Tuesday, July 05, 2011

Réquiem para BJ/ Sumergiéndome en La Atlántida

Me canto a mí mismo “My favourite bulidings, are all coming down”, verso de mi tema favorito del I often dream of trains de Robyn Hitchcock, mientras veo el espacio vacío y arrasado de lo que una vez fue Patio Biarritz. La sensación no es de tristeza, sino más bien de extrañeza, como si fuese la escena de una película que no me resultara del todo convincente. Pienso en el feo edificio, de balcones de acrílico azul, que posiblemente crezca en esa cuadra que da a 21 de setiembre, uno de los bordes de lo que suelo llamar “El valle de Pocitos”, una manzana caracterizada por la escasa altitud de sus casas, muchas de ellas conformadas por las protegidas Bello Reboratti, madrigueras tan hermosos como oscuras que sólo pudieron haber salido de la cabeza de ingenieros, y no de arquitectos. Al valle de Pocitos lo conozco bien porque es la principal vista que tengo desde el séptimo piso en donde vivo. Desde que era chico me fascinaba –y sigue fascinando, debe ser una de las primeras cosas que le muestro a una persona desconocida cuando recién llega a mi casa- una cabaña en forma de v invertida que queda en el centro de la manzana, como si fuera el colmillo/corazón de ese rincón verde curiosamente estático, que prácticamente no ha cambiado desde que tengo noción de ser.


Esta noción del cambio, de la promesa de eternidad de golpe destruida con la fuerza de una pala mecánica, es posiblemente lo que me deje duro, sin poder hacer otra cosa que contemplar aquello, incluso a riesgo de que me pase el 116 sin llegar a pararlo o percibirlo.

Aún cuando había cerrado, nunca creí seriamente –esto lo sé ahora, cuando lo único que queda de lo que fue, estampado en las medianeras de los otros edificios, es la pintura verdosa de lo que habría sido un salón de expresión plástica del jardín de infantes, o los azulejos de un pequeño baño o cocina- que El patio se borrara de un día para otro, así como así, aún cuando la decrepitud del lugar atravesó un sinnúmero de fases que pude apreciar como desde una butaca en primera fila, como si fuera una tragedia vista en tres actos. Primero fue el cartel de cerrado. Por aquel entonces yo andaba deslumbrado con algunas librerías y libreros del Centro y todo aquello me trajo sin demasiado cuidado, incluso pensando que era cuestión de tiempo para que aquel lugar fuese refundado por otro grupo de gente. Sin embargo, los meses pasaron y lo único que cambiaba era el pasto que parecía comerse todo el frente. Como si fuera otra hiedra crecida entre las grietas de la arquitectura abandonada, al poco tiempo aparecieron dos vagabundos, que colocaron un colchón debajo de uno de los arcos que formaba el portón principal. Recuerdo el rostro de las viejas mirando con oprobio o auténtico miedo a los nuevos dueños de aquel trozo de arquitectura, mientras esperaban un 116 que las llevara a un cafetín de la Ciudad Vieja, o un 582 que las dejara en la puerta del Blanes. El mismo día que, de golpe, desapareció la hiedra, también desaparecieron los pichis, como si hubieran sido extraídos de raíz por la intendencia o una compañía constructora. Lo único que parecía mantenerse en pie en el frente era un cartel que indicaba varios de los directores que ostentaba el pequeño videoclub regentado por Miguel, un viejo dicharachero que conocía a mi familia por haber acompañado a un familiar que convalecía en la misma habitación que una tía mía, internada allí tras un intento fallido de suicidio. “Stanley Kubrick, Charles Chaplin, Akira Kurosawa, Dogma 95’”. Hasta ahora me acuerdo de la palabra Dogma 95’ y me pongo a pensar si realmente fue la gran cosa en su momento, o si fue una promesa gigantesca, inflada y vacía como un mismo zeppelin. Cuando pienso en Dogma 95’ no pienso en Vintenberg o en Lars von Trier, sino en mí mismo, con dieciséis años, refiriéndome a cualquier escena filmada con cámara en mano como “Dogma 95’”, no como un recurso de determinado movimiento cinematográfico, sino como la definición de un recurso en sí, como una palabra del lenguaje técnico, como quien hablara de un plano contrapicado. Ese cartel se mantuvo en pie el tiempo que permanece estaqueado en sus dos piernas un boxeador que se niega o que se olvida de caer, aún cuando todo su torso está muerto y no le queda otra al juez que terminar la pelea (los brazos y las manos con guantecitos blancos agitándose en cruz, la gente que entra nerviosa al ring, el otro boxeador festejando a caballito sobre los hombros de su entrenador). El viento de la rambla no sólo fue doblando el poste, sino que la salitre del mar fue comiéndose a algunos directores, como Cassavettes, que en la placa se había reducido a las primeras cuatro letras de su apellido. En todo caso, es recién trayendo estas citas cinematográficas que me percato de que mi cinefilia empezó ahí, en el videoclub de Miguel, por más que ya de chico me interesase por varias películas que aún hoy en día considero clásicos –la primer película que vi (esto según mis padres) fue la Silly Symphony de Flowers and trees, que yo llamaba más sencillamente “El árbol malo” y sigo considerándola uno de los mejores cortos de animación que se hayan hecho-, por más que mis visitas a aquel lugar fueran relativamente cortas, justo antes de hacerme socio de Cinemateca y comenzar a bucear por aquel espacio más variado y sobre todo, menos caótico que el de Miguel. Como dije, películas había visto ya montones, pero fue en esas visitas al Patio Biarritz que incorporé aquel “más que un simple deseo” de ver cine, casi como si en aquella actividad emergiera una alternativa identitaria, llámesele un proyecto de ser, en el que me di cuenta que quería dedicarme, de una manera u otra, a aquello de ver películas. Frente a esto no es muy sorpresiva la lista de las primeras cuatro que alquilé en el videoclub: El huevo de la serpiente (Ingmar Bergman), Ladrones de bicicletas (Vittorio de Sica), La gran ilusión (Jean Renoir), Pink Floyd, The Wall (Alan Parker). La de Bergman la alquilé más bien por una escena recordada y repetida por mi padre un montón de veces, las dos del medio por haberlas visto en varias listas como unas de las mejores películas de la historia y The Wall básicamente porque me gustaba Pink Floyd, porque era arty y profunda –lo que yo entendía por arty y profundo en aquel entonces- y porque un primo mío me había hablado de una escena en donde el protagonista destruía toda una habitación. Recuerdo haber visto tres de las cuatro en nochebuena, sin lograr ver La gran ilusión por un capricho del tracking de mi vhs.

Luego de que arrancaron el poste, siguió un período de varios meses de silencio en el que se tapió la arcada del portón con bloques de cemento. Un tiempo después, vi luces que provenían de adentro, terminando por divisar dos hombres con pinta de obreros. A medida que esperaba mis ómnibus en aquella parada, fui descubriendo que en las entrañas de El patio Biarritz no se estaba llevando a cabo ninguna reforma, que aquellos dos no eran obreros, sino caseros, los últimos cuidadores de esa nada vuelta a escombros. Las puertas de los balconcitos del primer piso, en donde solían darse conferencias o realizarse talleres literarios, estaban arrancadas. A veces el viento y la lluvia parecía colarse dentro de aquellos salones, en la medida que una lámpara improvisada y milagrosamente encendida se mecía alocadamente, generando extrañas sombras, como si allí hubiera una fiesta sin música, completamente exclusiva. A los dos tipos los vi dedicarse a morar esa casa con una disciplina y dignidad incuestionable. Estuvieron gran parte del invierno y de la primavera del año pasado manteniendo guardia. Parecía como si los hubieran encerrado desde afuera, teniendo que quedarse en aquel sitio como los sobrevivientes de un submarino sumergido. A veces se los veía mirando a la calle desde las ventanas. Luego, empezaron a jugar ping pong en una mesa improvisada, mucho más chica que las medidas olímpicas. Jugaban partidos interminables, casi todo el día, hasta que comenzó a caer un tercer tipo, más gordo (con esas barbas deformes, más cercana a las pelusas, que tienen algunos asiáticos), con el que se sumergían en intensos triangulares. Llegaban a jugar hasta de noche, donde se veía sus siluetas en la penumbra, moviéndose alocadamente de izquierda a derecha, como si fuera el reflejo de una llama movida por el viento. Esos tres caseros, pensaba, debían haber empezado a oír, más que ver la pelota.

Como ese silencio o ligero bienestar que se anticipa a la muerte, los tipos desaparecieron de un día al otro. No mucho tiempo después, llegué un día a la parada y El patio Biarritz parecía haberse ido, como si se levantara en sus mismos cimientos y se fuera caminando hacia otro lugar.

Escribo sobre el patio Biarritz, no porque haya sido importante, no por su valor arquitectónico o urbano, ni siquiera porque me gustara (de hecho, no tardé mucho tiempo en dejar de tenerlo en cuenta a la hora de comprar libros, con estantes que parecían cada vez más propensos a mostrar porquerías new age, o libros de parapsicología de segunda mano). Las librerías, más que muchos otros emprendimientos, generalmente mueren por justas razones, y el Patio quizás no haya sido una excepción. Con el tiempo, el mismo edificio se había ido afeando por la exageración de actividades o funciones que cumplía, convirtiéndose en un pastiche de librería de textos escolares, cybercafe, café literario, videoclub, sala de exposiciones, jardín de infantes y centro de operaciones de jugadores de rol y cartas Magic.

Sólo le faltaba la cancha de paddle.

No, no escribo por eso. Creo que escribo porque cuando vi el predio vaciado, con esa artificialidad de la demarcación de los diferentes cuartos y salones tatuados en las paredes de los edificios contiguos, vi un proyecto de mí mismo diseccionado y colocado en una mesa de mármol. Esos cuartos vacíos, esas marcas, son las estrías de una piel que cambió de densidad y tamaño. Es el tatuaje absurdo que uno se hace con tinta china en la mano, sólo para recordar más tarde, verdoso, lo que uno fue.

Andaba por facebook y de repente me doy con el muro de Ezequiel, que dice la tristeza que es ver cómo tiraron abajo a BJ. Leo aquello y concluyo que la decisión de tirarlo posiblemente haya sido la más acertada. Con el tiempo, aquel lugar cerrado había atraído -como una oscuridad que funcionara de forma inversa a la de las fuertes luces que drogan a las polillas- a un montón de chorros que se beneficiaban por la nueva desertificación de la cuadra (sin ir muy lejos, el mismo Ezequiel había sido víctima de un ataque cagón y completamente desmesurado de cinco de ellos, que podrían haberle arrancado algo más que el celular, la noche en que decidieron molerlo a palos). Sea lo que se levante ahí, boliche, almacén o casa de putas, va a funcionar al menos como un faro intermedio que nos de algo de referencia y refugio para quienes solemos caminar solos por la niebla de Soriano, bajando a la esquina de la muerte.

La famosa esquina de la muerte, ese embudo nocturno configurado por los puntos cardinales de Bluzz, Santa Catalina y La ronda (otros sugerirían agregar a Café La diaria; otros pensarían -pero preferirían mantenerse en silencio su idea- anexar la oscura estrella de El Gallo Rojo a aquella constelación de bares) ha sido escenario tan común de mis noches que se terminó forjando en mí la misma noción de atemporalidad. Sin embargo, mucho ha cambiado en la zona, sobre todo aquel edificio enorme y abandonado que daba a la puerta de Bluzz, ahora derribado por completo, dejando crecer a su alrededor un montón de helechos que en su fina y prolija verticalidad, parece un pequeño bosque en miniatura que pretende tomar aquel solar. Aquel edificio nunca lo conocí más que por su función mineral, de escombro respirante, pero me gustaba mirarlo mientras conversaba con alguna persona circunstancial del bar, me gustaba detenerme en aquellos grafittis, como si mi mirada descansara al posarse sobre ellos, como le sucede a mis ojos cuando se detienen en una duna, o en una fuente.

Pero BJ murió, aunque todos sabíamos que estaba muerto, mucho antes de que lo tiraran abajo, incluso mucho antes de que cerrara. Entre los enfermeros de los hospitales se suele decir que cuando los pies de los pacientes agonizantes comienzan a quedarse perpendiculares a la superficie cama, queda poco tiempo para que la muerte llegue a esa sala. Si hay algo que tienen en común los darks con los cuervos, más allá del color similar entre la indumentaria de los primeros y el plumaje de las últimos, es su capacidad augúrica de la muerte de los establecimientos que asisten. No sé si es karma, si es que consumen poco, si es que hacen huir al otro público, o si es que en aquella fascinación propia por la muerte son los que, en definiva, se acercan cuando ya todo ha acabado, pero comenzá a ver cómo tu boliche se llena de darks y posiblemente no le quede mucho tiempo de vida. En los últimos tiempos de BJ recuerdo volverme borracho de La ronda y cruzarme con un montón de metaleros y goths haciendo puerta en toques maratónicos de cinco bandas que ni todas juntas podían llenar el local. El entusiasmo de los pibes era innegable y mucho más sincero que un montón de cosas que sucedía –y sucede- alrededor, pero esta necesidad de llenar la grilla tenía algo de esa desesperación de acumular actividades en el Patio Biarritz, que terminó precipitándolo la ruina (no digo que sea causa, quizás sea más bien haya sido señal de ese mismo proceso de menoscabo). Nunca supe cual fue el último toque que hubo en BJ, pero posiblemente haya sido una banda mala de power metal cantando sobre dragones cogiéndose a ninfas del bosque, y no ese toque de Buenos Muchachos en el 2006, que por un tiempo me hizo sentir que el piso hueco de madera se estaba arqueando (o quizás eran las paredes de mi cráneo, presenciando lo que fue la experiencia musical más honda que haya sucedido en mi vida); o aquella primera vez que vi a Santa Cruz, con la angustia de estar junto a una persona que podía volverse importantísima en cuestión de horas o minutos; o la primera vez que oí un solo de Pablo Traverzo, durante aquellos miércoles de duelos de guitarra que iba con Pedro Restuccia, para volverme caminando, casi en una línea recta hasta mi casa, atravesando Canelones, Bulevar y 21, para acostarme escuchando el cassette de aquellos mismos duelos que me encargaba de registrar con una grabadora espía.

Aún así, si me presionan, lo que más me acordaría de BJ no es el bar, ni las bandas que allí tocaron, sino la idea de lo que era o creía que era o representaba BJ, algo que estaba indistinguiblemente anudado a una concepción o delirio que tenía sobre lo que era o debía ser el rock nacional. Todo lo que se pueda decir sobre el valor que tenía BJ posiblemente sea tan falso o ficticio como la cantidad de gente que dice haber sido un habitué de Juntacadáveres (que si nos ponemos estrictos, a juzgar por toda la gente que dice haber ido, el boliche tendría que haber tenido la capacidad del Estadio Centenario). Si hay algo en lo que no quiero convertirme es en esa gente que no puede dejar de remitirse a algo que fue, o lo que es peor, a algo que nunca fue. Lo que sí me queda de BJ es quizás la imagen que yo supe tener de él en determinado momento de mi vida, cuando me había autoproclamado manager de una banda de amigos íntimos, en los que me sentía importante por hablar con Alejandro y organizar la agenda, conseguir contactos, intentar moverse en radios comunales impresentables, o pegar afiches con cinta scotch en facultades. Para nosotros tocar en BJ un viernes (no los jueves, que eran los días que solían dar a las bandas primerizas) era todo un logro, casi, por así decirlo, un techo. Creo que fue luego de aquel viernes en BJ, donde vimos desde el escenario un montón de gente, pero que no era otra que todos nuestros amigos unidos (la mayoría congregados por cariño, o al menos solidaridad), que perdimos cierta inocencia. Creo que yo perdí a BJ, como quien se olvida de un paraguas en un taxi, aquella noche, mientras juntaba los equipos y ayudaba a cargar el bombo de la batería de Pedro.

No mucho tiempo después sólo hubieron cuatro toques de la banda (uno en Pacha Mama, posiblemente el mejor que hayan hecho), uno en El Faro (que siguió ese formato de cumpleaños de amigos), otro en La commedia y uno en la ACJ (con un bizarro panel de jueces que daban al evento un formato del estilo de Operación Triunfo). Luego de eso, me embolé de buscar toques y el ánimo de Pedro no fue suficiente para mantener la rueda girando.

De lo más inmediato al cierre de BJ sólo quedó un operativo frustrado mío de saquear parte del botín y quedarme con la B gigante que estaba encastrada en el frente. Las letras pronto fueron removidas, posiblemente arrojadas al mar, perdidas en el fondo de la casa de algún latero que las extrajo como quien intenta buscar oro en los dientes de un muerto, o como reliquia en la casa de algún romántico más audaz que yo.

Ahora, cuando señalo el plan, vuelvo a pensar en Crosstea, en las primeras reuniones en lo de Antoine (un garage enrejado, convertido en sala de ensayo, que daba a la calle Libertad, generando en las bandas una extraña sensación de ser animales de zoológico) y aquel cumpleaños en que aparecieron tres amigos, cargando, como los orgullosos soldados norteamericanos de Iwo Jima, una placa gigante, con forma de guitarra eléctrica, que estaba atornillada a la puerta del local. Recuerdo la emoción de ver aquel estandarte que significaba mucho más que un ajuste de cuentas con el amargo dueño de la sala de ensayo, y que desde aquel momento siempre se ha mantenido de una forma u otra ligado a lo que yo pensaba que era la adolescencia. Hoy en día no tengo idea qué será de aquella guitarra. No me sorprendería que siga en el garage de aquel conocido, momificada por el óxido desde aquel mismo cumpleaños en que la trajeron como trofeo de guerra.

Ayer pasé por aquel solar vacío y vi en el segundo piso, en una de las paredes que formaban parte de ese altillo en el que las bandas dejaban sus equipos, o donde se drogaban o cogían con las minas que nosotros creíamos, o ellos mismos creían que se cogían, algo que me dejó congelado. En aquella pared, como el empapelado de osos o trencitos que delatan el antiguo cuarto de un niño, aparecían diseminados, como tatuajes en el cuerpo de un marinero encontrado en altamar, los logos y graffitis de muchas bandas que tocaron allá. Con mi miopía campante, creo reconocer tres o cuatro logos. Todos pertenecen a bandas que no me interesan y que posiblemente ni me hayan interesado en aquel tiempo. Recuerdo a un amigo escribiendo el nombre de su banda con la llama de un encendedor. Luego recuerdo que fue en el techo y pienso cómo aquel nombre posiblemente esté regado de a pedazos en el material de construcción de una volqueta cercana.

Agarro un trozo de ladrillo que podría haber pertenecido, o no, a BJ. He estado mirando el palimpsesto escrito en aquella pared y todo aquello toma la forma de un jeroglífico, un muro que podría ser una piedra de Rosetta para lo que va a, o no va a ser el rock uruguayo de acá a unos años. Después, pienso qué bandas de ahora podrían escribir su nombre en una pared, pero antes de que pueda dar un nombre, me pregunto en qué pared se podría escribir aquello y me quedo completamente en blanco. "En el fondo, no importa", me digo, y es ahí cuando descubro a un obrero mirándome con cara de guardia de seguridad. Me subo el cuello de la campera y arrojo el escombro contra un plátano desnudo, perdiéndome por Andes hacia la rambla.



¿Qué es un escombro? ¿Qué es un baldío? Pensé esto a mis dieciséis años, al pasar en bicicleta por el frente de una casa cerca del Hotel del prado, que de tan venida a menos le habían crecido dos pinos en su azotea. Hay cosas muertas que están llenas de vida, y hay cosas que mueren ni bien se les encuentra un orden o función determinada.

Cuando era chico, mi madre me contaba sobre la pinocha de la casa de mis abuelos de Atlántida. Según ella y las fotos de algunos viejos álbumes, la pinocha abarcaba todo el fondo, ocultando, como si fuera una manta, un montón de ramas con forma de cucarachas gigantes. Cuando era chico, el pasto se extendía hacia la mitad del fondo, teniendo que ponerte las chancletas cuando querías colgar la ropa en la cuerda. Con el tiempo fui presenciando cómo el verde se iba abriendo paso, hasta cubrirlo todo. Al final, el único lugar donde existía pinocha era un terreno baldío de seis solares pegado al nuestro, que desde que tenía memoria nunca había sido reclamado y que constituía, para nuestros escasos años, un auténtico bosque. Ahí uno se encontraba con troncos muertos, siempre enfrentándose ante la tentación de arrancarle la corteza y ver la inmensa cantidad de bichos de humedad, hormigas, larvas, termitas y cucarachas que se agitaban en sus entrañas. Una urbe construida sobre un cadáver. Tanta expresión de vida daba asco.

Escribo esto y más o menos sé adónde la construcción de conceptos de mis asociaciones quieren llegar, y vuelvo sobre aquellos edificios tapiados, que de tan cerrados sobre su mismo menoscabo, habían comenzado a tener vida propia. Pienso en cómo, en su condición de muertos vivos, pueden tener más vitalidad que la Diamantis Plaza. Sin embargo, pienso un poco más y el presente vuelve a perder consistencia y aquel baldío me reclama y se apodera de todas mis asociaciones.

Durante casi toda mi infancia, mis primos y yo pasamos más tiempo en el baldío que en el fondo. Al principio fue “la casita”, que de “casita” no tenía nada, salvo la formación de un claro coronado por un alcornoque encorvado, en el que habíamos construido un inútil sistema de poleas que pretendía subir a mi hermana a sus partes más altas. La casita existió durante varios años, en los que con Lucas formamos un club secreto de dos integrantes llamado El Dragon Lee. Luego se asentó una familia en uno de esos solares, cortando el alcornoque y construyendo una casa con techo de tejas.

No tardamos mucho en encontrarnos una nueva casita, esta vez más pequeña, pero abovedada de una manera que parecía haber sido construida por el hombre. Fue en ese verano, ahí mismo, en la casita, donde conocimos a los porteños (hermano y hermana de 14 y 12 años, respectivamente) y otros dos niños que solían robar casas durante el invierno. Recuerdo sólo verlos ahí, en la casita, sin registrarlos en la playa Eden Rock, lugar al que casi toda la gente de esa manzana solía ir. Algo me dice que si averiguara más sobre aquello, posiblemente reconstruiría en vida una de esas clásicas leyendas urbanas, que los pibes ladrones habían sido unos niños que murieron en el incendio de una de aquellas cabañas de techo de quincho veinte años atrás, o que nunca hubo una familia porteña alquilando en alguna de las casas de la zona. Pero más que nada, recuerdo aquel día en que vi al porteño apretar con su hermana, sentados sobre un tronco que habíamos arrastrado hasta la casita para oficiar de asiento, aquella sensación de mudez atravesada por el sonido de las bocas que se arrastraban en el silencio como dos culebras y mi decisión de no volver allí durante varias semanas, hasta que todos aquellos chicos desaparecieran tan rápida y mágicamente como aparecieron.

Más que nada, el bosque baldío tenía dimensiones temporales, más que espaciales. El baldío era lo fijo, lo inmutable, una porción de irrealidad en el fondo de un mar que cambiaba de corrientes y flujos. Una vez, cuando todavía no era lo suficientemente grande como para medir mi maldad, luego de perdernos unas horas en el baldío -nuestros padres hacían la sobremesa en el fondo- le dije a Lucas que toda la gente que estaba ahí, al lado de la parrilla, eran ladrones que se habían puesto las máscaras de nuestros padres. Más allá de la anécdota graciosa, me doy cuenta de cuánta verdad había en esa mentira. En el baldío todo cesaba y se silenciaba, parecíamos nadar hacia a Atlántida, la verdadera, la sumergida, mientras todo lo que sucedía alrededor eran archipiélagos ocupados por marineros que terminaron resignándose a no encontrarla, cuando la tenían casi sobre sus narices. Todo podía cambiar, los supermercados, la casa de mis abuelos, la pinocha del fondo, nosotros, incluso nuestros padres, pero el baldío se mantenía igual, guardando en su interior basura fosilizada de tiempos lejanos, una latita de cherry coke, un vhs destripado, la hoja descolorida de un poster Panini del mundial del 90’.

Todos los primero de enero volvía allí, buscando las señales intocadas de aquello que habíamos dejado en el baldío: una falsa tumba marcada con una cruz estaqueada en la tierra, la palabra Lothlórien escrita con dry-pen sobre la corteza de un árbol.

Este primero de enero salí al fondo, tratando de registrar lo que me habían informado mis abuelos. Aquellos tres solares restantes, luego de más de sesenta años sin ningún ocupante, habían sido comprados por un suizo que quería construir una serie de casitas de ladrillo para alquilarlas barato, en una especie de intento de iniciativa turística. Todo parecía irreal, pero se volvió jodidamente cierto cuando vi con mis propios ojos, aplanado, cubierto de arena, con unas casas de ladrillo creciendo como una soriasis, todo lo que había sido una vez el terreno baldío . Cinco casas con mini parrilleros y, más al fondo, una piscina. El fino, que es arquitecto, dice que los muros los hicieron demasiado finos y que se van a terminar generando fisuras en la pared. Mi padre dice que el cercado le da un aire de gallinero a la casa. Mi abuelo dice que aquello, por feo que parezca, puede terminar por siendo una bendición, considerando las ocupaciones ilegales que se han registrado en la costa de oro en los últimos años. Yo no digo nada, sólo puedo ver, a través de esas nuevas rejas, la extensión blanca de la arena, con la extrañeza de quien camina sobre el lecho de un lago dragado.

Durante el verano vi cómo fueron avanzando en las obras. Una noche llevé la laptop afuera y me puse a ver una película. En la mitad del film comencé a escuchar extraños sonidos, que parecían cesar en el mismo momento en que ponía pausa. Temiendo que fuera una comadreja sobre la parra, prendí todas las luces y saqué una escoba, en caso de un posible encontronazo con el animal. Las comadrejas siempre fueron para mí algo así como una representación del mal. El mismo contacto visual con una de ellas me helaba la sangre, sobre todo el detalle de la cola pelada, el hocico puntiagudo, los ojos completamente negros, esa elegancia sucia, a medio camino entre un gato y una rata, cuando la ves caminar por los tejados. Nunca supe adónde iban a parar las comadrejas de día, casi era como si se desmaterializaran en la luz, o como si ellas fueran la materialización misma de la noche. Pero al mismo tiempo que provenían de la noche, las comadrejas sólo podían venir del baldío. En la casas de los vecinos había perros que las ahuyentaban, por lo que sólo podían provenir del bosque, de aquel flanco izquierdo completamente abierto. Era lógico que provinieran de allí, del reino de lo inmemorial o lo eternamente perdido.

Aquella noche, cuando iluminé el fondo y vi a la comadreja trepada a un pino, serena, comiendo una uva de una pequeña parra que se enredaba sobre aquel, me quedé duro, viéndola gorda, torpe, agarrándose del árbol con unas uñas finitas. Tras salir de aquel encanto, busqué unas piñas y le arrojé una, dos, errándole pero dándole al pino, a veinte o treinta centímetros de su lomo. La comadreja me miró por unos segundos, pero no hubo miedo en su rostro. La vi serena, como si me hubiese conocido de toda la vida, como si me dijese “me como unas más y ya no te jodo”. Le tiré un par de piñas y le volví a errar. Luego de un rato se dejó caer sobre sus cuatro patas y emprendió retirada. Le tiré un par de piñas más pero la comadreja no cambió el tranco torpe y rechoncho. Mientras se iba, me di cuenta de que mi mala puntería era porque en el fondo no le quería acertar, como un policía que deja escapar a un ladrón conocido, disparando tiros al aire.

Lo último que vi de ella fue su cola, escurriéndose en la oscuridad del cerco que separa nuestro fondo de las nuevas obras, dándome cuenta de que volvía a su hogar, de que el baldío seguía existiendo en la noche, cuando no había nadie más que yo para verlo.