afuera de sus álbumes.
Tal como dice en su disco Not so much to be loved as to love, “He gave us the wine to taste, not to talk about it”
So let’s taste it, pibes.